Argentina: Y la pelota sigue rodando - por Gabriela Pousa
El conflicto entre el Gobierno y el campo se ha convertido en un partido interminable donde cada equipo intenta ganar, aunque nadie sabe bien cuál es la estrategia ni qué es lo que está en juego.“Una vez terminado el juego, el rey y el peón vuelven a la misma caja.”
Proverbio italiano
Por un instante, el superclásico del domingo no ha concluido. La pelota pasa de un lado a otro de la cancha sin que nadie se atreva a aventurar en qué arco se hará el gol del final. Las tribunas rugen intempestivamente. Alguna euforia pasajera, un rato de hartazgo y otra vez los gritos, en algunos casos alentando, vapuleando en otros. Ninguna lógica, o quizás sí, la lógica de necesitar un marco de referencia para no quedar aislado en un paisaje ya bastante desolado. Qué se disputa no es algo fácil de dilucidar. Hay triunfos que sólo son la otra cara del fracaso. Y el olor a derrota ya se ha esparcido en todo el campo de juego.
Cuando los equipos tienen reglamentos distintos, el partido no puede durar mucho. Unos pugnan por derechos, los otros no tienen demasiado en claro por qué abrieron el juego, ya que el afán de ganar a veces puede más que la razón por la cual se quiere hacerlo. Mucho se parece el escenario a aquellos circos romanos donde se arrojaban gladiadores a los leones. Ni siquiera está claro si es el Gobierno el que enfrenta al campo o si hay algún otro equipo embarrando el terreno de juego.
En esta contienda, el árbitro hizo un papel tristísimo. Convocó al diálogo para “ganar” tiempo, olvidando que al tiempo no se le gana nunca, eso es una utopía creada para vencer las limitaciones humanas. En cambio, el tiempo observa cómo se lo desperdicia, mientras las oportunidades pasan.
Por su parte, las tribunas se confunden: no está la ciudad batiéndose contra las zonas rurales, hay un trasfondo más complejo. La crisis del agro puede ser real, pero no es más profunda que la crisis que azota a la ciudad. En ambos escenarios aflora la desidia política, la ambición desmedida, lo angurriento de una dirigencia que sólo aspira a que no se le tuerza el brazo.
En medio del partido, además, hay jugadores que empezaron a meter goles en contra de su propio equipo. No es distracción ni mero error, es cansancio. No se puede defender lo que nunca se llega a conocer, ni adherir a un bando que no se sabe qué banderas está enarbolando.
Así, estamos condenados al espectáculo. Las barras bravas se exponen con declaraciones tan insustanciales como aberrantes. Luis D’Elía no es más que un títere de quien mueve los hilos detrás del teatro. No hay juez de línea, ni fiscal capaz de llamar a un “fair play”, ya no solamente por respeto a la ley sino, al menos, por respeto al resto de los ciudadanos. ¿Es menester escuchar tanta insensatez? ¿Quiénes son los locos y quiénes los cuerdos en este escenario?
Hay liderazgos furtivos que muestran la orfandad de la gente. Los representantes votados resultaron, una vez más, un fiasco. Se necesita una voz cantante, un locutor que relate porque nadie sabe ya con certeza cómo va la contienda. Hasta hay dudas acerca de quiénes son los directores técnicos que arman las jugadas estratégicas porque la estrategia brilla por su ausencia.
Las preguntas se suceden velozmente, aunque las respuestas no llegan. El periodismo hace de todo esto su propio show: muestra partes de un todo, intenta explicar lo que no se puede explicar. El discurso de asunción al frente del Partido Justicialista que, finalmente, Néstor Kirchner no pronunció tiene más palabras que silencios. El cambio de tono en la oratoria de la presidenta Cristina Fernández no indica nada, apenas –quizás– un manotazo de ahogada. Faltan hechos y sobran dichos. Estamos en una crisis que se debate como un partido de fútbol. Ya pasaron 90 minutos y se están cansando tanto los jugadores como las hinchadas.
En el transcurso aparecen quienes tratan de poner algún toque propio a esta ensalada donde son tantos los ingredientes que nadie se anima siquiera a probarla. En la confusión, muchos parecen agregar datos antojadizos para obtener alguna suerte de favor. Nadie está ganando, aun cuando el Gobierno esté perdiendo, en algún sentido al menos. Ellos dejan hacer, no precisamente en el concepto cabal del laissez-faire. La pelota sigue rodando. De todos modos, se sabe que en algún momento terminará entrando a un arco y allí se definirá el partido. Cuando eso suceda, quedará una nueva ronda para ver quién se hace de la copa. Mientras tanto, la inflación espera su turno y entrena duro. La gente la abuchea, no tiene un DT que sepa de tácticas y estrategias. Sin embargo, tiene un equipo capaz de arrasar hasta con la cancha entera. ¿Quién estará para frenarla del otro lado?
En medio de estos espectáculos cuasi-deportivos, con equipos más amateurs que profesionales (aunque sus arcas se llenan como las de aquellos que cotizan en grande), la violencia hace lo suyo. Si son sindicalistas, piqueteros o barras bravas no interesa demasiado a los efectos de la imagen que seguimos dando. Son argentinos, de uno y otro lado. Algo sigue fallando. Pretender que se acabe la violencia en los estadios es un dislate cuando la violencia está en las calles y a metros apenas de la Presidenta. Y la orquesta sigue tocando.
La Argentina es, hoy, un estadio de fútbol liberado. Falta el reglamento para entender bien el juego. Los equipos avanzan y retroceden sin tener claro cuál es el arco contrario. El arbitro apenas aparece y se disipa entre los hinchas. Los relatores se suceden caóticamente, cada uno narra lo que le parece y se retracta cuando recibe algún llamado que puede relegarlo del cargo. Quizás un impuesto a las palabras podría ser más efectivo que las retenciones móviles que convocaron a la cancha.
Ella está en el palco, si bien llegó tarde ha logrado algo: ahora es la más fashion. Tal vez, con eso, la Argentina defina ante el mundo dónde y a qué está jugando. Nosotros no lo sabemos, somos rehenes en tribunas donde lo único que cuenta es esperar que alguien agarre el silbato para que la pelota deje de rodar, y nos libere de este triste espectáculo.
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