El enigma de por qué se mata menos
Por Alvaro Vargas LLosa
La tendencia no hace
sino acentuarse: cada vez se cometen menos homicidios en Estados Unidos.
Lo más probable es que, al paso que se va, el índice de crímenes del
año 2013 se sitúe ligeramente por debajo de cuatro personas por cada 100
mil habitantes, una cifra que es inferior a la que se daba hace 100
años.
Ya son 30 las ciudades importantes que han registrado una caída
dramática del número de homicidios en el último año: San Antonio
encabeza la tendencia con un declive de 63 por ciento (sí, han leído
bien: un descenso de 63 por ciento en los 12 meses anteriores), pero
también se da el caso de Chicago, donde ha caído el crimen un 39 por
ciento, y de Washington, con 20 por ciento. La cifra de 2013 será casi
con toda seguridad inferior en 17 por ciento a la de 1963. Todo esto
permite establecer un patrón que se inició en 1990, luego de tres
décadas de aumento de los homicidios (mientras que las tres anteriores a
aquellas, el período que empieza con la Gran Depresión, habían sido de
signo opuesto en esta materia).
No sólo se mata menos: también se roba menos, se viola menos y se
asalta menos. Lo cual lleva años estimulando un intenso debate que, como
todas las cuestiones relacionadas con las ciencias sociales, no tiene
una conclusión definitiva o que contente a todos al mismo tiempo. Pero
lo que sí está fuera de duda es que muchos de los supuestos sobre los
que se basaba el análisis del crimen en el pasado están en entredicho
con lo que sucede. Si la tendencia declinante viene desde 1990 y se ha
confirmado entre 2008 y 2013, quiere decir que nada tenía que ver con la
bonanza económica de los años de Clinton (y la herencia de Reagan).
Porque ha seguido cayendo el número de homicidios durante la Gran
Recesión, como se conoce al período posterior al estallido de la burbuja
de 2007/8. Tampoco hay relación entre la estadística del crimen y la
guerra o la paz, pues la tendencia no ha sufrido variación en uno u otro
escenario, incluidas las guerras de Irak y Afganistán.
¿Qué está pasando? Las dos tesis más polémicas y cargadas de
ideología tienen que ver con el plomo (no, no el plomo metafórico de un
arma, sino el químico intoxicante) y el aborto.
En el primer caso, la idea es la siguiente: el plomo causa en los
niños deformaciones mentales que se manifiestan, en la edad adulta, en
una marcada propensión a la violencia. Como en las últimas décadas hubo
un esfuerzo creciente por reducir la exposición de la gente a este
químico venenoso, la propensión de dos generaciones a la violencia ha
sido menor. Esa reducción se inició en los años 70, cuando se empezó a
utilizar gasolina sin plomo, y se consolidó a partir de 1992, cuando se
aprobó la ley que exigía limitar el plomo en las residencias de la
gente.
Publicaciones como Mother Jones y otras han utilizado a toda clase de
estudiosos para probar la correlación entre una cosa y otra. Desde la
derecha se les ha respondido que esta tesis es una tontería basada en
una coincidencia de fechas para justificar la obsesión de la izquierda
por el medioambiente y su odio a los vehículos grandes. Blogueros
estadísticos conocidos por defender la posición que basa en el plomo la
explicación de por qué ha caído el crimen, como Rick Kevin, responden a
su vez que no se trata sólo de una coincidencia contemporánea, pues
entre 1910 y la Segunda Guerra Mundial cayó considerablemente la
exposición al plomo, y en esas décadas, pero especialmente a partir de
fines de los años 20, también declinó la tasa de crímenes.
La otra tesis polémica tiene que ver con el aborto. La han defendido
académicos como John Donohue, de Yale, y Steven Levitt, de la
Universidad de Chicago. La idea es que a partir de 1973, cuando la Corte
Suprema legalizó la interrupción del embarazo, cayó significativamente
el número de bebés nacidos en entornos malsanos, conducentes a la
formación de jóvenes sin valores con propensión al crimen. Desde la
derecha se piensa que esta tesis es un arma arrojadiza de la izquierda
liberal contra el conservadurismo antiabortista. Se usa, como argumento
contrario, la estadística según la cual hoy un tercio de los hogares
están en manos de madres solteras, donde suele haber mayor incidencia de
adolescentes abocados al crimen que en hogares formados por padre y
madre.
Estos serían los análisis con mayor carga ideológica. Pero hay otros
no desprovistos de cierto sesgo político. William Bratton, el policía
más famoso de Estados Unidos por su paso exitoso por la jefatura
policial de Nueva York, suele poner el énfasis en dos elementos que los
conservadores aplauden y de los que la izquierda recela en parte: el
aumento del número de efectivos y la teoría de la “ventana rota”, que
postuló originalmente James Wilson a inicios de los 80, según la cual
perseguir intensamente delitos menores permite adecentar el vecindario y
reducir el hábitat natural del crimen. En Boston, Nueva York y Los
Angeles, donde sirvió en distintos períodos, Bratton puso en práctica
parcialmente estas ideas. Sin embargo, desde la izquierda responden que
la tendencia declinante se da en todo tipo de ciudades, gobernadas por
toda clase de administraciones, en las que no sirve Bratton ni nadie que
se le parezca.
