08 agosto, 2008

De campesino a empresario: cómo la apertura de tres décadas ha dado fruto al sueño chino

Por Ian Johnson

Cuando Ma Yinjiang abrió la puerta de la casa de sus padres, fue como entrar en una máquina del tiempo. En la choza de madera y barro, el silencio sólo era interrumpido por el sonido de los gusanos de seda comiendo hojas de morera. "Pronto formarán sus capullos y alguien tendrá que recogerlos a mano", dijo recientemente Ma, de 44 años. "Ésta era mi vida y yo hice todo lo posible por escapar".

Ma consiguió salir. Sin contactos en los círculos de poder, obtuvo una educación y fundó su propia empresa. En el camino, también se manifestó a favor de la democracia, empezó una familia y coqueteó con la religión. Se siente orgulloso de su país y está impaciente por el comienzo de los Juegos Olímpicos, para que el mundo vea cómo ha cambiado China.

Los Juegos, que empiezan hoy, llegan 30 años después de que China acogiera la economía de mercado. Los efectos de este proceso se han hecho sentir en todo el mundo. En una generación, China pasó del estancamiento a ser una superpotencia. Para muchos en el extranjero, la elección de China para ser sede de los Juegos es un reconocimiento de su nuevo poderío.

Por otra parte, para muchos chinos, las Olímpicos han adquirido un significado más benigno y complejo. En medio de la prosperidad actual, los sondeos de opinión y las conversaciones informales reflejan una oleada de optimismo. Se podría decir que los chinos han adoptado el sueño americano: la creencia de que mañana será mejor que hoy. "Podemos mostrar quiénes somos. China no es sólo campesinos en arrozales o gente gritando vivas por Mao", dice Ma.

En un país de 1.300 millones de personas, la de Ma ha sido una vida representativa. Aunque es más adinerado que el promedio, Ma no habla inglés, ni conduce un auto caro, ni es propietario de una casa. No ha viajado al extranjero con los paquetes turísticos baratos tan populares entre la clase urbana china. Ma representa lo que se podría denominar la China aspiracional. El deseo de muchos de aprovechar las oportunidades que ofrece este momento singular de la historia china.

Éramos tan pobres

Ma vive en Hangzhou, una de las ciudades más bellas y prósperas de China. Pero visita con frecuencia a su madre, hermana y su familia en Dushi, su localidad natal, unos 160 kilómetros al norte. Ma, un hombre más bien delgado de 65 kilos y 1,76 metros, viste uniforme de oficinista: pantalones blancos y camisa de algodón. En una visita reciente, su madre se sienta a su lado en la escalera que da al patio, comiendo semillas de girasol y bebiendo té. Los campos están salpicados de estanques de peces, hortalizas y árboles de mora, y flanqueados por casas nuevas de dos y tres pisos. "Cuando era niño todo era completamente diferente", dice. "Nada era así, ni siquiera las plantas". Su madre señala los campos con el dedo y dice "pobres, éramos sólo pobres".

Ma Yinjiang nació en uno de los períodos más tumultuosos de la historia de China. En 1964, el país seguía en manos de Mao Zedong, el carismático pero errático fundador de la República Popular China. En los 15 años anteriores, Mao había unificado el país. Pero su comunismo mesiánico había conducido a políticas económicas descabelladas y a una de las peores hambrunas de la historia, que mató a hasta 30 millones de personas. Eso fue seguido por la Revolución Cultural de 1966, una década de anarquía que llevó el país a las puertas de una guerra civil.

Ma provenía de una familia demasiado pobre como para ser perseguida. Sus padres cultivaban arroz para una cooperativa del gobierno. La educación y la salud eran gratuitas, por lo que Ma obtuvo una educación buena, aunque básica. Lo que más recuerda son las oportunidades desperdiciadas. "Mi padre tenía un talento natural para los negocios. Habría tenido éxito, si no le hubiesen forzado a quedarse en la granja".

[China]

Las políticas radicales acabaron después de la muerte de Mao, en 1976. Bajo su sucesor, Den Xiaoping, China gradualmente se alejó del comunismo y abrió sus puertas a la inversión internacional. Los agricultores pudieron entonces cultivar lo que quisieran; la producción y las ganancias se dispararon y la gente empezó a reconstruir sus viejas casas. Su pueblo natal, Dushi, cambió rápidamente. Los agricultores ya no sólo plantaban arroz. Algunos arrozales se convirtieron en estanques para criar pescado y patos. Los edificios se hicieron más altos.

Para Ma, la clave del cambio fue la reapertura de las universidades clausuradas por Mao. Ma pasó los exámenes de ingreso a una de las mejores universidades de ingeniería del país, en Beijing, y se graduó en 1986, el mismo año que su padre murió de un infarto.

