12 junio, 2008

El gran cambio

Con respeto discrepo de los exiliados que piensan que existen diferencias entre un presidente demócrata y otro republicano con respecto a la libertad de Cuba. Todos son más de lo mismo, están cortados por la misma tijera.

Dicen que Barack Obama va a ser el presidente norteamericano que va a producir el gran cambio en las relaciones entre los Estados Unidos y Cuba. Eso es un cuento de caminos. Los cambios en este país a esos niveles no los producen los hombres, sino las circunstancias históricas. El sistema político norteamericano fue diseñado, exactamente, con la intención de que un solo hombre no pudiese cambiarlo.

Hasta hoy, las relaciones entre Cuba y Estados Unidos habían permanecido con un mayor o menor grado de crispación desde el rompimiento de las relaciones diplomáticas entre ambos países. Pero el tiempo no pasa en balde. Desde el día del gran desencuentro ha llovido en los jardines de ambos lados del Estrecho de la Florida y está al alzarse el telón de la gran metamorfosis política, del triptolémico cambio. La va a comenzar Barack Obama, pero la hubiera iniciado de cualquier forma Hillary Clinton o John McCain. Quizás con un poco más de reticencia de haber triunfado McCain, pero ciertos procesos históricos no los detienen los hombres.

Y algo curioso, dentro de unos años los historiadores se preguntarán por qué Washington demoró medio siglo en cambiar su política hacia Cuba, lo cual no hizo con China ni con Viet Nam. Y aunque estos misterios sólo los aclara el tiempo, me atrevería a decir que fue una combinación de dos factores: necesidades de política interna y orgullo imperial.

Necesidades de política interna porque en los años 60 Norteamérica traicionó al pueblo de Cuba de un modo tan flagrante en Bahía de Cochinos y en la crisis de octubre, que el pueblo cubano jamás se lo perdonó ni al presidente John F. Kennedy ni al Partido Demócrata. Y el exilio se volvió republicano. Y comenzó a votar en bloque. Y ese voto en bloque llegó a su clímax cuando fue un factor clave para elegir a George Bush como presidente del país más poderoso de la tierra. Gracias, imposible desconocerlo, no a inercia como suponen algunos, sino debido a formidables micrófonos de la radio AM, que invocando patrióticas razones, y bajo intransigentes consignas, convencieron a la Calle Ocho de que todo lo que huela a Partido Demócrata es traición a la patria. Pero al parecer se acabó esta fiesta, se acabaron los pitos, las matracas y el confeti. En noviembre una parte importante del exilio de Miami votará por Barack. Y el cambio es tan dramático, que por primera vez los congresistas republicanos, que parecían una tríada inexpugnable, deben enfrentar el serio reto de Raúl Martínez, Joe García y Annette Taddeo, y si pestañean, pierden.

Sobre la importancia del orgullo imperial de los Estados Unidos como agente activo para que hayan llegado hasta el hoy los dimes y diretes entre La Habana y la Casa Blanca, ese orgullo no es la excepción de la regla. Ahí tenemos el pataleo inglés por el Peñón de Gibraltar y las Malvinas, el costo económico de China por negarse a perder a Hong Kong y Macao, el desastre de Bélgica en el Congo, y si 110 años después España sigue suspirando por ''la siempre fiel isla de Cuba'' y lucha inútilmente a través de la Unión Europea y el Vaticano, tratando de incidir en el futuro de su ex colonia, ¿es extraño que los Estados Unidos resientan la pérdida de una tierra paradisíaca a 90 millas de sus costas?

Pero la realidad se impone. Se terminó la guerra fría. El 9 de noviembre de 1989 cayó el muro de Berlín. Es un asunto de seguridad nacional para los Estados Unidos mantener bajo control una inmigración desestabilizadora desde Cuba como sucedió durante la crisis del Mariel. La aplicación de la ley Helms-Burton, en su capítulo de la extraterritorialidad, le trae infinidad de problemas a la diplomacia norteamericana. Y en la última votación en la ONU para que se suspenda el embargo a la isla, 184 países votaron a favor, cuatro en contra (Estados Unidos, Israel, Palau e Islas Marshall), con una abstención (Micronesia). Un imperio no se puede dar el lujo de ponerle proa eternamente a la opinión pública mundial y seguir defendiendo un embargo que el propio gobierno de George Bush viola con total impunidad según soplen los vientos de los intereses electorales. No es rentable defender un mito sin resultados concretos y propiciar algo que da a los comunistas de La Habana la oportunidad de seguir siendo el David heroico frente al brutal Goliat yanqui. Afortunadamente esto va a cesar pronto, pero no por Obama, ni por Juana ni por su hermana, sino porque lo que es útil es bueno para los intereses de una gran potencia.

Yaunque para un sector poderoso de este exilio esto es una blasfemia, que Barack converse todo lo que le dé la gana con La Habana, que le exija lo que considere oportuno y que transe en el capítulo que le parezca, pero eso sí, que no deje a la disidencia y al exilio fuera de la negociación final como hizo el presidente William McKinley con los mambises durante el Tratado de París. Estén seguros que aquellas lluvias fueron las que trajeron estos lodos.

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