24 junio, 2008

Lord Acton

John Edward Emerich Dalberg Acton nació el 10 de enero de 1834 en Nápoles. Su padre, que legó a John el título de Baronet de Acton cuando sólo tenía tres años, pertenecía a una rama de la familia llegada a Italia desde Francia. Su madre, que pertenecía a una conocida familia alemana, se casó con el Conde Granville, liberal, librecambista, aristócrata y anglicano; un whig que intentaría, con poco éxito, traspasar su vocación política a su apreciado hijastro. John tenía por idiomas maternos el inglés y el francés, hablaba el alemán a la perfección y el italiano con fluidez. Sus primeros años, entre París, Londres, Roma, Nápoles y las casas de la familia, los vivió en un ambiente elegante y cosmopolita.

Comenzó a formarse bajo la guía de Dupanloup, en cuyo seminario pasó un año, para luego estudiar en Oscott, Edimburgo y Múnich. La universidad alemana, entonces una de las primeras de Europa en Teología, marcaría su destino: allí entraría en contacto con el sacerdote e historiador Johann Ignaz von Döllinger, un católico liberal que bien podría ser considerado su tercer padre. Con él aprendió que la Cristiandad era, en esencia, historia, y con el viajó a Suiza, Italia, Austria, Inglaterra, Estados Unidos (país que le causó una gran impresión) y Roma. En la Ciudad Eterna indagaron en los manuscritos del Vaticano y se entrevistaron, entre otros, con el secretario de la Inquisición y con el Papa. Salieron de Roma "sin confianza y sin respeto; sin horror ni indignación", al decir de Döllinger.

Ya asentado en Inglaterra, desde muy temprano será reconocido como líder de los liberales católicos, cuyo lema era "Una Iglesia libre en un Estado libre". John Edward, que estaba al tanto de los principales hallazgos científicos y combinaba el interés por las últimas aportaciones en el pensamiento con la indagación en las fuentes antiguas, se dedicó al periodismo desde la dirección del órgano católico The Rambler, azote de los ultramontanos. El lema de la revista definía el carácter de nuestro hombre y marcaba la distancia entre los liberales y sus oponentes: "Valoro la verdad, sea ésta vieja o nueva". En este sentido, el propio Acton dejó escrito lo que sigue: "No debemos perseguir el conocimiento científico con fines que sean ajenos a la ciencia. Debemos hacerlo por la ciencia en sí, y dejar que nos lleve a sus propios resultados". Siempre guardó un enorme respeto a la verdad.

En 1861, tres años después de comenzar a dirigir The Rambler, el secretario de Estado del Papado, Antonelli, le hizo saber que debía abandonar su posición de defensa de los liberales, aliados con los nacionalistas italianos, y adoptar la de la Santa Sede, que pasaba por reivindicar el poder temporal de la Iglesia. Pero ni la amenaza de excomunión le hizo vacilar en sus ideas, que siguió defendiendo, junto al equipo de redacción del Rambler, en una nueva publicación, la Home and Foreign Review. No obstante, ésta no duró mucho en la calle: apenas un año tardó el Vaticano en ordenar su clausura.

Eran los años de la encíclica Quanta cura (1864), una condena en toda regla de la libertad de conciencia, y de su anexo, el Sylabus errorum, que enumeraba las proposiciones consideradas falsas por la Iglesia y daba cuenta de las encíclicas y demás documentos en que ésta se basaba para emitir tal juicio. Entre las ideas condenadas se contaban el racionalismo, la independencia de la filosofía respecto de la teología o el liberalismo. Las últimas proposiciones, referidas al liberalismo, parecían escritas por el propio Acton; por ejemplo, ésta: "El Pontificado Romano puede y debería reconciliarse y estar en buenos términos con el progreso, el liberalismo y la civilización moderna".

¿Cómo no iba a chocar nuestro hombre con aquella Iglesia? Él creía que la centenaria institución debía renunciar al poder temporal y postularse como guía espiritual y moral en un ambiente de plena libertad de expresión y cultos. Y que el catolicismo no podía ser incompatible con la verdad, por lo que no debía dar la espalda al conocimiento científico, al liberalismo, a la sociedad amplia y abierta.

