23 mayo, 2012

Por qué China no va a dominar

Por qué China no va a dominar

ChinaPor Robert Skidelsky
LONDRES. - ¿Está China lista para convertirse en la próxima superpotencia del mundo? Esta es una interrogante que se formula cada vez con más frecuencia conforme el crecimiento económico de China sigue aumentando a más del 8% anual, mientras que el mundo desarrollado continúa sumergido en una recesión o al borde de una recesión. China ya es la segunda economía más importante del mundo, y será la más grande en 2017. Y su gasto militar crece más rápido que su PBI.  


La pregunta es bastante razonable si no le damos un giro estadounidense. Para una mente estadounidense, sólo puede haber una superpotencia, de manera que el ascenso de China automáticamente será a expensas de Estados Unidos. En rigor de verdad, para muchos en Estados Unidos, China representa un desafío existencial. Esto es excesivamente desmesurado. De hecho, la existencia de una única superpotencia es sumamente anormal, y el concepto sólo surgió luego del colapso inesperado de la Unión Soviética en 1991. La situación normal es la de coexistencia, a veces pacífica, a veces beligerante, entre varias grandes potencias. Por ejemplo, Gran Bretaña, cuyo lugar muchas veces se dice que fue ocupado por Estados Unidos, nunca fue una “superpotencia” en el sentido estadounidense del término. A pesar de su imperio expandido y de su supremacía naval, la Gran Bretaña del siglo XIX nunca podría haber ganado una guerra contra Francia, Alemania o Rusia sin aliados. Gran Bretaña era, más bien, una potencia mundial -uno de muchos imperios históricos que se diferenciaban de potencias más pequeñas por el alcance geográfico de su influencia y sus intereses.

La cuestión pertinente, entonces, no es si China reemplazará a Estados Unidos, sino si comenzará a adquirir algunos de los atributos de una potencia mundial, particularmente una sensación de responsabilidad por el orden global. Aún planteada de esta manera más modesta, la pregunta no admite una respuesta clara. El primer problema es la economía de China, tan dinámica en la superficie, pero tan desvencijada por debajo. El analista Chi Lo lúcidamente presenta un panorama de éxito macro de la mano de un fracaso micro. El gigantesco estímulo de 4 billones de renminbi (586.000 millones de dólares) en noviembre de 2008, principalmente inyectados en empresas estatales deficitarias a través de préstamos bancarios directos, sustentó el crecimiento de China frente a la recesión global. Pero el precio fue una mala asignación, cada vez más grave, del capital que resultó en carteras cada vez mayores de préstamos morosos, mientras que los excesivos ahorros de los hogares chinos inflaron burbujas inmobiliarias. Es más, Chi sostiene que la crisis de 2008 sacudió el modelo de crecimiento de China liderado por las exportaciones, debido a una deficiencia prolongada de la demanda en los países avanzados.
China hoy necesita urgentemente reequilibrar su economía. Para ello debe hacer un giro de la inversión pública y las exportaciones hacia un consumo público y privado. En el corto plazo, parte de sus ahorros tienen que ser invertidos en activos reales en el exterior, y no sólo estar anclados a bonos del Tesoro de Estados Unidos. Pero, en el más largo plazo, debe reducirse la excesiva tendencia de los hogares chinos al ahorro mediante el desarrollo de una red de seguridad social e instrumentos de crédito para el consumo.
Es más, para ser una potencia económica mundial, China precisa una moneda en la que los extranjeros quieran invertir. Eso implica introducir una convertibilidad plena y crear un sistema financiero profundo y líquido, un mercado accionario para recaudar capital y una tasa de interés de mercado para los préstamos. Y, aunque China habló de “internacionalizar” el renminbi, es poco lo que hizo hasta ahora. “Mientras tanto”, escribe Chi, “el dólar sigue respaldado por las fuertes relaciones políticas de Estados Unidos con la mayoría de los países más grandes del mundo que tienen reservas extranjeras”. Japón, Corea del Sur, Arabia Saudita, Kuwait, Qatar y los Emiratos Árabes Unidos se protegen bajo el paraguas militar de Estados Unidos. El segundo problema tiene que ver con los valores políticos. El futuro “ascenso” de China dependerá de desmantelar íconos clásicos de la política comunista como la propiedad de activos públicos, el control de la población y la represión financiera. El interrogante sigue siendo hasta dónde se permitirá que lleguen estas reformas antes de que pongan en jaque al monopolio político del Partido Comunista, garantizado por la constitución de 1978.
Dos valores culturales importantes apuntalan el sistema político de China. El primero es el carácter jerárquico y familiar del pensamiento político chino. Los filósofos chinos reconocen el valor de la espontaneidad, pero dentro de un mundo estrictamente ordenado en el que la gente conoce su lugar. Como sostienen las Analectas de Confucio: “Dejen que el gobernante sea un gobernante, el súbdito un súbdito, el padre un padre y el hijo un hijo”. Por otra parte, poco se cree en la santidad de la vida humana: el budismo sostiene que no existe ninguna diferencia entre los seres humanos y los animales y las plantas. En 2004 se incluyó en la constitución china una promesa de proteger los derechos humanos; pero, como ilustra el caso reciente del disidente ciego Chen Guangcheng, se trata básicamente de una ley en desuso. De la misma manera, la propiedad privada se ubica por debajo de la propiedad colectiva.

Luego está la doctrina confuciana del “mandato del cielo”, según el cual se legitima el régimen político. Hoy, el mandato del marxismo ha ocupado su lugar, pero ninguno de los dos tiene lugar para un mandato del pueblo. La ambivalencia sobre el origen del gobierno legítimo no es sólo un obstáculo importante para la democratización, sino también una causa potencial de inestabilidad política. Estos legados históricos condicionan hasta dónde China podrá compartir un liderazgo global, que requiere cierto grado de compatibilidad entre los valores chinos y occidentales. Occidente sostiene que sus valores son universales, y Estados Unidos y Europa no cesarán en su esfuerzo por imponerle esos valores a China. Es difícil imaginar que este proceso pueda revertirse, y que China comience a exportar sus propios valores.
China tiene una opción: puede aceptar los valores occidentales o puede intentar forjar una esfera en el este de Asia para quedar aislada de esos valores. Esta segunda opción provocaría un conflicto no sólo con Estados Unidos, sino también con otras potencias asiáticas, particularmente Japón e India. El mejor futuro posible de China, por ende, quizá resida en aceptar las normas occidentales y a la vez intentar sazonarlas con “características chinas”. Ahora bien, ninguna de las dos opciones es un escenario en el que China “reemplaza” a Estados Unidos. En mi opinión, eso tampoco es lo que quiere China. Su objetivo es el respeto, no el predominio.

Robert Skidelsky es miembro de la Cámara de los Lores británica, es profesor emérito de Economía Política en la Universidad de Warwick.

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