La diferencia entre un inmigrante ilegal y yo
Por Robert Higgs
El Instituto Independiente
Una pequeña autobiografía y algunos interrogantes que plantea
Nací en lo que los gobernantes locales personificaban como el soberano estado de Oklahoma. Esta circunstancia no fue mi culpa. Supongo que podría culpar a mis padres, pero ellos tuvieron una excusa similar, al haber nacido mi padre en la misma jurisdicción y mi madre haber sido traída allí desde muy pequeña. En cualquier caso, por virtud de mi lugar de nacimiento, me convertí en un ciudadano de ese estado y, como tal, soporté una pesada carga de adversidad.
Nuestra parte de Oklahoma, usted entiende, no se encontraba exactamente a la vanguardia del desarrollo económico y social en aquellos días. Los buenos empleos no eran fáciles de encontrar, e incluso un obrero ingenioso que estuviese deseoso de trabajar larga y arduamente, como lo estaba mi padre, podía no ganar mucho. Muchas de las escuelas eran primitivas. Cuando comencé el primer grado, en 1950, la escuela constaba de alrededor de cincuenta estudiantes en los grados 1 a 8. Mi clase de primer grado se reunía en un pequeña cabaña junto con el curso de segundo grado, mientras que el resto de los estudiantes se reunían en un edificio más grande de un solo aula y con una división removible en el medio del salón. Con el divisor en su lugar, los grados 3 a 5 se reunían en uno de los lados, y los grados 6 a 8 en el otro lado. Tres maestras constituían la totalidad del personal, excepto por la cocinera, quien resultó ser mi madre. No voy a decir que posiblemente no hubiese podido permanecer en ese contexto y aún así convertirme en astronauta. Tal vez hubiese podido. Pero las chances no lucían muy prometedoras.
Por un tiempo durante la guerra, cuando era un niño, mi padre había llevado a la familia a Portland, Oregón, donde trabajó en una de los astilleros de Kaiser como soldador hasta que la guerra terminó. Por lo tanto, él había saboreado el dulce néctar de los salarios de la costa oeste, Por supuesto, después de la guerra, dichos salarios elevados ya no estaban fácilmente disponibles, no obstante los sueldos de la costa oeste todavía estaban bien por encima de aquellos en Oklahoma, tal como mi padre lo sabía por los relatos de amigos que habían migrado anteriormente a California y enviaban destellantes reportes.
En 1951, un Viejo amigo de mi padre que trabajaba en un rancho próximo a Mendota, California, una polvorienta y pequeña ciudad 35 millas al oeste de Fresno, consiguió que el rancho contratara a mi padre y mi hermano mayor como conductores de tractor durante el verano—mi padre tenía varios meses de tiempo de vacaciones acumulados. Así que la familia empacó algunas de nuestras pertenencias y se dirigió al oeste por la ruta 66, al igual que lo habían hecho muchos habitantes de Oklahoma antes que nosotros durante los veinte años previos.
Al llegar a nuestro destino en el rancho Encher, nos mudamos a una pequeña área habitacional amurallada al final de una estructura más grande originalmente construida como una barraca para los inmigrantes japoneses antes de la guerra. No cobraban extra por los baños y las duchas externas. En esos días, tales campamentos de trabajo cubrían densamente el Valle de San Joaquín, albergando no solamente a los migrantes de Oklahoma, Texas y otros desventurados que escapaban de la sequía del “Dust Bowl”*, sino también una abundancia de migrantes mexicanos. Un salpicado de italianos, portugueses, vascos, chinos y japoneses sazonaba a la población del área.
Al final del verano, habiendo el trabajo de mi padre probado ser más que satisfactorio para el empleador, y los salarios más que satisfactorios para mi padre, regresamos brevemente a Oklahoma, preparamos el traslado de las pertenecías de nuestra casa, tal como estaban, y nos mudamos de vuelta a California de forma permanente.
Para que no se cuestione acerca del objeto de esta pequeña narrativa mundana, me apresuro a enfatizar que mi padre había hecho algo bastante destacable: había dejado el soberano estado de Oklahoma, atravesado los soberanos estados de Texas, Nuevo México y Arizona, e ingresado y establecido residencia permanente en el soberano estado de California, todo eso sin la autorización de ninguno de los gobernantes de estos estados. ¡Imagínese eso!
