por Roberto Salinas León
Roberto Salinas León es presidente del Mexico Business Forum.
No hay duda que el principal enemigo económico, en estos momentos, es la nueva ola de inflación mundial. La estrategia acomodaticia de la Reserva Federal, ante la caída de los mercados de crédito y el problema de las hipotecas de calidad inferior (“suprime”), ha generado un exceso de liquidez, que ha encontrado su mejor vehiculo en el dramático aumento de los precios de los energéticos, así como de los alimentos.
Sin duda, hay un componente de cambios en la oferta. El choque de oferta en estos dos rubros, sin embargo, se ha dado en el contexto de laxitud monetaria—lo que, en estas circunstancias, ha filtrado el impacto inflacionario en precios fundamentales, como son el precio del petróleo y el precio de los alimentos. Las inercias inflacionarias, o más bien las transmisiones inflacionarias, se empiezan a sentir en otros precios, a pesar de mecanismos de contención (más no prevención) existentes con la competencia internacional.
Mas allá de las preocupantes estrategias de control que ha emprendido el gobierno mexicano actual, algunas que “rebasan por la izquierda” pero en la peor forma del populismo puro, esta lectura del entorno monetario internacional implica un dilema sumamente incómodo para la administración felipista.
Por un lado, para enfrentar el problema de la inflación, y para hacerlo en la forma correcta (en forma estructural, no con paliativos o estimulantes artificiales), habrá que dar presión al banco central, no para que afloje las riendas, sino para que las apriete. Además, como explica Ricardo Medina Macías anteriormente, estamos en el umbral de un episodio de política anti-inflacionaria, dura y directa. Es seguro que, si no antes, la “Fed” va a endurecer su postura monetaria a partir del inicio del 2009. O sea, tal como dice Medina Macías, adiós al dinero fácil.
De no seguir el camino correcto, la economía mexicana bien podría enfrentar tasas de inflación cercanas a los dos dígitos—con la consiguiente angustia de tener que sufrir de nueva cuenta el largo complicado camino para bajarlas a la tasa que especifica el contrato monetario del banco central con los tenedores de pesos mexicanos—no más de 3% anual, con una variación de un punto porcentual.
Empero, de atacar el problema inflacionario con los mecanismos monetarios de la banca central, habrá que aceptar dos consecuencias. Primero, habrá un apretón monetario, y con ello, el tramposo espejismo que los malvados galácticos de la institución central son responsables de una (posible) desaceleración. Habrá que recordar, como siempre, que un aumento de los medios de pago (más dinero) no es equivalente a mayor poder de compra (dinero que compre más).
Segundo, una restricción monetaria adicional implica una presión de apreciación en el tipo de cambio. No es, por lo tanto, descabellado pensar en una paridad que rompa la barrera psicológica de los 10 pesos—ni, por supuesto, los reclamos correspondientes de los grupos que, al amparo del dinero fácil, también pujan por una paridad fácil.
Un tercer efecto de este dilema incómodo es que, posiblemente, el gobierno se vea obligado a reconocer que no hay otra, que se debe hacer todo para dar facilidades al lado de la oferta, haciendo el trabajo duro de crear las condiciones para acelerar el crecimiento sano y sostenido. ¿Será?
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