15 junio, 2008

Cuba y nuestra señora de los gays

Carlos Alberto Montaner

Cuba es el único país del mundo en el que es más fácil cambiar de sexo que de partido político. Si usted es un señor inconforme con sus atributos masculinos, o usted es una señora que sueña con afeitarse todos los días, el comprensivo estado cubano le soluciona quirúrgicamente sus deseos y paga con gusto el enorme costo de esas complejas operaciones. Ahora bien, si lo que usted quiere es abandonar el Partido Comunista e integrarse en una formación socialdemócrata o liberal, el gobierno lo expulsa de su trabajo, le envía turbas a la casa para que le peguen y lo humillen, lo acusa de agente de la CIA y lo condena a largas penas de cautiverio en unas cárceles horribles.

La persona que ha hecho posible que algunos homosexuales y lesbianas cambien voluntariamente de género (por lo menos en el aspecto exterior) es Mariela Castro, una risueña sexóloga, hija de Raúl Castro, a quien hoy los cubanos, con cierta simpatía, llaman ''nuestra señora de los gays''. Dada la especialidad universitaria que escogió, no hay duda de que se trata de una mujer con cierta amplitud de mente, persuadida de que es moralmente injustificable castigar a las personas por ser o sentirse diferentes.

En su gabinete profesional, seguramente cayó en cuenta de que la naturaleza tiende a la variedad y no a la uniformidad, porque, como afirma el viejo dictum popular, ``hay tantos sexos como seres humanos''.

En realidad, es justo reconocer el derecho de las personas a elegir el género al que se quiere pertenecer. Existe un reducido porcentaje de seres humanos muy tristes y agobiados por la disonancia que padecen entre la apariencia externa y su yo íntimo, y nadie debe prohibirles que intenten adecuar su naturaleza psicológica y su naturaleza física. Si con la cirugía obtienen o creen obtener un grado de felicidad, ¿por qué el gobierno va a ponerles obstáculos o tratarlos como ciudadanos de segunda categoría? Es a ellos, sólo a ellos, adultos en pleno control de sus facultades mentales, a quienes compete tomar la decisión que deseen con respecto a sus cuerpos y mentes.

Es exactamente a este punto al que quería llegar: hay una relación estrechísima entre la felicidad y la capacidad para tomar decisiones personales. En 1941, el entonces muy joven pensador Erich Fromm publicó la primera versión de El miedo a la libertad, donde se consignaba la dolorosa conformidad de muchos seres humanos con gobiernos que los liberan de la angustia de tener que tomar decisiones, pero la experiencia práctica de los Estados totalitarios apunta en otra dirección: es infinitamente peor el horror, la enorme devastación psicológica que provoca la falta de libertad, entendida ésta como la posibilidad de tomar decisiones que afectan nuestra vida. Sencillamente, el dolor de no poder tomar decisiones libremente es mucho más intenso que el alivio menor de que sea el Estado quien asuma arbitrariamente esas funciones.

Mariela Castro, felizmente, convenció a su padre de que había un puñado de cubanos, hembras y varones, que querían cambiar de sexo para tratar de ser felices. ¿Podrá convencerlo de que hay otros millones que para también ser felices desean elegir los libros que les apetece leer, las ideas que les parecen más razonables, los partidos políticos que mejor se adaptan a sus valores e intereses, los países a los que quisieran visitar, o el tipo de régimen político y económico que los saque de la miseria en la que viven?

Los cubanos, en fin, ya pueden amputarse o instalarse un pene. ¿Podrán votar libremente alguna vez?

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