24 mayo, 2008

EE.UU.: El fin de la sensación de tener derecho

Por Robert Samuelson
Siglo XXI

Nosotros, los americanos de clase media, estamos muertos de miedo. “La narrativa económica generalizada de la campaña del 2008 es la idea de que la vida, para la clase media, se ha vuelto más difícil”, escribe Paul Taylor, del Pew Research Center, quien publicó un informe sobre las ansiedades de la clase media. Según su informe, más de la mitad de los americanos cree que no han progresado en los cinco años pasados (25%) o se han quedado atrás (31%). Pew manifiesta que esta “es la evaluación a corto plazo más deprimente del progreso personal en cerca de medio siglo”.

No es que los americanos hayan perdido su optimismo. Alrededor de dos tercios dicen que tienen estándares de vida más altos de los que tenían sus padres a la misma edad, y por un margen de 2 a 1 esperan que sus hijos vivan mejor que ellos. Pero hay un desencanto subyacente, que parece ser anterior a los precios más altos del petróleo, el descenso de los valores de la vivienda y el declinante empleo de hoy en día.

Parte de la engañosa sensación de quedarse atrás refleja la naturaleza elástica de pertenecer a la clase media. Según Pew, el 70% de los hogares tiene ahora 2 ó más automóviles, y una proporción similar tiene TV por satélite o cable; el 66% tiene Internet de alta velocidad; el 42% ya tiene televisores de pantalla plana. Un mayor número de estudiantes va a la Universidad y a la escuela de postgrado, por lo que tienen más deudas. El seguro médico es caro, en parte, porque la medicina moderna puede realizar tanto. Uno de cada 10 hogares tiene ahora una casa de vacaciones.

El “progreso” sigue drenando nuestros bolsillos. Pew halla que cuatro quintos de los americanos encuentran difícil mantener estilos de vida de la clase media; en 1986, esa proporción era de dos tercios. Pero hoy las ansiedades de la clase media trascienden el bien anunciado “apretón” en los ingresos. La fuente más profunda de intranquilidad, yo creo, yace en otro lugar. Las familias de la clase media valoran, de manera previsible, el orden y la seguridad, y estas cualidades tranquilizadoras se han erosionado. Las personas se preocupan por el alza del costo de la vida; pero lo que realmente las altera es la posibilidad de que sus ingresos o beneficios adicionales —pensiones, seguros médicos y de invalidez— puedan desvanecerse.

Paradójicamente, “las vidas individuales de los americanos se han vuelto simultáneamente más prósperas y más precarias”, escribe Peter Gosselin, autor del libro High Wire y reportero de Los Ángeles Times, quien ha provisto el más riguroso informe a la fecha sobre este fenómeno. Como él lo demuestra, los riesgos de resultar afectado por un acontecimiento que altere la vida han declinado ligeramente, desde la década de 1970 y principios de 1980, años plagados de la inflación.

Pero Gosselin encuentra que las consecuencias de los reveses han aumentado. La proporción de familias que sufrió una pérdida del 50% de los ingresos, a causa de un período de desempleo, se elevó del 17 a casi el 26%. El temor a estos contratiempos se ha elevado en la escala social: no sólo afecta a obreros de fábricas y a empleados de servicios de bajos salarios, sino también a gerentes e ingenieros. Las empresas reducen su tamaño. Los trabajadores de más edad salen con acuerdos concertados. Las compañías elevan las primas de seguro médico. La confiable pensión de “beneficios definidos” (que pagaba una cantidad fija mensual) ha dado paso a la más arriesgada 401 (k), vulnerable a malas decisiones de inversión y caídas de acciones. Las protecciones empresarias se han debilitado, como señala Gosselin.

De ello resulta que las malas noticias económicas ocasionan un golpe psicológico mayor de lo que anteriormente causaban, porque más gente se identifica con las víctimas. Estamos perdiendo nuestra sensación de “tener derecho a”. Bajo el implícito contrato social, la gente que “jugaba según las reglas” merecía modestas garantías de la clase media: un trabajo estable, un ingreso creciente y protección contra desgracias aleatorias.

