Muy lento y muy tarde. Así ha
sido el deslinde del candidato Enrique Peña Nieto y del PRI del ex
gobernador de Tamaulipas Tomás Yarrington, a quien se le acumulan
acusaciones en un tribunal federal en Texas por su presunta relación con
el narcotráfico. La amenaza contra Yarrington, su entorno y el de la
campaña presidencial, estaba planteada desde finales de enero, cuando la
PGR reveló que había expedientes abiertos contra él y otros dos ex
mandatarios tamaulipecos, Manuel Cavazos y Eugenio Hernández. El PRI
respondió mecánicamente que la política se estaba judicializando.
En privado, el secretario de Organización Electoral del PRI Miguel Ángel
Osorio Chong, hombre de Peña Nieto en el partido, les exigió que
dijeran qué otras sorpresas podrían salir. Cavazos dijo que no había
nada que lo involucrara con la delincuencia organizada. Hernández dijo
que por un error de su esposa habían comprado una propiedad de 5
millones de pesos con su tarjeta de crédito, lo que despertó el interés
en la Unidad de Inteligencia Financiera de la Secretaría de Hacienda,
pero que lo había solucionado al pagar los intereses. Yarrington no dijo
nada y se fue de México.
Peña Nieto fue a Tamaulipas a levantarle la mano a Cavazos como
candidato al Senado, y aunque Hernández no fue nominado a ningún cargo
de elección popular, tampoco fue repudiado. Con Yarrington fue
diferente. Desde que no aclaró sus posibles culpas, el PRI lo hizo a un
lado y Peña Nieto se deslindó. Pero lo hicieron medrosamente y
subordinado a la retórica de que el Gobierno de Felipe Calderón quería
utilizar a la PGR como arma política en la campaña. En el extremo de la
cultura primitiva en el PRI, cuando el caso de Yarrington explotó en
febrero en Texas, llegaron a sugerir que el gobierno de Estados Unidos
estaba interviniendo en las elecciones presidenciales en México.
Ni Peña Nieto ni el PRI leyeron las señales correctamente. A principio
de febrero, la DEA detuvo en Texas a Antonio Peña, tras una larga
investigación criminal y fiscal, donde lo identificaron como el
intermediario entre el jefe del Cártel del Golfo, Jorge Eduardo
Costilla, "El Coss", y el ex líder, Osiel Cárdenas –testigo protegido de
la DEA que vive de prisión en prisión en Estados Unidos- con
Yarrington. Los acusan también de haber planeado y ejecutado el
asesinato del candidato a gobernador Rodolfo Torre Cantú, que confirmó
la hipótesis planteada por el presidente Calderón a quien lo sustituyó,
su hermano y actual gobernador, Egidio Torre Cantú, que priistas
tamaulipecos estaban involucrados en el homicidio.
El PRI y el equipo de Peña Nieto leyeron nuevamente mal esa imputación, y
volvieron a racionalizar el mensaje como parte de la judicialización de
la política, pese a los antecedentes públicos en México del pasado
oscuro de Peña y su relación con Yarrington. Hace unos días se dieron
cuenta que estaban equivocados. La fiscalía en Texas acusó por "conducta
criminal" a Yarrington, y a su presunto testaferro y lavador de dinero,
Fernando Cano Martínez, quien según la DEA, pagó sobornos con dinero de
los cárteles tamaulipecos a funcionarios en ese estado cuando menos
desde 1998, cuando el gobernador era Cavazos, y Yarrington era su
secretario de Finanzas.
Yarrington era un lastre para el PRI mucho antes que la PGR filtrara la
investigación en contra de los ex gobernadores y se le empezara a
perseguir en Estados Unidos, por los indicios que tenía en el propio
partido sobre sus presuntos lazos con el narcotráfico desde su campaña
para gobernador –Hernández fue el jefe del comité de financiamiento- y
que, en esa vieja cultura priista de la complicidad por pasividad,
dejaron pasar en silencio. Mal diagnóstico, mal análisis en su mapa de
riesgo y mala reacción, tienen colocado a Peña Nieto y al PRI en una
situación comprometedora. La gangrena que les contagió Yarrington sigue
corriendo por el organismo de la campaña presidencial y por no haberla
cortado a tiempo, los está contaminando. El caso en Texas va a crecer.
Las imputaciones a políticos mexicanos, apenas comenzaron.
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