Tedioso, dirá usted; cualquier estadounidense puede hacer lo mismo cada vez que lo desee. Bien, si, eso es cierto. Pero los estadounidenses pueden hacerlo solamente porque los estados soberanos que pertenecen al estado paraguas conocido como los Estados Unidos de América han acordado un sistema de esencialmente pasajes sin obstáculos a través de sus fronteras, y sus leyes reconocen que en general cualquiera con permiso de las autoridades estadounidenses para estar en los Estados Unidos puede moverse libremente dentro de los estados miembros de la unión. Ninguna ley prohibía a mi padre abandonar Oklahoma sin la aprobación del gobierno de Oklahoma, y ninguna ley le prohibía ingresar a California sin la aprobación del gobierno de California. (Anteriormente, en 1937, California promulgó un estatuto que se hizo conocido como la “ley contra los obreros de Oklahoma”, dirigido a evitar que ciertos estadounidenses ingresasen al estado, pero la ley fue derogada por la Corte Suprema de los EE.UU. en 1941 en su fallo Edwards v. California[314 U.S. 160].)
Muchos de los niños mexicanos con los que crecí podrían haber hecho un relato similar al mío. La única diferencia hubiese sido que para ellos, el origen de su migración hacia California resultó estar no en uno de los estados de los Estados Unidos de América, comúnmente conocida como América, sino en uno de los estados de los Estados Unidos Mexicanos, comúnmente conocido como México. ¿Era importante esta diferencia? Si lo era, ¿por qué? ¿Las líneas que los funcionarios gubernamentales trazan en los mapas separan al corazón de la humanidad?
Puede no ser enteramente irrelevante destacar que el área en la que mi familia se estableció en 1951 había previamente sido parte de México, desde la época de la independencia de México hasta que sus líderes fueron obligados a suscribir el Tratado de Guadalupe Hidalgo, que terminó con lo que los mexicanos apropiadamente llaman la intervención norteamericana (la Guerra de la Invasión Norteamericana). Como botines de esta guerra, el gobierno estadounidense arrebató no solamente la totalidad de la actual California, sino también de las actuales Nevada y Utah, gran parte de la actual Arizona y partes sustanciales de los actuales Nuevo México, Colorado y Wyoming. Recuerde esta historia la próxima vez que oiga a alguien hablar acerca de la actual “invasión” mexicana de los Estados Unidos. Si tan solo los estadounidenses bajo el comando del general Winfield Scott en 1847 hubiesen invadido Vera Cruz para recoger lechuga, en vez de para matar a la población local.
Para regresar a mi relato, sin embargo, la inmerecida adversidad que muchos de mis camaradas de la infancia padecieron emana del sencillo y moralmente irrelevante hecho de que los funcionarios gubernamentales que gobernaban los estados de Sonora, Chihuahua, Coahuila y otros incluidos en los treinta y un estados de la unión mexicana no habían logrado el mismo acuerdo que los funcionarios gubernamentales que gobernaban Oklahoma, Texas, California y otros incluidos en los (entonces) cuarenta y ocho estados de los Estados Unidos de América habían celebrado respecto de los cruces de los limites estaduales.
De vez en cuando, gente de mi conocimiento era acorralada y deportada, como si fuesen criminales. ¿Cuál era su crimen? ¿Recoger algodón? De ser así, entonces yo también era culpable, porque cuando era niño muchos de los rancheros todavía tenían que pasar de los trabajadores de Oklahoma y mexicanos a las recolectoras mecánicas, y cuando yo tenía once o doce años de edad, podía llenar una saca de 12 pies y, luego de haber pesado mi recolección, subirla por la escalera como un hombre para vaciar su contenido en el tráiler algodonero.
Hasta ahora que yo se sepa, las deportaciones jamás complacieron a nadie: ni a los desafortunados individuos arrancados de sus hogares y lugares de trabajo; ni a los rancheros y otros dueños de negocios que de buena gana contrataban a esta laboriosa gente; ni al resto de nosotros, cuyas relaciones con los mexicanos eran por lo general cooperativas y cordiales. La Migra—los oficiales de inmigración—era como un desastre natural. Estos aborrecibles funcionarios estatales descendían sobre la comunidad como una plaga o un enjambre de langostas, sin beneficiar a nadie, no obstante cobrar salarios a expensas del público por sus atropellos. Conocí a un joven que fue deportado varias veces, y cada vez regresaba tras un breve plazo. Se ofendía especialmente con estas costosas alteraciones de su vida pues, en verdad, había nacido en California, pero carecía de la documentación oficial de su lugar de nacimiento.
Si no está familiarizado con la coerción de la inmigración, aquí tiene una introducción, para la cual estamos en deuda con Pat Mora, cuyo poema “La Migra” comienza:
Juguemos a La Migra
Yo seré el oficial de frontera
Tú serás la mujer mexicana.
Yo tengo la insignia y las gafas de sol
Tú puedes esconderte y correr.