Casi todos los americanos se consideran a sí mismos de clase media. En el informe Pew, el 53% se colocó en la “clase media”, un 19% en la “clase media alta” y otro, en la “clase media baja”. Pero la preponderancia de ambiciones y valores de clase media crea una irritante contradicción: los ascensos en los estándares de vida que los americanos esperan, requieren una economía flexible y competitiva, que debilita la seguridad y la estabilidad que los americanos también esperan.

Obama, en los infiernos

Por Mario Vargas Llosa
La Nación

Cuando la senadora Hillary Clinton comprendió que era poco menos que imposible para ella ganar la designación como candidata a la presidencia por el Partido Demócrata, pues su rival, el senador Barack Obama, le llevaba una ventaja en votos, delegados y estados que no alcanzaría a igualar, recurrió, como suelen hacer los políticos, a las armas prohibidas. En este caso, el tema racial. Y dijo ante la prensa que lo que las elecciones primarias venían demostrando era que a ella la preferían los electores de la "América blanca".

Aunque le llovieron las críticas por resucitar un asunto tan ominoso y explosivo en un país como los Estados Unidos -el propio The New York Times , que ha respaldado su candidatura, la censuró en un editorial-, el vedado recurso dio, por lo menos en apariencia, buenos resultados: el 13 de mayo, en las primarias de Virginia Occidental, el estado más "blanco" del país, Hillary obtuvo una arrolladora victoria con más de cien mil votos sobre su contendor.

Se trató de un triunfo llamativo pero insignificante en términos prácticos, porque, debido a su escasa población, Virginia Occidental tiene muy pocos delegados, y Obama sigue conquistando superdelegados entre los independientes. Incluso, algunos que habían prometido su apoyo a la senadora se lo han retirado para dárselo a él. Y en estos últimos días, John Edwards, que fue precandidato presidencial en estas primarias y que había sido afanosamente solicitado por los dos contendientes, se decidió también por Obama. Su apoyo es importante, pues Edwards tiene influencia en el medio obrero y sindical, donde la senadora Clinton es muy popular.

Pero aunque, como señalan los analistas -ocurra lo que ocurra en las tres elecciones primarias de cinco pequeños estados que aún faltan a los demócratas-, el senador Obama parece tener asegurada la candidatura, la fea operación de contornos racistas lanzada por Hillary Clinton puede tener siniestras consecuencias en la futura campaña presidencial entre Obama y McCain, convirtiéndola en un enfrentamiento entre la América "blanca" y la América "negra".

No tiene que ocurrir, pero hay indicios alarmantes. Todas las encuestas hechas desde que la senadora se proclamó la favorita de los "blancos" indican que un número creciente de estadounidenses declara ahora que el tema racial o étnico ha pasado a ser importante para ellos en sus preferencias electorales. Lo que significa un serio revés para Barack Obama, que había hecho de la solidaridad entre las diferentes razas, tradiciones, creencias, convicciones y costumbres uno de los puntales de su prédica desde el inicio de su campaña.

Hillary Clinton no es una racista, desde luego. Es un animal político, frío, tenaz, inteligente y sin escrúpulos. Con la misma glacial serenidad y destreza con que supo salir airosa de los escándalos y las humillaciones a que la sometió su marido en los comienzos de su gobierno, ha continuado su campaña, sin perder la sonrisa y el ánimo, mientras era derrotada una y otra vez por un adversario que, según todas las encuestas, es preferido por los jóvenes, los profesionales, los empresarios, los universitarios y, en resumen, por los sectores más modernos, cultos y liberales de la sociedad norteamericana, dejándole a ella los más incultos, primitivos y provincianos.

