Pandillas reinan en barrios de Caracas
A''El Menor'' no le importa matar o consumir drogas todo el día, o dejar hijos. Sabe que los días que le restan de vida están contados, y va descontando cada minuto que respira.
Este escuálido pandillero de 33 años, que inhala cocaína cada 10 minutos, forma parte de una pequeña pandilla de cuatro miembros, una de las tantas que operan entre las estrechas callejuelas peatonales del barrio Las Mayas, que serpentea por una de las lomas de las afueras de la ciudad, donde habitan miles de caraqueños pobres.
Allí, junto con ''Yohan'', el líder de la banda, y otros dos más, que no quieren dar sus apodos de calle para permanecer anónimos, tienen una pequeña casa fabricada con planchas de madera prensada, con un pequeño catre en un extremo, que durante el día les sirve para descansar intermitentemente mientras los que permanecen despiertos venden cocaína cristalizada y pequeñas bolsas de cocaína que ellos mismos parten y envuelven en pedazos de plástico.
El pequeño grupo domina una zona de unas seis cuadras a la redonda. Cuadras imaginarias, ya que la zona está en medio del cerro y las casas están separadas por senderos que se llenan de gente de todas las edades todo el día, que suben y bajan las laderas hasta sus humildes hogares.
Con pistolas y escopetas recortadas en la mano, los cuatro caminan a cualquier hora por entre las escaleras de cemento, o por el suelo terroso, en busca de los traficantes de drogas para conseguir la mercancía que ellos a su vez venderán a sus vecinos.
Estas excursiones a veces los llevan a los límites de sus dominios, por lo que pueden morir en manos de bandas rivales, y por eso realizan tácticas de guerrilla y cuidan de no disparar contra los niños y otras personas que llenan los estrechos pasadizos.
Tras eludir a sus enemigos los cuatro retornan a su casa, que aunque endeble sirve para lo que la necesitan; uno duerme y otro divide la droga, mientras El Menor coge una buena parte de la cocaína, sin objeciones del resto, para su consumo.
Entre los vericuetos del vecindario los cuatro van señalando los lugares casi en cada esquina, en cada palmo de terreno, donde han muerto un enemigo o un aliado, y las perforaciones en las paredes de las pequeñas casas sirven como testigo y prueba de parte.
El Menor, aunque no es el jefe, es el que llama más la atención, por su errático comportamiento impulsado por el consumo interminable de drogas.
''Una mente desocupada es el taller del diablo'', dice, luego de aspirar una buena porción de cocaína que ha colocado en el costado del cañón de la pistola automática que empuña.
Su rostro se torna rígido y su débil cuerpo se tensa más, sus ojos enfocan a un punto lejano más allá de la realidad, y dice ''hay que vivir el día a día''. Aspira ahora el humo del crack, luego de lo cual su paranoia se acrecienta y toma una escopeta recortada y escudriña en busca de enemigos imaginarios, mientras mira al exterior por entre las ranuras de las maderas que hacen de paredes.
Yohan, con una sonrisa tímida, sólo se limita a decir que su amigo no ha comido ni dormido en cuatro días, mientras alega que la droga se ha convertido en el soporte vital del grupo.
''Así subsistimos, vendiendo'', susurra, mientras va separando una a una las pequeñas dosis de crack sobre la cama, que venden a unos 75 centavos de dólar (5,000 bolívares), mientras que por algo más de dos gramos de cocaína piden un poco más de $1.50 (10,000 bolívares).
''Estando así trabajamos, y el barrio nos ayuda. Aquí no molestamos a nadie'', dice El Menor, al explicar el sistema que han implantado en su zona, una especie de trueque por el cual ellos venden su droga y se disparan con sus rivales, y a cambio ayudan en la construcción de casas, arreglos eléctricos, e incluso sirven como cuerpo de seguridad de los vecinos debido a que la policía real no ingresa a la zona ``a menos de que haya un muerto''.
Apenas se toma tiempo para contar que es padre de al menos tres hijos ''y no sé de cuantos otros más'', pero vive solo, y su familia son sus tres compañeros de drogas y enfrentamientos.
Un desfile de mujeres, desde quinceañeras hasta mujeres maduras, pasa por el lugar a lo largo del día, unas para mantener relaciones sexuales con ellos o con sus amigos, otras para alimentarlos, y otras, sus ''novias legales'', a las que dicen respetar.
''Era cristiano y también iba al colegio, pero cuando dejé de estudiar todo se me volteó y allí me agarró la calle'', se lamenta El Menor a medias, pero es consciente de que el tiempo se le acaba, y repite: ``una mente desocupada es taller del diablo''.
Como ellos, decenas de grupos de pandilleros, pueden contar historias como éstas, o peores, en las lomas de Caracas, bajo las cuales se ven los enormes edificios que llenan lujosas zonas, o los mercados comerciales, mientras el presidente Hugo Chávez debate sobre política internacional, y su oposición debate sobre si conviene o no tener un estado socialista.
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