Bachelet insta a Chávez a dar pruebas sobre jefe de policía
La presidenta Michelle Bachelet se pronunció ayer sobre la protesta a Venezuela por las declaraciones del presidente Hugo Chávez en las que descalificó al jefe de la policía civil chilena.
Indicó que si el mandatario venezolano tiene antecedentes concretos contra la autoridad policial, debía enviarlos por la vía formal.
Por su parte, el canciller Alejandro Foxley dijo que Chile no quiere agudizar el conflicto y que lo mejor sería concluirlo. ``Nosotros no queremos escalar esto a un problema de envergadura, porque ya hemos dicho lo que pensamos sobre esta materia, y creo que lo mejor sería dar por cerrado este capítulo''.
Caracas mantuvo ayer reserva sobre la nota de protesta. Al respecto el canciller Nicolás Maduro sólo comentó que ``estamos evaluando [el reclamo]''.
Bachelet señaló que el ministro subrogante del Interior, Felipe Harboe, respaldó al director de la Policía de Investigaciones, Arturo Herrera, y que su gobierno ''ha apoyado con mucha fuerza'' al jefe policial porque no tiene antecedentes que ameriten las acusaciones en su contra.
''Nos ha parecido que lo que corresponde, si en otro país hay alguna información pertinente que debe ser conocida por el gobierno de Chile, [que] cualquier elemento de esta naturaleza debe hacerse por las vías formales que correspondan'', afirmó Bachelet.
Agregó que ``es por eso que el gobierno ha optado por la vía formal, escrita, de expresar su sorpresa, su preocupación por esas declaraciones y solicitar que de haber información sea entregada porque esa es la manera como queremos relacionarnos con todos los países, de una manera formal''.
Chávez acusó el jueves a Herrera, presidente interino de Interpol, al cuestionar un informe de ese organismo internacional que certificó que Colombia no manipuló la información contenida en tres computadoras que dicen haber encontrado en un campamento de las guerrilleras Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
En su rechazo a la conclusión de Interpol, Chávez criticó a Herrera y dijo que habría ordenado modificar un informe policial que inculpó al general retirado chileno Ricardo Trincado en la exhumación ilegal de los cadáveres de 26 ejecutados políticos entre 1975 y 1976.
¿Qué es el exilio cubano?
ENRIQUE FERNANDEZ
The Miami Herald
Templad mi lira. Lleno de emoción, el poeta, en una versión neoclásica de una prueba de sonido, pide que le afinen la lira para poderle dar rienda suelta a la inspiración suscitada por el torrente que acaba de ver: las cataratas del Niágara.
Yo había leído la Oda al Niágara (1823), de José María Heredia, en la escuela, porque él fue uno de los grandes poetas nacionales de Cuba. Y 30 años después, lo leí de nuevo donde menos esperaba, aunque sí debí haberlo esperado. En una placa conmemorativa en las propias cataratas.
Sentí un rubor de cubanía. Y el del exilio.
Heredia fue exiliado, uno de muchos en la historia de mi país nativo. Exiliados en Estados Unidos, Heredia y yo. Vinculados por nuestra cubanía y nuestra extranjería en Norteamérica, conectados por un largo hilo que pasa a través de José Martí, aquel exiliado que, en este país, escribió poesía, como lo hizo Heredia antes que él, y periodismo, como habría de hacerlo yo.
Encontrar la Oda en la orilla del Niágara sembró la semilla de preguntas que me han acosado durante otros 30 años. ¿Qué es el exilio? ¿Qué es la identidad cubana? ¿Por qué esas condiciones pesan tanto sobre mi conciencia y las de otros como yo? ¿Por qué sólo encuentran verdadera expresión en la poesía y en el arte?
Templad mi lira.
"Somos los últimos mohicanos'', dice el arquitecto miamense Raúl Rodríguez de su generación, conformada, según indica, por los "hijos de la revolución''.
Y son por cierto los últimos clásicos exiliados cubanos. Desplazados de Cuba por la revolución castrista, sus padres esperaban regresar, ya sin Fidel Castro, en unos meses. El próximo día de Año Nuevo se cumplirá medio siglo.
Y aún así, con la mayoría de sus padres ya difuntos, esos niños se autodefinen en términos de exiliados. Rodríguez tiene ahora 60 años y fue el sujeto de un libro publicado en 1993 sobre los cubanoamericanos, El Exiliado.
