12 septiembre, 2008

La joya de Medina
Alvaro Vargas Llosa

Washington, DC—La editorial británica Gibson Square ha anunciado que pronto lanzará “The Jewel of Medina”, una novela de la escritora Sherry Jones cuya publicación en los Estados Unidos fue cancelada por Random House por temor a las represalias de fanáticos musulmanes. Bravo.

La ficción novela la relación entre el profeta Muhammad y Aisha, la más joven de sus mujeres. Tras pagar a la autora un anticipo importante y preparar el lanzamiento del libro, Random House envió las galeradas a distintos académicos, algunos de los cuales advirtieron al editor que el contenido distorsionaba la historia, ofendería a los musulmanes y podría traer muchos conflictos. También fueron consultados expertos en seguridad. Random House canceló la publicación aduciendo razones de “seguridad”.

No se trató de un caso de censura: nadie tiene un “derecho” a ser publicado por terceros. Pero en la medida en que la decisión comercial fue dictada por el temor a represalias generado por anteriores ejemplos de violencia contra personas que, según la percepción de algunos musulmanes, habían insultado al Islam, su implicación desborda la relación contractual entre Random House y Sherry Jones. En cualquier momento y lugar en que una amenaza de violencia inhiba el ejercicio de la libertad de expresión, las imperfectas libertades de la civilización occidental que tanta gente alrededor del mundo lucha por alcanzar peligran. Por ello, la valiente decisión de la editorial británica de imprimir The Jewel of Medina también tiene una implicación que va más allá del contrato entre Gibson Square y Sherry Jones.

El contenido del libro —descrito, promisoriamente, como plagado de sexo y violencia— no importa a efectos de esta discusión. Puede ser, como sostiene un académico que lo leyó, pura basura. Y en todo caso un libro de ficción histórica jamás debe ser juzgado por su veracidad. Grandes novelas históricas como “La guerra y la paz” de Tolstoy, “El jorobado de Notre-Dame” de Víctor Hugo o “Memorias de Adriano” de Marguerite Yourcenar son todas “inexactas”. Tambien lo son las malas novelas históricas.

Es cierto que una novela pícara sobre Muhammad podría encender pasiones. “Los versos satánicos” de Salman Rushdie, una de sus creaciones menos interesantes, le valieron una sentencia de muerte de parte del Ayatollah Khomeini en 1989. Recuerdo haberle preguntado a Rushdie, a quien entrevisté en la clandestinidad cuando apareció “El último suspiro del moro”, si había cambiado algunas de sus posiciones izquierdistas contra quienes defendían con firmeza las libertades del Occidente. Respondió que sí. El autor indio agregó que esos valores sólo son ‘occidentales” en el sentido de que fue en el Occidente donde se desarrollaron, pero que su validez es universal.

Algunos distribuidores de “Los versos satánicos” fueron asesinados por fanáticos musulmanes. El cineasta holandés Theo van Gogh corrió igual suerte en 2004 por “Sumisión”, un documental de diez minutos sobre la opresión contra las mujeres en las sociedades islámicas. Cuando en 2005 el periódico danés Jyllands-Posten publicó doce caricaturas de Muhammad, las embajadas danesas fueron atacadas en varios países: docenas de personas perecieron en las protestas.

Cualquier editorial responsable debería, por supuesto, tener en cuenta estos horrores. Y tiene el derecho de hacer lo que le plazca con cualquier manuscrito que reciba, incluido el derecho a cambiar de opinión. El problema no es si Random House estaba facultada para tomar una decisión así, sino lo que la decisión de ir en contra de su propio deseo de publicar el libro nos dice del temor que el fanatismo ha instalado en los países occidentales a través de sistemáticos actos de intolerancia.

Muchas personas malinterpretan lo que significa la libertad de expresión en los países occidentales. Piensan que es una restricción a la facultad del Estado de interferir en la libertad de expresarse. En realidad, es una restricción al poder de cualquier persona, y no sólo del Estado, de interferir en el derecho a la libre expresión de otra persona. Si una decisión empresarial es tomada bajo un temor extremo —provocado directa o indirectamente por la fuerza de alguien que no es el Estado— la libertad de expresión también sufre.

No me importa la razón por las que Gibson Square ha decidido publicar el libro, sea oportunismo, codicia, sed de escándalo, poco cariño al Profeta o una convicción sobre los méritos de la novela. El hecho de que alguien, en algún lugar, esté dispuesto a correr el riesgo de no permitir que la amenaza de violencia inhiba la libertad de expresión es tremendamente reconfortante.

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