Ma era un estudiante de doctorado en la Universidad de Hangzhou cuando estallaron las protestas estudiantiles de 1989. Participó, escribiendo ensayos y uniéndose a manifestaciones en su universidad. En Beijing, el gobierno mandó soldados a dispersar a los manifestantes en la plaza de Tiananmen. Cientos murieron, la mayoría estudiantes. Desilusionado, Ma se encontró cara a cara con un dilema: seguir estudiando y acabar trabajando en un instituto de investigación del gobierno, o intentar suerte por su cuenta.

Como miles de otros estudiantes del movimiento, Ma se lanzó en busca de su fortuna, en su caso mudándose a Shenzhen. El viejo puerto pesquero al otro lado del río de Hong Kong había sido declarado Zona Económica Especial en los años 80 y se había convertido en la meca de las nuevas fortunas. "Era un oasis de libertad", dice.

Pronto se desilusionó. Ma y su familia habían apostado todo a la educación, pero sus conocimientos de ingeniero parecían no valer mucho entonces. Trabajó en una serie de compañías, aprendiendo habilidades empresariales y buscando nuevas oportunidades. Su falta de contactos le supuso un escollo. Muchos otros ingenieros que fundaron compañías lo pudieron hacer, dice Ma, sólo porque "tenían algún tipo de contactos", una queja común en la China de entonces.

Lo que cambió su vida fue un dispensador de jabón. Ma se hospedaba en un hotel y se preguntó por qué los recipientes que suministran jabón líquido siempre estaban goteando. Como buen ingeniero, desarmó uno de ellos y comprobó que estaba mal diseñado. Luego compró una versión extranjera, la desarmó y vio la diferencia.

"Es una tecnología muy simple, pero nadie en China se había preocupado por hacerla bien", dijo. Así que fabricó algunos prototipos y visitó a ejecutivos de hoteles. En China, los gobiernos locales con frecuencia tienen conexiones estrechas con los hoteles locales, pero Ma no tenía ninguna. Sin embargo, su idea era tan evidente y sencilla que enseguida consiguió un pedido por 400.

Ése fue el principio de su compañía, Keepall Ltd., en 1999. La idea era inteligente y típica para China. Era esencialmente una copia de un producto extranjero, pero tenía valor real.

Keepall se diversificó. Ahora fabrica secadores de pelo y teteras eléctricas, con ventas de US$200.000 el año pasado. Pero con nueve empleados, y teniendo en cuenta los costos de producción, Ma está lejos de ser rico. El odómetro de su Volkswagen Bora marca 200.000 kilómetros. Como a muchos empresarios chinos, le cuesta separar su vida personal y profesional, pero calcula sus ingresos individuales en un décimo de las ventas totales de la compañía, lo cual lo convierte en rico en comparación con el residente urbano medio de Hangzhou, que gana US$3.000 anuales.

También sabe que lo que en el pasado le ha servido a él — y a China— no servirá en el futuro. Desde el ingreso de China a la Organización Mundial del Comercio en 2001, las compañías extranjeras han aprovechado aranceles más bajos y la protección más estricta de los derechos de propiedad intelectual.

Esto ha motivado a Ma a contratar a dos diseñadores informáticos para ayudarle con los nuevos productos. Su objetivo es ampliar de tres a ocho la cantidad de artículos que fabrica. También está estudiando la idea de vender sus productos en el mercado minorista.

Aunque tiene preocupaciones mayores. "Empecé a pensar en las cosas en serio en los años 90", dice. "Me preguntaba por qué tenía conocimientos pero no me podía valer de ellos y por qué estaba en el mundo. Creía que tal vez Dios se había olvidado de mí". Ese sentimiento nutrió un interés creciente en la religión, parte de un renacimiento espiritual que está despuntando en China. Se unió a una "iglesia casera", una reunión cristiana no oficial, y empezó a leer la Biblia (como muchas cosas en China, las iglesias caseras son ilegales pero toleradas).

"El cristianismo habla de hacer cosas por los demás", dice. "Eso tiene más sentido para mí que hacerlo todo por uno mismo. ¿Cuál es el sentido de eso?" No se define como cristiano —"Todavía no alcanzo a creérmelo todo" — pero mantiene un fuerte interés en dicha religión.

Ma dice que lo más importante es su familia: su hijo Bingfeng y su mujer, Cao Jiahui, una joven tímida que trabajaba en uno de los hoteles a los que les vende los dispensadores. "Si consigo que mi empresa funcione bien y mi familia esté feliz y que mi hijo se eduque, eso es suficiente".

Los tres, más su suegra, viven en un apartamento alquilado en Hangzhou. Su única concesión al lujo es un gigantesco TV de pantalla plana, donde ve un programa sobre los Olímpicos. ¿Qué deporte seguirá? Su mujer contesta: "¡Lo único que hace es trabajar!" Ma la mira y responde: "Éste no es el momento de descansar. ¿Cree que tengo éxito? No es así. Vuelva el año que viene".

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