Todos los días laborales, a la hora de almorzar, se reúne con un grupo de amigos cubanoamericanos, todos profesionales de su edad más o menos, en un acogedor restaurante de Coral Gables. En este día de abril está animado con un discurso que Eusebio Leal, el historiador de La Habana, pronunció hoy ante la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC).
Rodríguez conoce a Leal porque ha viajado a La Habana varias veces para estudiar la bellísima arquitectura de la ciudad. Algunos de sus compañeros de almuerzo consideran esos viajes ayuda al enemigo y a Leal un descarado sin ética. De todas formas, a Rodríguez le decepciona saber que la mayoría no ha leído el discurso que les envió por correo electrónico.
Leal, un prominente funcionario cubano, dice que es hora de un cambio de actitud hacia los negros, hacia los homosexuales, hacia los campesinos que labran la tierra.
En frases, por supuesto preaprobadas, si no dictadas, Leal habla del fin de una era que él y otros han sobrevivido y dice que es hora de un nuevo comienzo, tan importante como el de 1959, es decir, tan importante como la revolución.
Quizá lo más significativo para Rodríguez es que Leal afirma la identidad cubana de los que viven en otros países.
"No me avergüenzo de los que están fuera'', dice Leal... y nunca les quitaré el nombre de cubanos; ellos decidieron el camino a tomar, siempre que no se levanten en armas contra la patria que les vio nacer''.
Esa afirmación tan atrevida, de parte de un alto funcionario, no tiene precedentes. En el pasado, el régimen cubano negaba la cubanidad de los exiliados, llamándoles gusanos.
Y hay muchos exiliados que han dicho, y siguen diciendo, que son los cubanos de la isla los que, al aceptar el comunismo, han renunciado a su cubanía.
Para todas las partes en esa guerra de palabras lo que está en juego es algo muy especial, algo diferente a otras identidades nacionales. Yo le llamo excepcionalismo cubano. Y muchos le llaman, no injustificadamente, la arrogancia cubana.
Técnicamente, no soy exiliado. Mi familia emigró a Tampa en 1956. Menos de un año después del éxito de la rebelión contra Fulgencio Batista regresamos, visitamos a nuestros familiares, estudiamos la situación y regresamos a Estados Unidos.
Cuando Castro secuestró el poder y empezó a confiscar propiedades, a nosotros no nos quitó nada. Todo lo que teníamos, un Studebaker de 1953 y unos muebles comprados en la Sears Roebuck de La Habana lo trajimos con nosotros.
Moldeadas por una familia de socialdemócratas, sindicalistas y comunistas, mis ideas políticas me separaban de la mayoría de los cubanoamericanos. Pero también yo me siento como uno de los últimos mohicanos.
Pero "exiliados'' no es precisamente la palabra correcta.
"En el Siglo XIX se les llamaba ‘emigrados''', dice Guarioné Díaz, autor de The Cuban American Experience (La Experiencia Cubanoamericana).
Prefiero "destierro''. Significa exilio, pero literalmente es desarraigo del terruño natal. Es la palabra que el poeta mexicano Octavio Paz usó en 1996 al dirigirse a un grupo de poetas cubanoamericanos en Miami. Yo estoy desarraigado.
Pero muchos otros también. El planeta está lleno de gente que viven en algún lugar que no es su patria: 200 millones de personas. ¿Por qué han de sentirse especiales los cubanos?
En público somos cuidadosos y políticamente correctos cuando respondemos esa pregunta. Después de todo, somos los hispanos modelo.
"Cuba ha tenido un impacto desproporcionado a su tamaño como país o la cantidad de personas que viven en la isla'', dice Jaime Suchlicki, director del Instituto de Estudios Cubanos y Cubanoamericanos de la Universidad de Miami. "La palabra ‘significativo''' añade diplomáticamente, "es mejor que ‘excepcional'''.
En privado, nos asombra la cultura cubana: la gloria de su literatura, sus artes visuales, su bailes, su música. Y aunque la mayoría de los cubanoamericanos cree fervientemente que debió haber un cambio de régimen en la isla desde hace rato, más de uno se reía en privado cada vez que Fidel le halaba las barbas al Tío Sam. Fidel Castro fue, después de todo, el desvergonzado protagonista en el escenario mundial del excepcionalismo cubano.
