Alvaro Vargas Llosa
WASHINGTON -- La Reserva Federal (banco central) de los EE.UU. anunció recientemente nuevas medidas para revertir la hecatombe financiera actual. Ellas incluyen una ayuda para que el J.P. Morgan Chase adquiera Bear Stearns Co., una rebaja de la tasa de redescuento y préstamos de corto plazo a unos veinte bancos de inversión. Pocos días antes, el gobierno anunció que inyectaría 200 mil millones de dólares al sistema financiero. Son los esfuerzos más recientes del gobierno por resolver un problema creado en gran medida por el propio gobierno. Esta película la hemos visto muchas veces.
Al pincharse la burbuja de las empresas punto.com y las compañías de telecomunicaciones a fines de los años 90, la Reserva Federal infló la moneda mediante operaciones de mercado abierto, como se las llama. Para junio de 2003, la política de dinero fácil se reflejó en la caída de la tasa de interés principal al 1 por ciento. Esta política monetaria laxa se sostuvo, con variantes, durante casi cinco años. El resultado fue una economía ficticia en la que millones de personas se endeudaron y consumieron en exceso. La conversión de los préstamos hipotecarios en títulos sofisticados que se negociaron a escala internacional dio dimensión global a esa ficción.
Los inversores codiciosos y los consumidores derrochadores no son sino un síntoma del verdadero problema, que es la política monetaria. La historia relacionada con los ciclos de auge y depresión desde la creación de la Reserva Federal en 1913 ha sido la siempre la misma: una incremento deliberado de la oferta de dinero, una mala asignación de recursos por los perversos incentivos de la inflación y finalmente la explosión de la burbuja. Es la consecuencia de la existencia de la Reserva Federal, un sistema que confiere a una elite de elegidos el monopolio de la creación de dinero y la facultad de decidir qué cantidad de dinero es la apropiada para una economía en la que millones de personas toman decisiones que esa elite no puede anticipar.
La Reserva Federal se creó en respuesta a las periódicas corridas bancarias de fines del siglo 19 y comienzos del 20. Algunos de los más grandes economistas han explicado que parte de esa inestabilidad fue causada no porque los bancos privados tuvieron derecho a emitir dinero hasta comienzos del siglo 20 sino porque el gobierno mantuvo una política que premiaba el comportamiento irresponsable rescatando instituciones financieras cada vez que estaban al borde del colapso. En cualquier caso, como escribió Milton Friedman, la inestabilidad de los años previos a la creación de la Reserva Federal no fue nada comparada con los ciclos de auge y depresión causados por las autoridades monetarias después de 1913.
El Premio Nobel Friedrich Hayek, cuyas ideas liberales triunfaron con el colapso de la Unión Soviética, denunció con frecuencia la conexión entre los bancos centrales y los ciclos de auge y depresión. En una entrevista realizada en 1977 y publicada por la revista Reason en 1992, sostuvo: "Si no fuese por la interferencia gubernamental con el sistema monetario, no tendríamos fluctuaciones industriales y ningún periodo de depresión . ... El error es la creación de un semimonopolio en el que el dinero primario es controlado por el Estado. Dado que todos los bancos crean dinero secundario, que es redimible en dinero primario, usted tiene un sistema que nadie puede controlar".
En muchos países, el dinero solía ser una actividad privada (pienso, por ejemplo, en la Casa de Rotschild). El hecho de que el dinero fuera emitido por instituciones privadas en parte explica la extraordinaria prosperidad de la que gozó la Argentina en el siglo 19.
En un sistema de banca libre, las instituciones que no preservan el valor de la monedad sencillamente colapsan ... y su colapso no arruina a toda la economía. Bajo un Estado de Derecho que castiga el fraude y la falsificación, el riesgo de quiebra sin salvatajes es suficiente para garantizar un sistema más estable. Y en un sistema así sería más difícil para el Estado gastar tanto dinero como el que gasta el Estado norteamericano en la actualidad -- un factor fundamental en la devaluación del dólar -- porque no podría crearlo, sólo cobrar impuestos y endeudarse.
Defender la abolición de la Reserva Federal, institución que la gente da por sentada, parece muy radical. La mayoría de la gente cree que las crisis financieras son resultado de la falta, y no del exceso, de reglamentación gubernamental. Por tanto, la reacción instintiva, como lo muestran tantos editoriales y declaraciones de campaña electoral en estos días, consiste en aullar exigiendo la intervención gubernamental, motivo por el cual los rescates bancarios y la inyección de dinero adicional son la política -- sacrosanta -- del gobierno.
Es hora de pensar con más audacia. Si la abolición de la Reserva Federal es políticamente inconcebible por ahora, existen medidas menos dramáticas que pueden emprenderse en el camino hacia la solución definitiva. La más obvia es simplemente dejar de utilizar a la Reserva Federal para inflar la moneda.
Si una crisis en la que millones de personas han sido ya gravemente perjudicadas y las pérdidas financieras ascienden como mínimo en 400 mil millones de dólares no basta para lograr que las mentes dirigentes piensen con audacia, nada bastará.
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