25 mayo, 2013

El enigma de por qué se mata menos

El enigma de por qué se mata menos

Por Alvaro Vargas LLosa
La tendencia no hace sino acentuarse: cada vez se cometen menos homicidios en Estados Unidos. Lo más probable es que, al paso que se va, el índice de crímenes del año 2013 se sitúe ligeramente por debajo de cuatro personas por cada 100 mil habitantes, una cifra que es inferior a la que se daba hace 100 años.
Ya son 30 las ciudades importantes que han registrado una caída dramática del número de homicidios en el último año: San Antonio encabeza la tendencia con un declive de 63 por ciento (sí, han leído bien: un descenso de 63 por ciento en los 12 meses anteriores), pero también se da el caso de Chicago, donde ha caído el crimen un 39 por ciento, y de Washington, con 20 por ciento. La cifra de 2013 será casi con toda seguridad inferior en 17 por ciento a la de 1963. Todo esto permite establecer un patrón que se inició en 1990, luego de tres décadas de aumento de los homicidios (mientras que las tres anteriores a aquellas, el período que empieza con la Gran Depresión, habían sido de signo opuesto en esta materia).
No sólo se mata menos: también se roba menos, se viola menos y se asalta menos. Lo cual lleva años estimulando un intenso debate que, como todas las cuestiones relacionadas con las ciencias sociales, no tiene una conclusión definitiva o que contente a todos al mismo tiempo. Pero lo que sí está fuera de duda es que muchos de los supuestos sobre los que se basaba el análisis del crimen en el pasado están en entredicho con lo que sucede. Si la tendencia declinante viene desde 1990 y se ha confirmado entre 2008 y 2013, quiere decir que nada tenía que ver con la bonanza económica de los años de Clinton (y la herencia de Reagan). Porque ha seguido cayendo el número de homicidios durante la Gran Recesión, como se conoce al período posterior al estallido de la burbuja de 2007/8. Tampoco hay relación entre la estadística del crimen y la guerra o la paz, pues la tendencia no ha sufrido variación en uno u otro escenario, incluidas las guerras de Irak y Afganistán.