Antes de la operación racial, su campaña había lanzado otra de guerra sucia, de índole machista, que no prosperó. Consistía en presentar a la senadora como el verdadero "macho", el auténtico líder viril en la contienda, alguien a quien su propio jefe de campaña bautizó en Illinois "el candidato testicular". Obama, en cambio, sería el débil, el blando, el indeciso, el -horror de horrores- intelectual, alguien a quien sería riesgoso y suicida confiar la primera magistratura en caso de un conflicto bélico.

Los avisos pagados de Hillary presentaban a la senadora en una actitud marcial y beligerante, con la siguiente interrogación: "¿A quién preferiría usted como comandante en jefe de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos?". Y al lado de la senadora languidecía un esmirriado y subsumido Obama, con una cara de vacilante y asustado.

Pero esta tentativa denigratoria no tuvo mayor efecto. Entonces, la senadora, en uno de esos gestos audaces que la caracterizan, decidió que, como ya no era realista pensar en su nominación, sí era posible, en cambio, contribuir a la futura derrota de su rival en las elecciones presidenciales de noviembre frente al republicano McCain.

No se trata de una venganza personal, nacida de la frustración, sino de un sencillo cálculo matemático de un político de alto vuelo. Si Hillary Clinton aspira a ser la candidata de los demócratas a la presidencia en el año 2012, es preciso que en estos comicios el ganador sea un republicano y no un demócrata. Pues si es Obama el próximo presidente, la senadora vería cerradas las puertas de su candidatura a la Casa Blanca hasta el año 2016, ya muy tarde para ella.

Nada de esto se puede exhibir a la luz pública, pero sí enviando indirectos mensajes a la subconciencia y los prejuicios instintivos del electorado. Según los sondeos últimos, un 50% de los partidarios demócratas de Hillary Clinton en Virginia Occidental afirmaron que no votarán por Obama para presidente: si es el candidato, se abstendrán de votar o lo harán por McCain.

Al mismo tiempo que la senadora envenenaba la campaña de racismo, el candidato republicano iniciaba su propia guerra sucia, utilizando otro ingrediente explosivo para desacreditar a su casi seguro rival en las elecciones de noviembre. En una conferencia de prensa decía que, entre él y Obama, el verdadero amigo de Israel era el senador McCain. ¿No lo demostraba el hecho de que el líder de la organización terrorista Hamas hubiera dicho que simpatizaba con la candidatura de Barack Obama?

De este modo, una especie que había circulado, sin mayor eficacia, hace algunos meses, resucitaba y volvía a ocupar los primeros planos del debate electoral: Obama, un musulmán emboscado (pues su padre lo fue), un amigo de los palestinos y, por lo tanto, potencialmente, un presidente que daría la espalda a Israel, el mejor aliado de los Estados Unidos, y tendería la mano a los terroristas palestinos.

La acusación de McCain es de largo alcance y si prende puede ser decisiva en la campaña. Los judíos son una pequeña minoría en número en la sociedad norteamericana, pero el lobby judío, las organizaciones que apoyan a Israel y hacen campaña favorable a los políticos que consideran proisraelíes y hostigan a los que no, ejerce una poderosa influencia económica y publicitaria en toda campaña electoral. Y aunque no siempre ganan sus candidatos, es seguro que siempre pierden los que consideran sus enemigos.

Desde que McCain hizo aquella declaración, el senador Obama se ha multiplicado en desmentidos ante diversas asociaciones judías y proisraelíes, recordando una vez más sus tomas de posición, tanto en la cámara estatal de Illinois como luego en el Senado, a favor de Israel y condenando en términos inequívocos el terrorismo de Hamas. Y también repitiendo que, aunque su padre fuera musulmán, su madre lo educó como cristiano, al igual que ocurrió con su esposa, Michelle. Por otra parte, muchos judíos norteamericanos se han manifestado respaldando sus afirmaciones y desmintiendo las insinuaciones de McCain.

Todo esto es una indicación de que la campaña presidencial será esta vez más virulenta que otras veces. ¿Conseguirá Obama enfrentar exitosamente las guerras sucias lanzadas contra él? Yo creo que sí, aunque sin duda le va a costar trabajo y no puede permitirse cometer un solo error.

