por Carlos Alberto Montaner
Carlos Alberto Montaner es periodista cubano residenciado en Madrid.
Hace un par de semanas la mayoría demócrata del Congreso estadounidense le cerró la puerta al tratado de libre comercio con Colombia. Los republicanos intentaron en vano sostenerlo. El episodio sirve para demostrar que no es cierto que ambos partidos colaboran responsablemente en asuntos de política exterior. En Estados Unidos la razón electoral pesa más que la razón de Estado.
En épocas de elecciones todo vale a cambio de un puñado de votos. Los candidatos apoyan o rechazan los temas que se presentan en función de la rentabilidad política que les proporcionen, no de las ventajas o perjuicios que le generen al país. Hillary y Obama saben que Estados Unidos se beneficiaría del comercio libre con Colombia, pero no están dispuestos a enfrentarse a los sindicatos y a la distorsionada percepción de los votantes.
Predeciblemente, tanto en Colombia como en Estados Unidos los sindicatos también se oponen a la firma del acuerdo. Los sindicatos, ya se sabe, suelen ser los enemigos más tenaces del progreso. En Colombia, porque, supuestamente, favorecería al ''imperialismo yanqui'' en detrimento de la clase trabajadora colombiana. Los sindicalistas colombianos, que aman los aranceles que les encarecen el costo de vida a los obreros, temen que una avalancha de productos mejores y más baratos destruya o debilite el frágil aparato productivo nacional. Los sindicalistas norteamericanos, por su parte, esgrimen una coartada fundada en la hipocresía. Aparentemente, no quieren que se firme el tratado con el objeto de provocar que los paramilitares dejen de asesinar líderes sindicalistas colombianos. Nadie ha explicado por qué estos desalmados criminales son sensibles a la balanza comercial, como si trabajaran en la Bolsa de New York, pero el aparato obrero norteamericano se ha acogido a ese cínico pretexto para esconder su proteccionismo.
Colombia, sin embargo, no puede sorprenderse de su soledad. Lo que abunda en el terreno internacional es la insolidaridad, especialmente entre los gobiernos democráticos. Al fin y al cabo, Estados Unidos es un aliado incierto y tímido de los colombianos, pero tal vez es el único que tienen (por ahora). Los supuestos ''hermanos latinoamericanos'' oscilan entre la complicidad activa con las guerrillas narcoterroristas de las FARC —los gobiernos de Venezuela, Cuba, Bolivia, Ecuador y Nicaragua— o la indiferencia general de casi todo el resto.
En América Latina prácticamente ninguna democracia mueve un dedo para ayudar a una sociedad en desgracia, radique o no en el vecindario. Ni siquiera los colombianos son inocentes de ese pecado de omisión: nunca sus gobiernos democráticos intentaron proteger a los nicaragüenses de Somoza, a los dominicanos de Trujillo, a los cubanos de Castro o a los paraguayos de Stroessner.
En todo caso, el portazo al TLC con Colombia es sólo un ensayo general para lo que posiblemente vendrá tras las elecciones americanas de noviembre. Si ganan los demócratas, lo probable es que Washington reduzca drásticamente o ponga fin a la ayuda militar al gobierno de Uribe. Colombia, pues, tendrá que hacer planes de medio o largo plazo para enfrentarse a sus calamidades sin contar con el auxilio norteamericano ni de nadie, con el agravante de que los gobiernos de Ecuador, Venezuela, Bolivia y Nicaragua ayudarán copiosamente y de mil maneras diferentes a los narcoterroristas de las FARC ante la pasividad de la OEA y el resto de las instituciones decorativas del continente.
¿Podrán enfrentarse los colombianos solos a la embestida de las narcoguerrillas comunistas y de los gobiernos cómplices de la región? Por supuesto, pero a base de una mayor inversión en el fortalecimiento material del ejército y de los cuerpos de inteligencia. No hay otra forma de pacificar al país que derrotando inequívocamente a las FARC y al ELN hasta llevarlos a la convicción, como ocurrió en Guatemala y en El Salvador, de que depongan las armas y se sienten en serio en la mesa de negociaciones o desaparecen.
Eso exigirá una dosis grande de patriotismo y moral de combate, hacer mayores sacrificios económicos, adaptar la legislación y las instituciones a los tiempos de guerra, librar más inteligentemente la batalla de la información y, sobre todo, entender que están solos ante el peligro. Ingrimos, como dicen en aquellos parajes olvidados de la mano de Dios.
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