Pero seguimos sintiendo, anhelando. Somos los hijos hendidos de una nación hendida.
La oficina de un cubanólogo profesional como Suchlicki está llena de arte, libros, periódicos, en los que la palabra más repetida es Cuba. Su instituto en la Universidad de Miami y las oficinas paralelas de otras orientaciones ideológicas de la Universidad Internacional de la Florida (FIU) y el Miami-Dade College (MDC), la "mesa redonda'' diaria de Rodríguez con profesionales y la librería y editorial Universal de la Calle Ocho son el sofisticado reverso de puntos folclóricos de exiliados como el Versailles o Cuba Nostalgia.
Es como si fuéramos babosas segregando una concha de cubanía para que nos rodee en el exilio, una concha que crece tanto que parece la propia Cuba.
"Vivimos aquí como en un país prestado'', expresó el difunto escritor cubano Reinaldo Bragado.
Pero Miami no es Cuba, ni lo será nunca. Su historia está cubierta de capas de modernismo. En La Habana, cuando era niño, desde el balcón de mi abuela veía, al otro lado de una calle de adoquines, una catedral del siglo XVIII construida en el estilo que asocio con la cultura cubana: un barroco decadente.
Cubanos de diversas inclinaciones políticas concuerdan en lo que es el exilio, o al menos en cuándo dejará de existir.
El tolerante Rodríguez dice: "La condición de exiliado no termina hasta que el gobierno de nuestro país nos descriminalice'', o sea, que deje a los cubanos en el exterior entrar y salir de la isla a voluntad.
El más conservador Suchlicki lo expresa de manera distinta, pero el significado es el mismo: ‘‘El ‘exilio' seguirá siendo un concepto siempre que en Cuba haya un régimen como el que hay ahora. Una vez que haya un cambio en Cuba, el concepto desaparecerá o se disipará''.
Y Marifeli Pérez-Stable, una académica liberal, dice que "el exilio no ha terminado, porque no importa cuántos cubanoamericanos vayan a la isla o cuántos envíen remesas a sus familiares, la relación entre Cuba y los que estamos fuera no se parece en nada a la de los mexicanos o mexicanoamericanos, a los dominicanos de la isla y de aquí, o los colombianos de allá y de aquí''.
Pérez-Stable se refiere a la libertad de ir y venir, el fin de las hostilidades en ambos lados del Estrecho de la Florida.
Pérez-Stable, profesora de Sociología de FIU, pertenece a un segmento de la generación de mohicanos que se radicalizó con el movimiento estudiantil de los años 60. Aceptando la Nueva Izquierda, esos jóvenes cubanoamericanos rompieron con las ideas políticas de sus padres y empezaron a ver a la Cuba de Castro bajo una luz dorada.
En Miami los acusaron de traidores, pero a medida que maduraron la mayoría reconoció los enormes defectos de un sistema que, en viajes organizados por el gobierno cubano, pudieron ver de cerca. Para la consternación del gobierno de La Habana, estos ex compañeros de viaje empezaron a criticar públicamente el régimen castrista.
Yo también me vi arrastrado por la ola de radicalismo estudiantil que culminó precisamente hace 40 años, pero el historial político de mi familia moderó mi fervor. Mi padre había coqueteado con el comunismo en su juventud radical, pero después de Stalin, ¿quién iba a enarbolar una bandera roja?
Unos amigos me invitaron a un viaje a la isla con la Brigada Antonio Maceo, pero me pareció una especie de manifestación de apoyo disfrazada. Una conversación con un conocido izquierdista bien conectado en la isla confirmó mi decisión de no ir. "El gobierno de Cuba no está interesado en financiar viajes nostálgicos'', me dijo.
Lo que yo quería era regodearme en la nostalgia.
El exilio es realista: hay cubanoamericanos que, habiendo participado en intentos armados de derrocar el gobierno de Castro, tienen buenas razones para creer que los encarcelarían o incluso los ejecutarían si regresaran. Pero también se trata de un estado mental. Un inmigrante se va de su país para buscar una vida mejor, pero un exiliado se siente obligado a irse, lo atormenta la nostalgia y anhela volver.
Luego de una vida entera en Estados Unidos, los cubanos de la última generación de lo que se ha dado en llamar el exilio dorado se ven ante una disyuntiva.
