27 octubre, 2008

La fábrica de monstruos

por Carlos Alberto Montaner

Carlos Alberto Montaner es periodista cubano residenciado en Madrid.

Estaba en Praga y leyendo a Milan Kundera cuando estalló la bomba. Me había invitado Václav Havel al Foro 2000, la gran reunión europea que se celebra en esa ciudad todos los años bajo la presidencia del también notable escritor y padre de la recuperada democracia checa. Elegí para el viaje La inmortalidad, una novela prodigiosa de Kundera, llena de observaciones brillantes sobre la naturaleza humana. La noche del domingo, antes de dormir, cerré el libro admirado de la capacidad de Kundera para adentrarse por los oscuros vericuetos de eso que antes solían llamar ''el alma''. Tal vez tenía algunas razones para poseer una mirada tan dolorosamente incisiva. Eso lo descubriría el día siguiente.

El lunes no se hablaba de otra cosa entre los asistentes al Foro: dos periodistas de la revista Respekt habían encontrado un informe de la policía política de 1950 en el que se afirmaba que el estudiante Milan Kundera de 21 años (además del nombre lo identificaban con la fecha de nacimiento) había delatado al ''agente de Occidente'' Miroslav Dvoracek, un checo exiliado que había regresado clandestinamente al país. Según la denuncia, Kundera —entonces un militante de la juventud comunista— comunicaba que esa noche Dvoracek pasaría por la residencia de estudiantes que él dirigía a recoger un maletín que le había guardado una muchacha. El novio de la joven le había hecho la confidencia a Kundera. En el maletín sólo había unas barbas postizas y unos sombreros que servirían para disfrazar al presunto infiltrado. Finalmente, Dvoracek, quien nunca conoció a Kundera, fue condenado a 22 años de prisión, de los cuales cumplió 14 trabajando hasta casi morir en una mina de uranio.

Kundera niega rotundamente que él haya sido el delator. Ni siquiera recuerda los hechos. Algunos checos del mundillo intelectual lo respaldan y defienden su inocencia. La media docena de escritores, diplomáticos y periodistas con los que hablé piensan lo contrario. En el mismo número de Respekt, el jefe de redacción, Martin M. Simcka, va más allá y cree encontrar rastros de su culpabilidad en la propia obra de Kundera. Esa sería la clave de su enigmático poema ''El último mayo'' publicado en 1955. Ese sería el fin último de La broma, una novela de 1967 donde una simple irreverencia (una postal chistosa escrita a una novia en la que afirma que ''el optimismo es el opio del pueblo'' y se despide con un ''¡viva Trotski!'' se convierte en la causa por la que lo persiguen los jóvenes comunistas, lo expulsan de la universidad y le desgracian la vida). En la lectura original que se le dio a la novela, se trataba de una crítica al dogmatismo y a la estupidez insufrible de las dictaduras comunistas. En la nueva interpretación, además de denunciar todo eso, Kundera realmente estaba haciendo una especie de agónica catarsis. El no era el estudiante perseguido. El había sido el estudiante perseguidor. Se estaba pasando una factura a sí mismo.

No sé si Kundera es culpable o inocente. Como lo admiro, quisiera creer que nunca fue un delator, aunque las pruebas circunstanciales parecen demostrar su responsabilidad. El era un joven comunista fanático de 21 años y estas criaturas, como sus muy parecidos primos fascistas, suelen ser peligrosas.

Creen que la revolución justifica cualquier cosa y en nombre de la causa gloriosa matan, delatan, golpean, mienten, escupen a sus adversarios, los difaman. No tienen límite. Todos los archivos policíacos abiertos tras la desaparición del comunismo cuentan cosas parecidas. En todas estas dictaduras totalitarias —la Alemania nazi, la Italia fascista, la URSS y sus satélites, Cuba incluida— ocurrieron cosas parecidas y mil veces peores.

Pero hay otra posibilidad, otro matiz. Acaso el gran culpable es el sistema. Un sistema que fabrica monstruos y obliga a las personas a ensuciarse las manos generando una terrible atmósfera de miedo y paranoia. Tal vez Kundera no era un fanático (en esa época su padre ya había sido represaliado por los estalinistas), sino un joven muerto de miedo al que alguien le comentó que esa noche ''un infiltrado de Occidente'' iría a recoger una misteriosa maleta a la residencia que él dirigía. ¿Y si el que le hizo la confidencia era un informante de la policía? ¿Y si el otro contaba la historia? ¿Cómo explicaba él su silencio? De alguna manera, el delator, forzado a la vileza, era también una víctima.

En todo caso, el Kundera que escapó a París y desde allí ha escrito La insoportable levedad del ser y otra media docena de libros excelentes no tiene nada que ver con aquel estudiante fanático o aterrorizado que (tal vez, no lo sabemos) denunció a un valiente disidente que trataba de organizar la resistencia frente a la entonces incipiente dictadura comunista. No creo que sus lectores deban dejar de leerlo por la duda infamante. Acaso sucede lo contrario: no hay nada más kunderiano que este trágico episodio en el que el escritor se ha convertido en personaje de una novela real. ¿Podrá escribir esta novela terrible?

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