01 abril, 2013

La ofensiva boliviana

La ofensiva boliviana

Por Alvaro Vargas Llosa
El gobierno del Presidente Evo Morales ha vuelto al ataque con motivo de la conmemoración del Día del Mar, fecha muy sensible para sus compatriotas. Ha anunciado que acudirá a La Haya para -en sus propias palabras- “presentar una demanda para retornar al mar con soberanía”. No ha quedado claro en qué términos será presentada esta demanda contra Chile y el anuncio, por la imposibilidad jurídica de que dicho tribunal anule un tratado, en este caso el de 1904 que cedió definitivamente a Chile la zona del litoral reclamada por Bolivia, suscita algunos interrogantes sin respuesta. 

Pero quizá sea útil hacer algunas precisiones sobre el Tratado de Paz y Amistad de 1904 para entender los antecedentes de lo que hoy se plantea. La percepción, en Bolivia y algunos países latinoamericanos, es que se trató sencillamente de una imposición externa. Pero, firmado 23 años después del último combate entre fuerzas chilenas y bolivianas, fue fruto no sólo de esa derrota boliviana sino también de una compleja situación interna en el país altiplánico, marcada por la división entre los llamados “practicionistas” y los “reivindicacionitas”. Esta pugna es importante porque signará a lo largo de todo el siglo 20 la forma en que Bolivia abordará la posibilidad de una salida negociada al Pacífico por territorio chileno.
Los reivindicacionistas querían la recuperación de Antofagasta y Mejillones, cuya soberanía había tenido Bolivia tras los acuerdos de 1866 y había perdido en la Guerra del Pacífico. Los practicionistas, en cambio, reconocían la situación de hecho tras la derrota y querían un acuerdo definitivo mediante el cual, a cambio de ceder para siempre los territorios perdidos, obtuvieran líneas férreas para desarrollar el país y el libre tránsito de sus mercancías por territorio chileno. Y esto, exactamente, es lo que acordó el Tratado de 1904. Los intereses mineros vinculados a La Paz, por ejemplo, jugaron un papel clave junto a su propio gobierno para alcanzar dicho acuerdo porque para su comercio internacional exportar por Arica resultaría muy beneficioso. En muchos sentidos, fue Bolivia quien más interés mostró, como lo dicen muchos historiadores bolivianos, en que hubiera ese tratado; de allí que quien presentase originalmente las bases para la negociación definitiva fuera la propia Bolivia. Muchos bolivianos temían que si Chile devolvía Arica al Perú quedarían excluidos de la posibilidad de exportar libremente por allí. Sentían, pues, urgencia de firmar un tratado con Santiago.
¿Por qué es esto importante? Por dos razones. La inmediata tiene que ver con el objetivo del gobierno boliviano de lograr la nulidad del tratado (al menos eso es lo que el anuncio de una demanda parecería indicar). Ya se sabe que, por no tener el Pacto de Bogotá de 1948 sobre solución de conflictos efecto retroactivo, el tribunal de La Haya no es competente en relación con ese tratado. Pero los antecedentes históricos importan también porque permiten situar la controversia eterna en el contexto de la política interna de Bolivia.
La división en torno al tratado fue también, más tarde, la división en torno a la eventual salida negociada al Pacífico por territorio chileno. Los reivindicacionistas se opusieron una y otra vez, con éxito, a los acuerdos a los que los practicionistas intentaron llegar en las ocasiones en las que hubo en Santiago ánimo de ofrecer a Bolivia una salida al mar. Quizá el ejemplo más clamoroso fue el de 1948-1950. En aquel momento, en medio de las discusiones en torno al desvío de las aguas del Lauca por el que Bolivia hizo un reclamo a Chile, surgió la solicitud boliviana de resolver el problema de la mediterraneidad. Luego de un tira y afloja de un par de años y bajo auspicio del gobierno norteamericano, Chile ofreció “una salida propia y soberana al Océano Pacífico” a La Paz. Las negociaciones fueron abortadas cuando una campaña feroz de los sectores reivindicacionistas bolivianos acusó al gobierno paceño de querer entregar a Chile el control de las aguas del Titicaca a cambio de la salida al Pacífico, algo que no era cierto.
Más famosa es la negociación de los dictadores Augusto Pinochet y Hugo Bánzer en los años 70, conocida como el “Acta de Charaña”. Se habló allí de una “faja territorial soberana” y una “costa marítima soberana” para Bolivia. Como se sabe, el Perú, en virtud de la facultad que le otorgaba el Protocolo Complementario del Tratado de Lima de 1929, intervino con una contrapropuesta que contribuyó a hacer inviable el acuerdo (proponía, además de dársele a Bolivia el corredor paralelo a la frontera peruano-chilena, que los tres países compartieran la soberanía de un territorio en Arica y que Bolivia tuviera soberanía del mar adyacente a esa costa). Pero incluso allí la división al interior de Bolivia jugó un papel frustrante, pues los reivindicacionistas acusaron a los negociadores de su propio país de ofrecer un canje territorial a Chile que era inaceptable.
En 2001, los sectores más recalcitrantes en Bolivia volvieron a frustrar una negociación, en este caso bajo la Presidencia boliviana de Jorge Quiroga, que llegó bastante lejos en sus tratos con Santiago. Quiroga había hablado con Santiago de la posibilidad de que Chile arrendara a Bolivia un trozo de costa que iría desde Mejillones hasta la caleta de Cobija y, por supuesto, de un gasoducto desde Tarija hasta un lugar de la costa chilena arrendada a Bolivia, así como una planta de licuefacción para la exportación del hidrocarburo a México y Estados Unidos. Su sucesor, Sánchez de Lozada, como se sabe, fue derribado por las protestas violentas lideradas por Evo Morales y Felipe Quispe. Una vez más fue la división entre bolivianos uno de los factores clave en el fracaso de la salida negociada.
Lo que Evo Morales quiere encarnar hoy en materia de la política hacia Chile no es nuevo en la historia de Bolivia: el reivindicacionismo ha sido uno de los grandes responsables de que nunca se pudiera llegar a un acuerdo con Chile, país que a pesar de sus propios nacionalismos exacerbados estuvo en varios momentos de su historia en disposición de llegar a alguna forma de acuerdo.
Estrictamente hablando, lo que propone Morales no es lo mismo que proponían los reivindicacionistas, pues su pretensión de una salida al Océano Pacífico no está centrada en la devolución de Antofagasta. De hecho, una de las ironías de la postura boliviana es que La Paz protestara cuando el Perú sometió su reclamo marítimo contra Chile a la Corte Internacional de Justicia de La Haya. Esa protesta suponía que Bolivia veía bloqueada por parte del Perú la posibilidad de lograr una salida soberana por Arica. Y una salida por Arica es algo que los practicionistas, y no los reivindicacionistas, pretendieron muchas veces en el siglo 20. Pero aunque la postura de Morales sea poco coherente con el reivindicacionismo histórico, sí es coherente con la actitud y el temperamento de los reivindicacionistas. Porque lo cierto es que desaprovechó la gran oportunidad de negociar con el gobierno de Michelle Bachelet, tanto antes como después de acordados, en 2010, los llamados “13 puntos” sobre diversos temas que no excluían la salida al mar.
Después del desencuentro entre Ricardo Lagos y un Carlos Mesa sumamente presionado por la agitación social en su país, Bachelet había llegado al gobierno con ánimo de empezar a conversar con Bolivia desde cero. Hubo entonces sectores de la derecha chilena que expresaron nerviosismo ante lo que sospechaban era un concesionismo excesivo de parte del gobierno de Bachelet. Hacia el final de su gobierno, se llegó a hablar de que La Moneda estaba dispuesta a “partir” el territorio otorgándole a Bolivia un enclave en la región de Tarapacá (se barajaban, en realidad, tres opciones distintas). El propio Sebastián Piñera, que se preparaba para suceder a la mandataria, tomó distancia del gobierno chileno afirmando que no era admisible partir el territorio chileno y reiterando lo que había expresado antes: que estaba en disposición de negociar el otorgamiento a Bolivia de un corredor sólo si era al norte del río Lluta.
Una y otra vez, el gobierno de Evo Morales ha desaprovechado oportunidades. Su temperamento ha sido por lo general confrontacional por razones de doble índole: una interna y otra relacionada con la política de la región en su conjunto.
Hoy Morales ha recuperado popularidad y, en relación con los comicios de 2014, se ha fortalecido de cara al procedimiento mediante el cual va a forzar la posibilidad, prohibida por su propia Constitución, de un tercer mandato consecutivo a través de la interpretación que está en marcha por parte del Tribunal Constitucional Plurinacional. Pero el año pasado sus niveles de popularidad cayeron estrepitosamente y el gobierno, apartado de su propia base social, pareció tambalearse. Ello llevó a Morales a endurecer mucho su posición frente a Chile. Ahora, aunque está más afianzado internamente, mantiene esta actitud porque en la discusión sobre la ilegalidad de su nueva postulación a la Presidencia la confrontación con Santiago lo beneficia.
El segundo motivo de la actitud de La Paz tiene que ver con el ajedrez político latinoamericano. Con frecuencia los gobiernos populistas han intervenido en el asunto de la mediterraneidad boliviana. Recordemos las frases altamente provocadoras de Hugo Chávez en tiempos de Ricardo Lagos, por ejemplo. Siendo Chile un paradigma del modelo contrario, para los países populistas el asunto de la mediterraneidad boliviana ha resultado un arma política conveniente para tratar de arrinconar o aislar al gobierno chileno (en la medida en que, como es natural, hay simpatía general en Sudamérica por la aspiración boliviana de una salida al mar). En los últimos meses y a medida que era evidente que Hugo Chávez padecía una enfermedad terminal, ha habido una cierta competencia por el liderazgo regional entre los líderes afines al venezolano.
Evo Morales ha sido uno de ellos. En su caso, el arma por excelencia ha sido la reivindicación marítima (como en el caso de Cristina Kirchner lo ha sido el asunto Malvinas). De allí su actuación calculadamente hostil contra el gobierno de Piñera en Santiago en la cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños. El anuncio reciente de que acudirá a La Haya se inscribe en ese contexto. Ya no son solamente razones de política interna sino también de búsqueda de liderazgo regional las que llevan a Morales a darle un perfil sobresaliente a su controversia con Santiago.
La amenaza judicial pilla a Chile en plena campaña electoral, por tanto obliga al gobierno a una respuesta dura que tiene la garantía de un respaldo de la Concertación. El comportamiento de Morales no permite suponer que, pasada la campaña electoral, sea posible una negociación en serio pues su doble urgencia política -la interna y la externa- hace prever que su actitud será agresiva y que irá desplazando los parámetros de cualquier eventual negociación para hacerla políticamente imposible en Chile.
Pero eso no significa que Santiago no deba intentarlo una y otra vez. El inmovilismo y la actitud defensiva por parte de Santiago no convienen a la política exterior chilena y tampoco al conjunto de países que, junto a Chile, hoy representan la modernidad en el continente. Es evidente que antes de que La Haya falle con relación a la demanda peruana nada será posible. También es cierto que, después de dicho fallo, cualquier iniciativa será difícil en plena campaña electoral. Pero, aun sabiendo que jurídicamente Bolivia no tiene forma de lograr la nulidad del Tratado de 1904, Santiago debe hacer ofertas creativas y continuas a Bolivia. El inmovilismo debilita a Chile, descoloca a sus amigos, da viento a las velas del populismo latinoamericano, concede a Morales un instrumento de perpetua agitación internacional y en última instancia afecta los sentimientos de bolivianos de buena fe que nada tienen que ver con el autoritarismo imperante en su país pero cargan con una herida histórica que no acaba de cerrar.

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