"Ni un solo día he dejado de sentirme cubano'', dice el productor musical Nat Chediak, que nació en la isla de padres libaneses y creció en La Habana. Pero él sabe que la Cuba a la que muchos exiliados quisieran regresar "es un lugar que ya no existe''.
En mis momentos más sombríos, albergo una fantasía. Me mudo a Cuba, no después de un cambio de régimen sino ahora. Me busco un apartamento sencillo en La Habana, cerca de la bahía. Y salgo a dar caminatas solitarias. No me pongo en contacto con nadie. Rechazo todo contacto humano, excepto el necesario para subsistir. Y finalmente estoy solo con mi verdadero amor: La Habana. Nos desmoronaremos mutuamente y moriremos.
"Me molesta el término ‘cubanoamericano''' dice Jorge Santis, curador del Museo de Fort Lauderdale, que presenta una exhibición de artistas cubanos de dentro y fuera de la isla, llamada ‘‘Unbroken Ties'' (‘‘Lazos intactos'').
"Soy un cubano que tengo el honor y el privilegio de vivir en Estados Unidos. Pero cuando uno es cubano, siempre es cubano'', dice.
Santis explica que la exhibición que ha montado "demuestra que el vínculo emocional entre los cubanos en Estados Unidos y en la isla es vibrante y poderoso: gravitamos unos hacia otros''.
Así cita las notas escritas por una de los artistas de la exhibición, Rocío Rodríguez, de Atlanta. Su obra, en la que "el cuerpo humano está en cierto estado de desintegración'', refleja ‘‘el sentido de la amputación emotiva del lugar natal''.
El cuerpo, en sus pinturas, "está partido a la mitad, en gran medida como el alma cuando uno no puede regresar a su tierra''.
Lo que intelectuales y académicos expresan en términos racionales, aunque con pasión, el arte lo muestra crudo. Desintegración. Desplazamiento. Amputación.
Es posible esperar alguna reintegración de esas almas amputadas por la historia política. Es posible enterarse de los acontecimientos en Cuba y saber que un cambio fundamental es tan inevitable como impredecible.
Pero los artistas implemente lo expresan como es. El exilio es dolor.
Colombia's paramilitaries
Free trade in thugs
Getting tougher with right-wing warlords
IN A surprise move on May 13th, President Álvaro Uribe announced the extradition to the United States of 14 of Colombia's most notorious paramilitary warlords on drug-trafficking charges. As well as sending a warning to other right-wing paramilitaries, the aim is to show Democrats in Washington that Mr Uribe means what he says about breaking with paramilitary groups who continue to murder trade unionists and other left-wingers.
Democratic congressional leaders and their trade-union allies have cited those murders as a reason for their refusal to approve a free-trade agreement with Colombia. Mr Uribe may also be hoping to boost his already soaring approval ratings to strengthen his hand in an eventual bid for an unprecedented third term as president. More than two terms in a row are currently banned by the constitution, so this would require approval by Congress.
Mr Uribe's move could backfire. Human-rights groups fear that it will rob the victims of the compensation that they are entitled to from their tormentors, and could also remove the evidence needed for a successful investigation into why Colombia's paramilitaries and their political accomplices have hitherto enjoyed impunity. More than 60 congressmen, most allies of Mr Uribe, are either already in prison or under investigation in Colombia for alleged links to paramilitaries. Last month, Mario Uribe, the president's cousin and close political ally, was arrested.
“The good news is that these paramilitary bosses could now face serious jail time,” said José Miguel Vivanco, Americas director of Human Rights Watch, a lobbying group. (In the United States, cocaine dealers can get 30 years or more.) “The bad news is they may no longer have any reason to collaborate with Colombian prosecutors investigating their atrocities...Just as local prosecutors were beginning to unravel the web of paramilitary ties to prominent politicians, the government has shipped the men with the most information out of the country,” he lamented.
In fact, the United States has agreed to allow Colombian prosecutors continued access to the extradited men. They have also apparently agreed to transfer to Colombia any seized assets or fines imposed on the warlords to compensate more than 100,000 victims who have come forward. Created in the 1980s by wealthy ranchers to protect themselves from attacks by the left-wing FARC guerrillas, the paramilitaries developed into armed gangs, accused of many thousands of killings as well as drug-trafficking and money-laundering.
