México: El destino inevitable del PRD
por Sergio Sarmiento
Sergio Sarmiento es articulista de Reforma y comentarista de TV Azteca.
No es la primera vez que el Partido de la Revolución Democrática (PRD) parece a punto de desmoronarse. Pero la disputa pública por el control del partido ha llegado hoy a un nivel de acrimonia nunca antes visto. Hemos llegado al punto en que los perredistas toman las propias instalaciones del PRD. La gran pregunta ahora es si se desmoronará este partido, creado en 1989, que en el 2006 tuvo su mejor desempeño electoral en la historia y se convirtió en el segundo partido del país.
La respuesta parece ser “No”. Y la razón es muy sencilla. En el actual sistema político mexicano es mejor tener el control de medio PRD que no tener nada. Los partidos políticos son maquinarias poderosísimas de influencia política y de generación de ingresos. Crear un partido político nuevo, en cambio, es una tarea que con la nueva legislación electoral se ha vuelto muy difícil.
Las diferencias entre los distintos grupos que forman el PRD, y particularmente entre el más radical, que encabeza Andrés Manuel López Obrador, y el moderado de Jesús Ortega, han llegado a un punto en que difícilmente se puede hablar de que forman una sola agrupación política. La única razón de que permanezcan unidos es que ninguno quiere dejar al otro la estructura y prerrogativas millonarias del partido.
Los chuchistas y los lopezobradoristas se encuentran en una situación similar a la de una pareja que se está divorciando cuando ninguna de las dos partes quiere dejar la casa que es el único activo de ambos. En esta convivencia malsana, sin embargo, se pueden cometer muchos errores.
López Obrador, de hecho, ha cometido un error crucial en este proceso interno. Él pudo haber asumido el papel de estadista neutral ante dos fuerzas políticas que le habían prometido fidelidad. No hay que olvidar que, pese a todas las diferencias, Jesús Ortega fue un aliado inamovible de López Obrador durante la campaña presidencial del 2006, en la que sirvió, cuando menos nominalmente, como jefe de campaña. Esta lealtad se mantuvo en los meses posteriores, incluso en la desastrosa toma del Paseo de la Reforma de la ciudad de México.
Al tomar partido por Alejandro Encinas en el proceso interno, López Obrador cerró las puertas a esta alianza incómoda —pero alianza al fin—que había permitido al PRD mantenerse unido. En lugar de ser una fuerza de equilibrio, quiso imponer al próximo líder. Y con eso quizá perdió al propio partido.
El PRD no puede tener un divorcio rápido e indoloro. Quienquiera que se quede con el nombre y la estructura del partido controlará las prerrogativas. Éstas representan casi 500 millones de pesos en este año no electoral, pero ascenderán a mucho más en el 2009. Quien deje el partido, en cambio, tendrá que empezar de nuevo a formar un partido, pero con reglas mucho más restrictivas que antes.
Las tribus del PRD parecen condenadas a pelearse entre sí pero a mantenerse unidas bajo un mismo partido. Es un destino triste. Pero de momento parece inevitable.
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