El conflicto tenía que llegar, y lo hizo a lo grande. Pío IX convocó el Concilio Vaticano –el primero desde Trento–; pretendía imponer la extravagante idea de la infalibilidad papal, según la cual, en punto a doctrina, la palabra del Santo Padre se identifica con la verdad. Eso no lo podía aceptar un historiador honrado a carta cabal como John Edward. En 1869, es decir, el mismo año en que arrancó el Vaticano I, el mentor de nuestro personaje, Döllinger, publicó, bajo el pseudónimo de Janus, la obra El Papa y el Concilio, de la que aquél escribió una recensión con el mismo título. Aunque ambos coincidían en lo esencial, el discípulo reprochó al maestro la tibieza con que, a su juicio, éste abordaba el problema: "Un hombre que acepte todas las decisiones del Papa en cuestión de moralidad no puede ser honesto, pues [los papas] han sido a menudo notablemente inmorales. Ni puede serlo quien apruebe el comportamiento de los Papas para acrecentar su poder, pues éste está manchado con la perfidia y la falsedad. Ni aquél que está dispuesto a alterar sus convicciones por una orden, pues su conciencia no tiene por guía principio alguno". Acton apreció exactamente la lipidia moral de la infalibilidad al identificarla con la vieja idea de que el fin justifica los medios.

Su partido estaba llamado a perder la batalla; pero no, desde luego, porque Acton no se esforzara por salvar a la Iglesia de semejante error. Para él, la cuestión era clara: "O bien el Papa prevalece sobre la Iglesia, o la Iglesia prevalece sobre el Papa". Nuestro personaje fue el estratega y la fuerza de inspiración de los obispos contrarios a la infalibilidad: provocó un revuelo de enormes proporciones cuando facilitó a Döllinger unas informaciones sobre el Concilio que posteriormente aparecerían en el Allgemeine Zeitung; escribió a su amigo Gladstone, a la sazón primer ministro británico, pidiéndole ayuda; puso en contacto a las dispersas fuerzas opositoras... Pero todo fue inútil: no sólo se aprobó la doctrina de la infalibilidad del Papa, sino que, poco más tarde, el arzobispo Scherr, que anteriormente había militado en las filas de los detractores de la misma, excomulgó a Döllinger por no retractarse. ¿Por qué se libraría Acton de tan duro castigo? Sus biógrafos no ofrecen una respuesta segura.

John Edward se convirtió en lord, precisamente, en 1869. Contaba 35 años, y a pesar de su descollante figura era "un católico en malas relaciones con la jerarquía católica, un político sin cartera, un historiador sin cátedra"[1]. Esto último iba a cambiar, pero muchísimo tiempo después, en 1895, cuando fue nombrado Regius Professor de Historia Moderna en Cambridge. En esta célebre institución universitaria se dedicó a las labores propias del profesor y a dirigir (a decir verdad, más bien a redactar) la Cambridge Modern History, que él consideraba la historia que el XIX legaba al XX. A resultas de todo ello, quedó definitivamente enterrado su gran proyecto, una obra en que pretendía plasmar su filosofía y sus inquietudes y que pensaba titular Historia de la libertad.

No le dio tiempo a más: Lord Acton entregó el alma el 19 de junio de 1902, un año después de caer presa de la parálisis.

Obra

Su formación alemana es fácilmente identificable en su pensamiento. Lord Acton creía en la primacía de las ideas sobre lo material. El progreso en la historia consistía, precisamente, en que las causas materiales fueran cediendo terreno a las espirituales. De ahí que entronara a la religión como motor principal de la historia, y que en su primer discurso como profesor de Cambridge se felicitara del camino que estaba tomando la historiografía, en el que las ideas figuraban como causas últimas. De todas ellas, la de la libertad era la más importante para Lord Acton. He aquí el porqué de su empeño en componer Historia de la libertad, de la que se dijo que probablemente era "el libro más grandioso, que jamás se llegó a escribir".

Lord Acton no escribió un libro en toda su vida. Sí, en cambio, centenares de notas, recensiones, cartas; conferencias como "Lahistoria de la libertad en la Antigüedad" o "La historia de la libertad en el cristianismo" y ensayos como La Revolución Inglesa, Causas políticas de la Revolución Americana o La influencia de América[2]. Lord Acton no acataba la común exigencia de no juzgar los hechos del pasado con los ojos del presente; pero es que él entendía que la ley moral está escrita "en las tablas de la eternidad".

Para nuestro personaje, un hombre es libre cuando puede hacer aquello que cree que es su deber con independencia de "la presión de la autoridad y de la mayoría, de la costumbre y de la opinión". La libertad es para él "el dominio sobre uno mismo", "el reino de la conciencia". Así las cosas, quiso estudiar las fuerzas que habían contribuido a "poner bajo control al gobierno arbitrario"; y las encontró en "la difusión del poder"[3] y en "la posibilidad de apelar a una autoridad que trascienda a todos los gobiernos" (léase el magisterio de la Iglesia).

A juicio de Lord Acton, los primeros en forjar los cimientos de la casa de la libertad fueron los estoicos, que "emanciparon a la Humanidad de su sometimiento al gobierno despótico" con su descubrimiento de la Ley Natural. Pero dio especial importancia a las aportaciones del cristianismo.

En la Edad Media el poder estaba vinculado a la tierra, no en vano ésta era la principal fuente de riqueza. Ello colocaba a los señores en una posición de fuerza inexpugnable. "La única autoridad capaz de oponer resistencia a la jerarquía feudal era la eclesiástica", escribirá Lord Acton; y añadirá que "el nacimiento de la libertad civil" estará ligado al conflicto que mantuvieron el clero y los señores por espacio de cuatrocientos años.

Con el auge de las ciudades, los hombres descubrieron modos de ganarse la vida que no dependían de los propietarios de la tierra y empezaron a plantear demandas que tendrían profundas consecuencias históricas, como las relacionadas con la participación política: no cabe imponer impuestos a los que carecen de representación, y la soberanía: el pueblo es el depositario original del poder político, que tiene por fin principal velar por los derechos de las personas.

En los siglos por venir, las guerras de religión forzaron a los hombres a contentarse con "tolerarse los unos a los otros mediante privilegios y compromisos". Pero, agrega Lord Acton, en este proceso irá cobrando forma el principio de libertad religiosa, un descubrimiento "generador de la libertad civil" que data del siglo XVII.

Como Europa parecía "incapaz" de generar Estados libres, fue en América, dice nuestro personaje, donde germinaron "las sencillas ideas de que los hombres deben cuidar de sus propios asuntos y de que el pueblo es responsable ante el cielo de los actos de su Estado". Por cierto, sostiene coherentemente aquél: fue la Revolución Americana, no la Francesa, la que alumbró los Derechos del Hombre.

Lord Acton no sólo se ocupó de la historia de la libertad: también prestó mucha atención al poder.

En 1882 Mandell Creighton publicó una historia en cinco volúmenes del Papado. En su reseña, Lord Acton, visiblemente molesto con la obra, criticó la pretensión de Creighton de que papas y reyes fueran tratados por el historiador con benevolencia. A esto, el mejor Acton respondió con su más famosa sentencia: "El poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente". "Los grandes hombres son casi siempre hombres malvados –añadía–, incluso cuando ejercen influencia y no autoridad. No hay mayor herejía que la de que una autoridad santifique a quien la ostenta". Después ponía como ejemplos a la reina Isabel y a Guillermo III, para remachar: "He aquí los grandes nombres maridados con los grandes crímenes. Pero usted excluye a estos criminales por alguna misteriosa razón. Yo les colgaría más altos que a Haman, por muy obvias razones de justicia; con más razón, aún más alto, por el bien de la ciencia histórica".

Nuestro hombre desconfiaba del poder, y, por tanto, también de la democracia: "La democracia tiende naturalmente a realizar su principio, la soberanía del pueblo, y a eliminar todos los límites y condicionamientos a su ejercicio". Aun así, concedía un resquicio a la esperanza: "El verdadero control natural de una democracia absoluta es el sistema federal, que limita al Gobierno central con los poderes reservados a los estados y a los Gobiernos de los estados con los poderes que éstos han cedido al Gobierno central".

También desconfiaba del nacionalismo. Dado que la libertad promueve la diversidad, el conflicto entre aquélla y dicha ideología estaba servido. De ahí que afirmara que el futuro de la civilización pasaba por la "superación de la nacionalidad". Estas dos lecciones nos hubieran sido muy útiles en el siglo XX.

Tampoco ahorró críticas al liberalismo, o, por mejor decir, a ese liberalismo, propio de Adam Smith, Locke o David Ricardo, que profesa una "alicorta fe materialista" en la conexión entre libertad y propiedad. Lord Acton afirmaba que la libertad consiste, in radice, en "preservar un ámbito interior exento del poder estatal", pero situó la conciencia en ese espacio sin llegar a comprender lo que tiene la propiedad de proyección de la acción humana sobre el exterior, de mezcla del espíritu con la materia. Igualmente, no supo apreciar cuán humana e importante es para la libertad la institución dominical.

***

En vida, nuestro héroe fue un fracasado. No dio un solo libro a la imprenta, naufragó en la política, se enfrentó con su amada Iglesia y sintió que había malgastado sus días, que acabó solo e incomprendido. De sus notas privadas emana el amargor que le provocó todo ello. Sin embargo, su muy dispersa obra está siendo recuperada por ese liberalismo renacido que echó a andar a mediados del siglo XX y ha inspirado a alguno de los más excelsos defensores de la libertad de nuestro tiempo. Además, la Iglesia ha enderezado el rumbo, tras haberse desembarazado en gran medida del peso de Pío Nono.

Así pues, y frente a lo que él mismo temía, finalmente sus esfuerzos no fueron en balde.

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