Pero no te puede alejar pues tengo un jeep
Puedo llevarte a cualquier parte,
pero no hagas preguntas
porque no hablo español.
Puedo tocarte donde desee,
pero no te quejes demasiado
porque tengo botas y pateo si tengo que hacerlo,
y tengo las esposas
oh, y una pistola.
Prepárate, alístate, corre.
Los anti-inmigrantes a menudo afirman que los mexicanos vienen aquí solamente para vivir de los beneficios sociales. Aparte de la manifiestamente incorrecta descripción de la verdad de esta declaración, uno se pregunta por qué el remedio obvio para este supuesto problema no se les ocurre a ellos: deshacerse del Estado de bienestar—después de todo, nadie, independientemente de su lugar de nacimiento, posee un justo derecho a vivir a expensas forzadas de los demás.
Otros sostienen que los “ilegales” atestan las escuelas y hospitales públicos, detrayendo recursos de los contribuyentes. De ser así, entonces la respuesta es la misma: saquemos al gobierno del negocio de la educación y la sanidad; jamás tendría que haberse metido allí en primer lugar.
Algunos estadounidenses disfrazan su odio con la acusación de que los extranjeros vienen aquí a cometer delitos, tales como la venta de drogas y la realización de actividades sin una licencia. Por supuesto que, en primer término, el tráfico de drogas y el trabajar sin una licencia gubernamental nunca debería haber sido penalizado para nadie, en virtud de que estos actos no violan los justos de derechos de nadie. Si la gente está preocupada acerca de los verdaderos delitos, tales como el robo y el homicidio, debe recordar que leyes contra estos crímenes ya existen, y que ninguna “guerra preventiva” especial contra potenciales inmigrantes infractores puede ser justificada, más de lo que puedo justificar atacar con armas nucleares a Filadelfia el día de hoy con la fuerza de mi convicción absoluta de que algunos residentes de esa ciudad cometerán serios delitos mañana.
Asistí a escuelas públicas en California desde segundo grado hasta mi graduación del colegio secundario, y más tarde, tras un año en la Academia de la Guardia Costera de los EE.UU., asistí a instituciones públicas de educación superior allí, graduándome del San Francisco State College en 1965 y asistiendo luego a la University of California en Santa Barbara durante un año de estudios de grado antes de marchar hacia las pasturas más verdes de Johns Hopkins (una presunta de universidad privada a cuyos enredos con el Pentágono mejor no mirar, si es que desea conservar su fe en las universidades “privadas”).
Sí mi padre pagaba algo más de impuestos al estado de California, sus gobiernos subsidiarios y al distrito escolar que lo que pagaban nuestros vecinos mexicanos lo dudo enormemente. Todos, independientemente de su lugar de nacimiento o documentación, pagaban impuestos al consumo, a la gasolina y a las ventas generales donde fuese que realizasen ciertas compras. Todos, independientemente de su lugar de nacimiento o documentación, pagaban el impuesto a la propiedad (indirectamente) cuando fuese que rentaban una casa o un departamento. Todos, independientemente de su lugar de nacimiento o documentación, pagaban aranceles por las licencias de conducir, licencias de caza, peajes en los puentes y otros privilegios que el estado graciosamente permitía disfrutar al campesinado por un precio.
Por supuesto, debido a que mi padre jamás percibió un salario enorme, bien puede haber pagado menos en concepto de impuestos que el costo de mi educación en las escuelas de California; ¿quién sabe? De ser así, ¿debería haber sido echado fuera del estado y deportado—enviado, como dicen, “de regreso a donde provengo”? ¿Estaba mi familia aprovechándose de los largamente sufrientes contribuyentes de California algo menos de lo que lo estaba la familia mexicana al otro extremo de nuestra calle? ¿Y qué diferencia hace de dónde proviene el aprovechador? ¿No es el propio aprovechador el corazón del problema? ¿Los autoproclamados “minutemen” que emprendieron recientemente la tarea de “asegurar la frontera” con México aplastan solamente a los mosquitos que han incubado en la vera sur del Rio Grande?
Si debemos escoger—y en verdad debemos—entre el Estado más poderoso y agresivo del mundo, por un lado, y un hombre que desea mudarse a Yakima para ayudar a su familia recolectando manzanas, del otro lado, ¿qué lado la decencia humana dicta que debemos escoger? Desafortunadamente, en esta situación, está todo tan demasiado claro que muchos estadounidenses están eligiendo alabar al Estado y hacer un fetiche de las fronteras que el mismo ha establecido por medios patentemente injustos. En cuanto a este andariego oriundo de Oklahoma, antes prefería arrodillarme ante un becerro dorado.
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