Mi optimismo no se basa tanto en las encuestas como en la actitud que hasta ahora mantiene entre las llamaradas de mugre y de insidia que han encendido a su alrededor. No ha respondido con las mismas armas ni ha descendido al vituperio. Continúa, imperturbable, con su discurso reformista, de ideas, con invocaciones a la unión, rechazando toda forma de sectarismo e intolerancia y con propuestas concretas y realistas a favor de los débiles, los marginados, y una fe contagiosa en las instituciones democráticas.

Es verdad que a menudo habla más como un intelectual que como un político profesional, pero eso, por fortuna, en vez de desprestigiarlo, le ha ganado la simpatía y el entusiasmo de millones de sus compatriotas. Su discurso sigue atrayendo sobre todo a los jóvenes, de todas las razas, que acuden por millares a trabajar como voluntarios en todo el país, fortaleciendo una maquinaria que ha probado tener una eficacia contundente.

Esperemos que las campañas de guerra sucia no prevalezcan y, por una vez, el idealismo y los principios derroten a las maniobras de los políticos.

The farm bill

A harvest of disgrace

Congress at its worst

IF YOU measure the success of a pressure group by its ability to cram lousy policy through Congress, you might imagine that Big Oil or Wall Street would top the league: they are the lobbies most berated on the campaign trail. You would be wrong. If there were any doubt, the past few days should have confirmed that America's farmers are the capital's handout kings.

Consider their latest masterpiece, the 2007 farm bill that Congress this week delivered, several months late, to George Bush. Congress and the farmers have conspired to make an already unjust agricultural policy—a system that has subsidised the “farming” activities of such paupers as David Letterman and David Rockefeller—even worse. Through a complicated and overlapping system of government-sponsored insurance, counter-cyclical assistance, disaster aid and legacy payments tied to nothing, the five-year, $307 billion bill lavishes cash on wealthy farm households, the main restriction on collecting it being a means test that applies to couples making more than $1.5m a year. And even that can be avoided by employing a reasonably competent accountant.

Shockingly, the bill's authors tied some future subsidy payments to today's record commodity prices, therefore guaranteeing already well-off farmers high incomes. Commercial farm households, which get most of the largesse, will have an average income of $229,920 in 2008, says the Agriculture Department. And it means, as the department points out, that the government could owe billions in subsidy payments to these big farmers if and when prices dip again.

Farmers of all kinds get a slice of the action. American sugar producers, for example, are guaranteed 85% of the domestic sugar market, according to the bill. This measure will drain $1.3 billion over ten years from federal coffers, and will force consumers to pay an extra $2 billion a year in higher sugar prices.

The bill invites new trade disputes: Brazil is already considering a WTO suit over the barriers to ethanol produced from sugar cane. Congress has also ignored the world's hungry, declining to soften a rule requiring the government to buy all foreign food aid from American farmers and transport it on American ships.

Most legislators probably know the farm bill is a disgrace, but they voted for it overwhelmingly anyway, revealing the cynical genius of the farm lobby. The bill's backers scared urban congressmen about losing money for food stamps, a programme contained in the bill. They scared rural ones into worrying about offending farmers. They scared Speaker Nancy Pelosi and the Democratic leadership about maintaining their House coalition, which is built on new wins in rural districts.

Resistance disintegrated when a few sops were thrown. Urban interests were promised support for the purchasing power of food stamps, which has declined since the 1990s. Ms Pelosi and other western legislators got money for fruit and nut growers. Mitch McConnell, the Senate's minority leader, even got tax breaks for the racehorse industry in his native Kentucky.

Mr Bush vetoed the measure on May 21st. But the bill won so much support in Congress that the legislative branch has enough votes to override him, thanks to Republicans voting with the Democrats against their own president. John McCain boldly voted against the bill; Barack Obama didn't. The fat cats of agribusiness can rest easy for now.

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