La perspectiva de Bratton calza con el desarrollo de servicios
sociales a nivel comunitario en todo Estados Unidos en el último par de
décadas. Se trata de esfuerzos vecinales y comunitarios con el propósito
de incorporar a los jóvenes a actividades locales después de la
escuela, el horario en que son más vulnerables al llamado de la pandilla
o al mataperreo. Esos servicios incluyen, por ejemplo, tareas
benéficas, deportes o paseos culturales, para no hablar de rutinas más
elementales relacionadas con el cuidado estético de las comunidades.
También en ese sentido se entiende la tesis de la “ventana rota”.
Otra razón que varios criminólogos connotados apuntan para explicar
la caída del crimen se refiere a la población carcelaria. Ella pasó de
241.000 personas a 1,6 millones entre 1975 y 2010. A partir de 1993, con
la famosa regla de los “three strikes”, que endurecía severamente las
penas para cualquiera que hubiera cometido tres delitos consecutivos en
estados como California, Pensilvania y Florida, las cárceles vieron
aumentar el número de presos (la regla hizo metástasis luego). Bruce
Western, sociólogo que ha estudiado este fenómeno comparativo, piensa
que, si bien es cierto que el aumento del número de presos puede haber
incidido, por haber sacado de las calles a delincuentes que hubieran
acabado cometiendo asesinatos tarde o temprano, podría argumentarse que
el ambiente carcelario refuerza la criminalidad, dado el alto número de
reincidentes. A lo cual quizá habría que añadir que un alto número de
inmigrantes ha abultado la población carcelaria federal en las últimas
dos décadas: inmigrantes que no eran criminales ni propensos al delito,
salvo en el hecho de haber violado leyes migratorias.
La tecnología también forma parte del conjunto de explicaciones
criminológicas para el declive homicida. James Alan, de Northeastern
University, uno de los analistas más respetados en esto, sostiene que el
uso de bases de datos sofisticadas y de análisis por computadora
permite localizar con mucha más facilidad que antes los lugares donde se
concentra el crimen (los llamados “hot spots”) e identificar patrones y
secuencias sospechosas. A ello se añade el uso de instrumentos para
analizar el ADN y toda clase de pruebas forenses con que no se contaba
anteriormente. Otros criminólogos creen que estos elementos permiten
explicar sólo una parte de la tendencia declinante. David Weisburg
piensa que sólo un 15 por ciento del fenómeno tiene esa causa.
El aumento de las comunicaciones producto de la revolución
informática ha sido esgrimido por algunos participantes en este debate,
incluyendo senadores conservadores. La idea es que la proliferación del
uso de teléfonos celulares y de otros hilos de conexión entre personas
ha aumentado los riesgos para los potenciales homicidas. La vigilancia
es mayor, la ubicación es más fácil y la información circula con mucha
más rapidez. También son mucho mayores las pistas que el criminal deja
en manos de sus perseguidores, algo que operaría no sólo como soporte de
la comunidad y de la policía, sino como elemento disuasorio. Algunos
partidarios de esta tesis, como Eric Baumer, han escrito acerca de la
aldea global como un mecanismo de control social. En ese sentido, el
ensanchamiento del horizonte de las personas gracias a la multiplicación
de los contactos e intercambios ha intensificado la idea de comunidad,
aunque parezca un contrasentido, al menos de esta forma: así como es más
difícil desarrollar conductas antisociales cuando uno se siente parte
de una comunidad, es más difícil el aislamiento mental que supone una
personalidad criminal si los medios de comunicación y las redes sociales
ofrecen a más y más individuos un cierto sentido de pertenencia social.
Con menos imaginación pero más datos estadísticos, hay quienes
sencillamente hablan de la demografía como el factor determinante: la
generación de la posguerra, conocida como los “baby-boomers”, influyó
mucho en el aumento del crimen a partir de los años 60 y durante todos
los 70, y empezó a provocar el efecto inverso cuando cruzó el umbral de
los 50 años. Justo entre 1965 y 2009, cuando los “baby-boomers” pasaron
de ser jóvenes a convertirse en mayores que bordeaban la tercera edad,
se produjo la reducción dramática del índice de crímenes. En 1965, el
homicidio era una de las 15 principales causas de las muertes
registradas en el país; en 2009 salió de los primeros 15 lugares.
Pero si esto es cierto, ¿cómo explicarse el hecho de que entre 1907 y
1917 la tasa de homicidios fuera de seis por cada 100.000 habitantes, y
entre 1930 y 1947 ella cayera a 5,4? No hay entre el primer cuarto de
siglo y el segundo nada semejante en términos demográficos a lo ocurrido
entre los años 60 y la década del 2000. Inversamente, no hay entre 1917
y 1930, época en que aumentó el crimen, una explosión demográfica como
la que a partir de la posguerra, con los “baby-boomers”, habría
inyectado un alto número de criminales en la población sólo por el hecho
de que subió el número de personas con una edad más relacionada con el
mundo del delito.
Nadie parece tener en esto la piedra filosofal. Quienes tratan de
encontrar respuestas que combinan muchos de los factores mencionados
parecen los más creíbles y solventes. Todas las tesis tienen suficientes
argumentos en contra como para resultar definitivas por sí solas. Sin
embargo, la combinación de estos elementos dispersos ofrece un bloque
analítico frente al cual no se ha producido todavía ninguna
argumentación académica o estadística que parezca superior.
Es algo a tener en cuenta por parte de los tantos países
latinoamericanos que padecen hoy olas de criminalidad ante las cuales
están perplejos y parecen dar manotazos de ahogado.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario