Sinaloa, cuna de capos mexicanos de la droga
La artista gráfica Rosa María Robles dice, con resignación, ''es triste, pero de alguna forma es verdad, siempre hemos vivido en medio del narcotráfico'', al describir la vida cotidiana en el estado de Sinaloa, cuna de los mayores capos de la droga en México.
''Todos en Culiacán tenemos algo que ver con los narcos, los conocemos, fueron nuestros vecinos o compañeros de la escuela'', añade Robles, quien en su infancia vivió en la misma calle que los hermanos Arellano Félix, cabecillas de un cartel de la droga.
Oriunda de Culiacán, capital de Sinaloa, Robles cobró notoriedad en el 2007, cuando en su exposición ''Navajas'' presentó las cobijas manchadas con sangre de dos hombres que habían sido víctimas en los ajustes de cuentas del narcotráfico.
Sinaloa, pujante estado agrícola, tiene una cultura popular marcada por el crimen organizado, con hombres vestidos de vaqueros, cargados de joyería de oro, que conducen camionetas ostentosas, escuchan ''narcorridos'' (música norteña que narra aventuras de los capos) y que son devotos de ''San Malverde'', un bandido del siglo XVIII elevado a la categoría de ``santo de los narcos''.
''Mayo fue de sicosis, una violencia como nunca. Nos dimos cuenta de que los narcos han tomado la ciudad, los espacios públicos, en cualquier parte se puede soltar la balacera'', dice con enojo Robles, cuyo lema es ``¡ni un muerto más, con una chingada!''.
El 1 de junio, la prensa local publicó la sangrienta cifra de mayo: entre 96 y 120 muertos contra 84 de abril del 2007, hasta entonces el mes más violento desde que se desencadenaron las ejecuciones ligadas al narcotráfico, en los 1990.
En la aterradora cuenta figuran siete policías federales emboscados en una colonia popular de Culiacán y el hijo de Joaquín ''El Chapo'' Guzmán, el líder del cartel de Sinaloa, que en enero del 2001 se fugó de un penal federal y es el capo del narcotráfico más buscado por México y Estados Unidos.
''Yo vi ahí a cinco federales muertos, jovencitos, pobres, me dieron lástima, hacían su trabajo'', dice Angelina Apolinar, una viuda de 77 años mientras narra los momentos de la balacera en la que cayeron los siete policías.
Justo enfrente de la humilde vivienda de doña Angelina, se erige una amplia casa, un tanto deteriorada y perforada por cientos de impactos, recuerdo de la balacera entre policías federales y presuntos narcotraficantes.
''Ya no me da miedo, al menos ya se fueron estos malhechores. Pero lo que me preocupa es que la camioneta de mi hijo, al que le falta un pie, la dejaron toda baleada, destruida y la policía no la quiere regresar para componerla. Mi hijo no trabaja sin ella. Los jodidos siempre acabamos más jodidos'', se lamenta la anciana.
En contraste, en el escenario donde cayó el hijo de ''El Chapo'', una céntrica plaza comercial, todo es hermetismo, los empleados de tiendas cercanas dicen que no escucharon nada o que tienen unos días trabajando, sólo una cruz blanca de tubo y acompañada de cuatro veladores queda como testigo de la balacera.
Aún en la muerte, el narcotráfico sigue latente en Culiacán, en uno de cuyos cementerios se erigen lujosos mausoleos, algunos de más de $100,000, según los trabajadores del camposanto, pero donde yacen restos anónimos, sin nombre, fecha de nacimiento o de muerte.
A través de los vidrios de los mausoleos se alcanzan a distinguir fotos de los difuntos, la mayoría varones, que rondan los 30 y los 40 años, con gruesas cadenas de oro, poses extravagantes y unos cuantos con poderosas armas de fuego en las manos.
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