Explaining his decision in a televised address on May 13th, Mr Uribe said the extradited men had violated the conditions of a 2003 pact with the government under which they agreed to surrender to the authorities in exchange for relatively light prison sentences—a maximum of eight years—and protection against extradition. In return, they had promised to confess to their crimes, cease all illegal activities and use their drug money to compensate the victims of their appalling crimes. But the 14 warlords had continued to run their criminal networks from prison and had failed to pay reparations, Mr Uribe said.
If the move was made with one eye on Washington, its timing appears to have been determined by a legal wrangle. Groups representing victims have been fighting to halt the extraditions. This appears to have prompted Mr Uribe's decision to send the paramilitaries to the United States. Colombia's Supreme Court had recently supported these groups, ruling that extraditions of paramilitary bosses should be carried out only after they had confessed to their crimes and paid reparations. But this was overturned by a judicial council last week. Within hours, the first paramilitary leader to be extradited, Carlos Mario Jiménez, alias “Macaco”, was on a plane bound for the United States, a journey made a week later by his 14 colleagues. More may follow.
South African riots
Nowhere left to go
Xenophobic violence rocks South Africa’s biggest city
SITTING beside a road in Alexandra—an overcrowded Johannesburg township on the edge of the city’s main business district—a 21-year-old Zimbabwean migrant, Talent Dube, is at a loss for words. Two years ago she fled hunger and unemployment in next-door Zimbabwe. Last week an armed mob chased her and two relatives from the small shack they shared in Alexandra. The attackers took everything: phones, television, clothes and their single mattress. She is now camping, along with 1,000 or so Zimbabweans, Mozambican and Malawaians, in the safety of the Alexandra police station. Many of the displaced have been in South Africa for years, but angry residents—themselves suffering pervasive unemployment, poverty and now rocketing food and fuel prices—accuse them of stealing jobs and houses, and of being criminals.
This round of horrific anti-foreigner violence started in Alexandra on May 11th. It has now spread to other townships around Johannesburg and into the city itself. Some 20,000 people have been displaced. In the worst incidents, east of the city, some victims were burnt alive, as locals watched and laughed. At least 22 people have been killed, and scores wounded or raped. Foreign-owned shacks and shops have been looted. Now violence is spreading as South Africans from smaller ethnic groups, such as Vendas and Shangaans, are attacked. Terrified victims are turning police stations into refugee camps. In an effort to contain the violence the police have fired rubber bullets at mobs waving machetes, guns and iron bars. Dozens have been arrested.
A string of leaders from the ruling African National Congress (ANC) waltzed through Alexandra last week; Thabo Mbeki, the president of the country, has condemned the violence. An official panel will look into what sparked the latest problems—conspiracy theories abound—and what to do about them. Xenophobic incidents are hardly new; but the scale of the anti-foreigner violence is unprecedented, and it is compounded by criminals after loot.
Broader questions need asking about South Africa's handling of immigration. The country’s mines and farms have long employed workers from Lesotho, Malawi and Zimbabwe; wars in the region long sent refugees across the border. But the end of apartheid saw a rapid increase in flows from poorer neighbours. The collapse of Zimbabwe has forced many, perhaps 2m or more, to flee south. As most migrants are illegal, numbers are hard to come by. But the South African Institute of Race Relations reckons that there could be as many as 5m foreigners in the country illegally. Many work on the fringes of the economy; some do commit crimes. South Africa benefits too, as many who are skilled and educated flock in. Many foreign teachers and doctors take lower-skilled jobs as gardeners or waiters. Others have started informal businesses. Their relative success has fuelled their neighbours’ ire.
The government’s approach was long to turn a blind eye to mass illegal migration, while a tiny minority of migrants are deported by police. At times the police are heavy-handed or corrupt. Reports of harassment and bribe-taking are common. None of this is eased by the fact that applying for legal migration is almost impossible. Despite a chronic shortage of local skilled workers, and thus a desperate need for foreign professionals, it is extremely hard for outsiders to find legal employment. The ministry of education decided last year to hire foreign teachers to plug in shortages of qualified teachers crippling public schools; but those already in the country struggle to navigate the red tape. South Africa can no longer afford to ignore the fact that, as in many other countries, foreigners will keep on coming.
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