10 mayo, 2013

Los rojos en procesión

VICENTE ECHERRI: Los rojos en procesión

BARCELONA — El feriado del 1 de mayo me sorprende en esta ciudad, que ha sido nido de anarcosindicalistas por generaciones. Por la puerta del balcón abierta hacia la pintoresca Rambla del Raval, me llegan, intermitentemente, las trasnochadas consignas socialistas. No hay una sola manifestación, sino varias: grupos más bien modestos, de dos o tres centenares de manifestantes, que pasan enarbolando sus banderas y sus pancartas. Uno de los desfiles lleva un redoblante que percute al ritmo del vocerío formal. La policía se muestra despreocupada, no parece que vayan a producirse actos de violencia, aunque el clima laboral de España –con un altísimo índice de desempleo que amenaza con acentuarse en los próximos meses– sea de suyo explosivo.


En Cataluña, la militancia de izquierda tiene también un acento nacionalista –aunque Artur Mas, el presidente de la Generalitat que propugna el plebiscito secesionista sea más bien un hombre de derechas. Pero eso de oponerse a las instituciones del Estado va al tuétano de la militancia de izquierda, es como el color rojo, como las camisetas con la foto del Che. Se trata de una pasión que ya tiene solera.
La izquierda militante es como una masonería vocinglera. Cultiva el desaliño y, en los últimos tiempos, los tatuajes. Aspiran a la destrucción del orden establecido, pero ya no se esfuerzan en llevar esa aspiración a la práctica, como pudieron hacer en otro tiempo, cuando fabricaban bombas y hacían atentados. Esas violencias se quedan ahora para los desastrados musulmanes. A los izquierdistas occidentales sólo parece quedarles el énfasis verbal y las ceremonias. Por definición son agitadores de café. En el caso más extremo se dedican al terrorismo cibernético, son hackers.
Dicen a gritos –tal es su leitmotiv– que el capitalismo está en una crisis terminal, que no es viable, que ya no da más… como si el capitalismo fuese un simple sistema económico sacado de un manual y no, como ciertamente es, la única manera real de relacionarse económicamente los seres humanos. Admitamos que el credo de la autonomía del mercado puede estar en duda y que el neoliberalismo económico no resultó la panacea que algunos afirmaron y defendieron hace dos décadas. El que la gestión económica precise de algunas regulaciones o de algún arbitraje no desacredita al capitalismo –que es esencialmente acumulación e intercambio– como fundamento de la civilización. Lo que nunca ha sido viable ni ha dejado de estar en crisis es el socialismo en todas sus variantes, porque no responde a la naturaleza codiciosa de los seres humanos que ha sido, por milenios, el motor de la civilización.
El socialismo es una idea religiosa e ingenua. Religiosa, porque sólo puede aplicarse realmente en una comunidad de monjes sujetos a voto de pobreza; ingenua, porque cree que el altruismo puede y debe regir las relaciones sociales. Es una propuesta conmovedora y patética, fuera del alcance de los hombres y mujeres de carne y hueso. Esa condición antinatural obliga a que su aplicación no pueda dejar de estar acompañada por una gestión represiva que produce –naturalmente también– una oligarquía ideológica que recurre, con mayor o menor grado de violencia, al patíbulo y a la cárcel para consolidar su ideario y perpetuar en el poder a los supremos hermeneutas de la doctrina que, sin excepciones conocidas, no son más que unos canallas untuosos. Las sociedades donde esta receta ha intentado aplicarse terminan en la tristeza y en la ruina.
Desde luego, las reivindicaciones por que lucharon los obreros fabriles de los siglos XIX y XX, tales como la jornada de ocho horas, el descanso retribuido, el derecho a la huelga y la protección de la salud, son logros meritorios que equilibran la sociedad donde el capitalismo en alianza con la democracia ha llegado a producir los estadios más avanzados de humana convivencia. Que esto lo conmemore y celebre el movimiento obrero organizado, no es objetable; pero los gritos rufianescos y las modernas carmañolas que arremeten contra el único sistema real no son más que pura agitación; a veces peligrosa, siempre lamentable.

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