¿Qué está pasando? Las dos tesis más polémicas y cargadas de ideología tienen que ver con el plomo (no, no el plomo metafórico de un arma, sino el químico intoxicante) y el aborto.
En el primer caso, la idea es la siguiente: el plomo causa en los niños deformaciones mentales que se manifiestan, en la edad adulta, en una marcada propensión a la violencia. Como en las últimas décadas hubo un esfuerzo creciente por reducir la exposición de la gente a este químico venenoso, la propensión de dos generaciones a la violencia ha sido menor. Esa reducción se inició en los años 70, cuando se empezó a utilizar gasolina sin plomo, y se consolidó a partir de 1992, cuando se aprobó la ley que exigía limitar el plomo en las residencias de la gente.
Publicaciones como Mother Jones y otras han utilizado a toda clase de estudiosos para probar la correlación entre una cosa y otra. Desde la derecha se les ha respondido que esta tesis es una tontería basada en una coincidencia de fechas para justificar la obsesión de la izquierda por el medioambiente y su odio a los vehículos grandes. Blogueros estadísticos conocidos por defender la posición que basa en el plomo la explicación de por qué ha caído el crimen, como Rick Kevin, responden a su vez que no se trata sólo de una coincidencia contemporánea, pues entre 1910 y la Segunda Guerra Mundial cayó considerablemente la exposición al plomo, y en esas décadas, pero especialmente a partir de fines de los años 20, también declinó la tasa de crímenes.
La otra tesis polémica tiene que ver con el aborto. La han defendido académicos como John Donohue, de Yale, y Steven Levitt, de la Universidad de Chicago. La idea es que a partir de 1973, cuando la Corte Suprema legalizó la interrupción del embarazo, cayó significativamente el número de bebés nacidos en entornos malsanos, conducentes a la formación de jóvenes sin valores con propensión al crimen. Desde la derecha se piensa que esta tesis es un arma arrojadiza de la izquierda liberal contra el conservadurismo antiabortista. Se usa, como argumento contrario, la estadística según la cual hoy un tercio de los hogares están en manos de madres solteras, donde suele haber mayor incidencia de adolescentes abocados al crimen que en hogares formados por padre y madre.
Estos serían los análisis con mayor carga ideológica. Pero hay otros no desprovistos de cierto sesgo político. William Bratton, el policía más famoso de Estados Unidos por su paso exitoso por la jefatura policial de Nueva York, suele poner el énfasis en dos elementos que los conservadores aplauden y de los que la izquierda recela en parte: el aumento del número de efectivos y la teoría de la “ventana rota”, que postuló originalmente James Wilson a inicios de los 80, según la cual perseguir intensamente delitos menores permite adecentar el vecindario y reducir el hábitat natural del crimen. En Boston, Nueva York y Los Angeles, donde sirvió en distintos períodos, Bratton puso en práctica parcialmente estas ideas. Sin embargo, desde la izquierda responden que la tendencia declinante se da en todo tipo de ciudades, gobernadas por toda clase de administraciones, en las que no sirve Bratton ni nadie que se le parezca.
La perspectiva de Bratton calza con el desarrollo de servicios sociales a nivel comunitario en todo Estados Unidos en el último par de décadas. Se trata de esfuerzos vecinales y comunitarios con el propósito de incorporar a los jóvenes a actividades locales después de la escuela, el horario en que son más vulnerables al llamado de la pandilla o al mataperreo. Esos servicios incluyen, por ejemplo, tareas benéficas, deportes o paseos culturales, para no hablar de rutinas más elementales relacionadas con el cuidado estético de las comunidades. También en ese sentido se entiende la tesis de la “ventana rota”.
Otra razón que varios criminólogos connotados apuntan para explicar la caída del crimen se refiere a la población carcelaria. Ella pasó de 241.000 personas a 1,6 millones entre 1975 y 2010. A partir de 1993, con la famosa regla de los “three strikes”, que endurecía severamente las penas para cualquiera que hubiera cometido tres delitos consecutivos en estados como California, Pensilvania y Florida, las cárceles vieron aumentar el número de presos (la regla hizo metástasis luego). Bruce Western, sociólogo que ha estudiado este fenómeno comparativo, piensa que, si bien es cierto que el aumento del número de presos puede haber incidido, por haber sacado de las calles a delincuentes que hubieran acabado cometiendo asesinatos tarde o temprano, podría argumentarse que el ambiente carcelario refuerza la criminalidad, dado el alto número de reincidentes. A lo cual quizá habría que añadir que un alto número de inmigrantes ha abultado la población carcelaria federal en las últimas dos décadas: inmigrantes que no eran criminales ni propensos al delito, salvo en el hecho de haber violado leyes migratorias.
La tecnología también forma parte del conjunto de explicaciones criminológicas para el declive homicida. James Alan, de Northeastern University, uno de los analistas más respetados en esto, sostiene que el uso de bases de datos sofisticadas y de análisis por computadora permite localizar con mucha más facilidad que antes los lugares donde se concentra el crimen (los llamados “hot spots”) e identificar patrones y secuencias sospechosas. A ello se añade el uso de instrumentos para analizar el ADN y toda clase de pruebas forenses con que no se contaba anteriormente. Otros criminólogos creen que estos elementos permiten explicar sólo una parte de la tendencia declinante. David Weisburg piensa que sólo un 15 por ciento del fenómeno tiene esa causa.
El aumento de las comunicaciones producto de la revolución informática ha sido esgrimido por algunos participantes en este debate, incluyendo senadores conservadores. La idea es que la proliferación del uso de teléfonos celulares y de otros hilos de conexión entre personas ha aumentado los riesgos para los potenciales homicidas. La vigilancia es mayor, la ubicación es más fácil y la información circula con mucha más rapidez. También son mucho mayores las pistas que el criminal deja en manos de sus perseguidores, algo que operaría no sólo como soporte de la comunidad y de la policía, sino como elemento disuasorio. Algunos partidarios de esta tesis, como Eric Baumer, han escrito acerca de la aldea global como un mecanismo de control social. En ese sentido, el ensanchamiento del horizonte de las personas gracias a la multiplicación de los contactos e intercambios ha intensificado la idea de comunidad, aunque parezca un contrasentido, al menos de esta forma: así como es más difícil desarrollar conductas antisociales cuando uno se siente parte de una comunidad, es más difícil el aislamiento mental que supone una personalidad criminal si los medios de comunicación y las redes sociales ofrecen a más y más individuos un cierto sentido de pertenencia social.
Con menos imaginación pero más datos estadísticos, hay quienes sencillamente hablan de la demografía como el factor determinante: la generación de la posguerra, conocida como los “baby-boomers”, influyó mucho en el aumento del crimen a partir de los años 60 y durante todos los 70, y empezó a provocar el efecto inverso cuando cruzó el umbral de los 50 años. Justo entre 1965 y 2009, cuando los “baby-boomers” pasaron de ser jóvenes a convertirse en mayores que bordeaban la tercera edad, se produjo la reducción dramática del índice de crímenes. En 1965, el homicidio era una de las 15 principales causas de las muertes registradas en el país; en 2009 salió de los primeros 15 lugares.
Pero si esto es cierto, ¿cómo explicarse el hecho de que entre 1907 y 1917 la tasa de homicidios fuera de seis por cada 100.000 habitantes, y entre 1930 y 1947 ella cayera a 5,4? No hay entre el primer cuarto de siglo y el segundo nada semejante en términos demográficos a lo ocurrido entre los años 60 y la década del 2000. Inversamente, no hay entre 1917 y 1930, época en que aumentó el crimen, una explosión demográfica como la que a partir de la posguerra, con los “baby-boomers”, habría inyectado un alto número de criminales en la población sólo por el hecho de que subió el número de personas con una edad más relacionada con el mundo del delito.
Nadie parece tener en esto la piedra filosofal. Quienes tratan de encontrar respuestas que combinan muchos de los factores mencionados parecen los más creíbles y solventes. Todas las tesis tienen suficientes argumentos en contra como para resultar definitivas por sí solas. Sin embargo, la combinación de estos elementos dispersos ofrece un bloque analítico frente al cual no se ha producido todavía ninguna argumentación académica o estadística que parezca superior.
Es algo a tener en cuenta por parte de los tantos países latinoamericanos que padecen hoy olas de criminalidad ante las cuales están perplejos y parecen dar manotazos de ahogado.

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