26 mayo, 2008

Catástrofes y anticapitalismo

Por Alberto Illán Oviedo
Instituto Juan de Mariana

Las catástrofes naturales suponen tres enfoques diferentes para los medios de comunicación. El primero, esencialmente emocional, nos muestra la desgracia en sus términos más patéticos. Los heridos, los muertos, los desterrados y hambrientos desfilan delante de nosotros, en una especie de rutina inevitable. El segundo apela a nuestro bolsillo en forma de oleada de solidaridad supuestamente espontánea. ONG’s y organismos gubernamentales nos solicitan dinero para que, en teoría, los afectados sean menos desgraciados. Las cuentas corrientes, los mensajes SMS y otros medios de recaudar dinero se multiplican como hongos después de que la naturaleza muestre su lado menos amable. El tercer enfoque, quizá menos evidente, pero de efectos mucho más persistentes, es que las catástrofes se han convertido por sistema en una excusa aceptable y aceptada para atacar a Occidente y al sistema de libre mercado, a los que directa o indirectamente se culpa de la desgracia de los perjudicados.

Cuando el huracán Katrina asoló la norteamericana ciudad de Nueva Orleáns, los medios, además de mostrarnos las desgracias de sus habitantes, atacaron sin piedad a la administración de George W. Bush, no sin razón, y en general a la sociedad americana, pero sobre todo no dudaron en culpar al capitalismo de la situación sin tener en cuenta que la Agencia Federal para la Gestión de Emergencias, la encargada de "solucionar" el entuerto, fuera de naturaleza estatal o que los diques que terminaron rompiéndose fueran propiedad de la Administración. El caso de Nueva Orleáns fue un chollo para los medios de comunicación, un chollo siniestro si tenemos en cuenta que miles de personas perdieron vidas y propiedades para que los redactores y los jefes destilaran su veneno progresista.

La hipocresía se hace evidente cuando los afectados por las catástrofes tienen la "suerte" de vivir en un país de régimen liberticida. No importa si este es un régimen socialista o una dura dictadura militar desde hace seis décadas o un país, eterno aspirante a potencia económica mundial, que con un poco de maquillaje político y diplomático ha conseguido deslumbrar a miles de millones de incautos, pese a seguir siendo uno de los peores opresores del planeta. Myanmar (antes Birmania) y China, China y Myanmar se han visto afectadas por dos de las peores catástrofes de este año. Cientos de miles de personas han muerto y millones han perdido todo o casi todo, pero nadie ha puesto en duda la naturaleza de sus sistemas políticos o que sean responsables de gran parte las desgracias de los afectados durante y después de las desastres. Apenas algunas noticias despistadas, no vaya a ser que se arruinen las poltronas de unos o las olimpiadas de agosto de los otros.

El caso birmano puede que sea el más sangrante. Las autoridades, temerosas de que los efectos de una catástrofe puedan suponer la caída del régimen, no sólo han maquillado el número de muertos y afectados (78.000 han terminado por a reconocer mientras que la ONU y las ONG’s hablan de una cifra que supera los 130.000 muertos y unos 2,5 millones de afectados), sino que se han negado en redondo a que entre ayuda internacional en el país, hasta el punto de que se han repartido imágenes de camiones que distribuían comida y pertrechos entre los afectados tirándolos desde los vehículos en marcha, al no tener permiso para parar y realizan un reparto más adecuado. Si a los medios de comunicaciones les moviera más los principios que la propaganda, los especiales denunciando al régimen y sus acciones, desde luego en comparativa con el caso estadounidense, hubieran sido legión. Mientras militares y ONU, incluyendo a la líder opositora birmana Ban Ki-moon, llevan semanas negociando cómo y cuánta ayuda va a llegar, miles de birmanos sufren no sólo la ausencia de ayuda, sino la imposibilidad de que los propios afectados se puedan organizar para sacar adelante una situación muy difícil porque la bota militar ha sabido hacer muy bien su trabajo.

Precisamente Ban Ki-moon ha puesto como ejemplo de eficacia al Gobierno chino, que en los últimos días hace frente a un seísmo que de momento y oficialmente ha dejado 62.664 muertos, 358.816 heridos y 23.775 desaparecidos, además de un número de afectados que cifran en 11 millones. China, a diferencia de sus vecinos birmanos, no corría el peligro de que su régimen se tambaleara en unas elecciones evidentemente amañadas, pero con la incertidumbre del efecto del tifón. Sin embargo, sí que debe hacer frente a una campaña de imagen de cara a los Juegos Olímpicos de Pekín que ya fue enfangada por los disturbios del Tíbet y la violenta respuesta china. La política de "transparencia" de los chinos parece impecable, cada día se descubre un nuevo superviviente, cada día aparecen más políticos preocupados por los afectados o se solicita ayuda, en un gesto impensable en un régimen de carácter totalitario, poseedor del secreto de la eterna perfección, y todo ello es recogido por las redacciones occidentales con esmero sin que el régimen chino sufra ni siquiera un poco, sin sembrar una pequeña duda de su papel en la desgracia.

De hecho, si hemos de buscar un culpable en esta situación debemos prestar atención a los constructores, porque señores, la China actual, la que ha permitido, en un gesto de generosidad sin precedentes, que parte del sistema capitalista se asiente en sus tierras, ha sabido descubrir quién es sin duda el criminal. Las autoridades chinas han prometido medidas severas contra cualquier responsable de los edificios estatales de mala calidad, después de la denuncia de miles de padres que han visto como sus hijos morían bajo los escombros de edificios estatales de calidad ínfima. Parece que el hecho de que los constructores dependan de la administración china, regional o central, que sea esta la que en teoría debe supervisar sus construcciones, que la corrupción favorecida por el régimen sea habitual, que se haya mostrado incompetente e incapaz, que cualquier parecido de todo ello con un mercado libre es pura y trágica coincidencia, no es relevante. Como en el caso de Nueva Orleáns, pero con mucho más alcance, el Estado es responsable directo de la desgracia de la gente, pero se lava las manos y el agua se la da una prensa occidental que se dice libre, pero que no duda en sacrificar esa libertad a estos dioses totalitarios.

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