Cuba y la crisis financiera mundial
por Oscar Espinosa Chepe
Oscar Espinosa Chepe es economista y periodista cubano independiente. Espinosa Chepe reside en Cuba.
El mundo vive una peligrosa crisis financiera. Su aparición en Estados Unidos, y dada la creciente interconexión de los mercados, ha afectado a todos los países con desastrosas consecuencias, apreciadas ya en la disminución del crecimiento económico y la amenaza de una recesión a escala planetaria. Sus efectos son observados en la disminución del crédito, la elevación del desempleo y la disminución de los precios de las materias primas, entre otros, lo cual tiene consecuencias perniciosas para las naciones más pobres y sin reservas. Por ello, carecen de razón quienes en Cuba baten palmas con la esperanza de la caída del capitalismo, porque las principales afectadas serán precisamente las naciones con menos condiciones para enfrentar la crisis.
Próximo a cumplirse 20 años de crisis económica, política y social, la situación se ha agravado en Cuba por el azote de los huracanes Ike y Gustav. La magnitud del golpe fue colosal; la mayor destrucción en la historia de la república. Aproximadamente, 500.000 viviendas dañadas total o parcialmente, cerca del 15% del maltrecho fondo habitacional; devastación del sistema electro-energético; pérdida de miles de hectáreas de cultivos, en particular plátano, cítricos, arroz y café; considerables afectaciones a la cría de aves y cerdos; cientos de escuelas, hospitales, industrias, centros deportivos y culturales, casas de curar tabaco y almacenes dañados. Las evaluaciones iniciales cuantifican las pérdidas en más de 5.000 millones de dólares, algo más del 10% del PIB.
En este contexto, la crisis internacional constituye un tercer huracán de grado superior. En términos prácticos, ya se aprecia la caída en picado de la cotización del níquel, mineral que en 2007 constituyó aproximadamente el 60% de las exportaciones de Cuba. A ello pudiera acompañar el deterioro del turismo por las dificultades económicas en los países emisores de visitantes, y la disminución de las remesas, provenientes en gran medida de Estados Unidos. Y podría acrecentarse la dificultad para obtener créditos frescos en el exterior; algo ya difícil para un país declarado de alto riesgo crediticio.
El caso sería aún más grave si surgieran dificultades en Venezuela, principal sostén de la maltrecha economía cubana. La nación suramericana depende en un 90,0% de las exportaciones de petróleo, fundamentalmente a Estados Unidos, y recibe alrededor del 60,0% de sus ingresos fiscales del combustible. Si la cooperación venezolana cesara o disminuyera sensiblemente, a causa de la minoración de la cotización del petróleo o por problemas internos, los efectos en Cuba serían desastrosos, con consecuencias peores que cuando terminó la subvención del Bloque Soviético a fines de la década de 1980.
Actualmente, la infraestructura cubana está muy deteriorada por los 20 años de crisis y un proceso agudo de descapitalización, con tasas de inversión insuficientes para garantizar la reproducción simple en ramas económicas esenciales. Mientras, el crédito político disfrutado por las autoridades durante decenios se ha convertido en un mar de disgusto de una población que ha perdido la confianza. Un malestar que, de continuar en ascenso, pudiera desembocar en convulsiones sociales o en una estampida de personas desesperadas por alcanzar las costas de Estados Unidos, con imprevisibles consecuencias para las relaciones con esa nación.
Las esperanzas creadas por las promesas del general Raúl Castro se han tornado una gran frustración por la casi inacción del Gobierno, posiblemente por presiones de los sectores más conservadores. La entrega de tierras en usufructo es una medida muy limitada. A pesar del cataclismo ocasionado por los huracanes y la imposibilidad de responder a los daños por falta de recursos, las autoridades han sido remisas a recibir la ayuda ofrecida por la Unión Europea y Estados Unidos, sin considerar que viviendas destruidas por ciclones hace años no han sido repuestas.
El Gobierno ha encarado la situación de forma contraproducente. El 8 de septiembre, día de penetración del huracán Ike por la provincia de Holguín, anunció la elevación del precio del combustible diésel en el 86,0% y de las gasolinas como promedio en más del 60,0%, lo cual eleva los costos de producción y transporte. El día 22 congeló los precios de los productos agropecuarios a los niveles anteriores a la catástrofe natural, e implantó una fuerte campaña represiva y de restricciones contra quienes tradicionalmente actúan en el mercado informal.
Se requieren medidas contra el robo y la especulación, pero no una camisa de fuerza a los productores mediante condiciones inaceptables, porque es imposible vender a precios anteriores a la enorme subida de los combustibles, sin mencionar los ya exageradamente altos de los insumos agrícolas. Las consecuencias han sido el total desabastecimiento de los mercados agropecuarios privados y estatales, por la pérdida de cosechas y la reacción de los productores e intermediarios, con la contradicción de que la escasez aumenta los precios en el mercado negro.
En tales condiciones, no son estos tiempos de absurda euforia por los males que padecen otros, sino de buscar soluciones para enfrentar los graves problemas actuales y los derivados de la crisis internacional. Son tiempos de cambios liberadores de las fuerzas productivas, no de arcaicas concepciones.
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