La última de las bancarrotas conocidas: la del pensamiento económico mayoritario
Los bancos, los constructores de casas y los fabricantes de automóviles no son los únicos que la están pasando mal por estos días. Si podemos darle crédito al informe de Louis Uchitelle del 7 de enero en el New York Times, los economistas de la corriente mayoritaria han, en efecto, declarado su bancarrota intelectual. Según Uchitelle,
Asustados por la recesión y la crisis crediticia ésta que produjo, los economistas de la corriente mayoritaria de la nación están apoyando el gasto público para reparar el daño—incluso aquellos que durante mucho tiempo se han resistido a que el gobierno desempeñe un papel significativo del en el sistema de mercado. . . . Cientos de economistas reunidos aquí [en San Francisco] para el encuentro anual de la American Economic Association parecieron reconocer que un cambio profundo había tenido lugar. En su última reunión, las ideas acerca de la utilización del gasto público como una forma de salir de una recesión o de que el gobierno asuma un rol para mejorar al sistema de mercado se habían circunscripto a los progresistas. La opinión mayoritaria era escéptica o francamente hostil a tales sugerencias. Esta vez, virtualmente todos expresaron su apoyo, retornando a un modo de pensar que había pasado de moda en la década de 1970.
A esta altura, uno no puede evitar recordar los Proverbios 26:11: “El perro vuelve a su vómito y el necio a su necedad.”
La economía moderna padece de una variedad de debilidades y defectos, entres los cuales la búsqueda de cosas nuevas es una de las principales. La búsqueda crónica de novedades, sin embargo, emana de un problema más serio: los deficientes fundamentos epistemológicos de quienes siguen a la opinión mayoritaria—conjeturas positivistas que llevan a los economistas a creer que imitando a los físicos del siglo diecinueve están actuando como “científicos”. Trabajando bajo esta grave interpretación errónea, están destinados a ser arrastrados erráticamente por los vientos de los cambiantes acontecimientos. Tan tenue es la apreciación contemporánea de las verdades económicas, que el más ligero resquebrajamiento del orden económico confunde por completo a los economistas y los hace rondar salvajemente en busca de un nuevo modelo que predecirá mejor que el viejo, que ahora queda desacreditado.
Algunos se encuentran tan afectados por el inesperado curso de los acontecimientos que proyectan el colapso de su superficial entendimiento sobre los propios actores económicos. Así, el profesor Peter Gottschalk del Boston College le expresaba a Uchitelle: “Nuestros modelos están construidos en base a la suposición de que la gente promedio se comporta racionalmente y hace lo correcto, pero esta vez la gente hizo mayormente aquello que no debía”.
Si el profesor Gottschalk hubiese mojado la punta de sus pies en las profundas aguas del tratado Acción Humana de Ludwig von Mises, comprendería que incluso el más racional de los actores puede cometer errores. Además, hubiese estado en condiciones de entender cómo las diversas políticas gubernamentales—subsidiar la propiedad casi universal de viviendas, generar créditos artificialmente baratos, intimidar a los prestamistas renuentes y prometer rescatar a cualquier gran institución financiera al borde de la quiebra—crearon incentivos que llevaron a que gente perfectamente racional actuase de un modo que ahora parece haber sido desacertado o incluso irracional.
Sin embargo, el error conceptual de Gottschalk, difícilmente lo haga único en su género.
Según Janet Yellen, presidenta del Banco de la Reserva Federal de San Francisco, “El nuevo entusiasmo por el estímulo fiscal y en particular por el gasto gubernamental, representa una enorme evolución en el pensamiento mayoritario”, la cual ella espera que persista, en palabras de Uchitelle, “mientras la profesión esté dominada por hombres y mujeres a los que les toca vivir esta depresión”. Si este pronóstico resulta correcto, una profesión que permitió que su errónea interpretación de los sucesos económicos durante la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial la condujese por el rumbo equivocado durante tres o cuatro décadas, después de haber revertido de alguna manera el rumbo desde la década de 1970, estará volviendo al mismo pensamiento erróneo que abrazó en el periodo inmediato a la posguerra—esta vez, sin embargo, sin la excusa de la confusión engendrada por una depresión genuinamente grande.
Al igual que los economistas que carecen de sanas amarras teóricas, aquellos reunidos en San Francisco estaban “repletos de propuestas”, y “sus propuestas estaban por todas partes”. La economía moderna no es nada más que moderna. A menudo esta moda refleja solamente las altas calificaciones otorgadas al economista que emplea una nueva y aún más incomprensible herramienta analítica— un teorema matemático o un procedimiento estadístico copiado de los journals de matemáticas y estadísticas—pero a veces, como ahora, simplemente denota cómo un pensador que está ahogándose se aferrará a cualquier tabla intelectual que encuentre flotando.
Sin embargo, los economistas que participaron de la reunión coincidieron en algo importante: “muchos afirmaron que una vez que la recesión termine, la nación no debería regresar al sistema que predominó desde la elección de Ronald Reagan en 1980 hasta la crisis actual. Un sistema en el que los impuestos, las regulaciones y el gasto público estuvieron minimizados”. ¿Es posible que la declaración que he enfatizado en la cita precedente en verdad exprese las ideas de la mayor parte de los economistas? De ser así, entonces tan solo podemos concluir que de alguna forma se han removido a sí mismos de este planeta y fijado residencia en otro mundo.
La idea de que desde 1980 “los impuestos, las regulaciones y el gasto publico estuvieron minimizados” no puede ser sostenida honestamente por ningún ser sensible que haya prestado la más mínima atención a los acontecimientos de los últimos treinta años—un periodo durante el cual los pagos federales subieron desde 1.137 millones en 1980 a 2.588 millones en 2007 (en dólares constantes de 2007), los desembolsos federales subieron de 1.312 millones a 2.730 millones (en dólares constantes de 2007), los impuestos inmobiliarios y locales y los gastos se incrementaron en más del 150 por ciento, y las regulaciones manaron desde Washington y las capitales de los cincuenta estados como si los burócratas no vieran necesidad alguna en preocuparse por el mañana.
No obstante todos estos acontecimientos y muchos otros apuntando en la misma dirección, ¿los recientes conversos al intervencionismo fiscal activo quisieran hacernos creer que esta tempestad en curso de un gobierno más y más grande implicaba que los impuestos, el gasto y la reglamentación gubernamental estaban siendo minimizados? La mente se aturde ante tal flagrante disparate.
Tampoco son los puntos de vista equivocados acerca de la historia económica reciente la única la estupidez informada desde la conferencia de la AEA. “Prácticamente todo economista que disertó aquí coincidió en que un dólar invertido en, digamos, un nuevo sistema de tránsito o en la reparación de un puente es gastado y vuelto a gastar más eficientemente que un dólar que llega a un hogar a través de una baja en los impuestos”. ¿Qué dijeron? ¿Los políticos y burócratas usan el dinero de la gente más juiciosamente que la gente que lo ganó? Si bien es posible que Uchitelle parecería haber estado refiriéndose aquí a sí los fondos serían gastados reiteradas veces por los consumidores de bienes, en vez de ser ahorrados, y simplemente utilizó mal el término económico “eficientemente”, la inanidad de la observación persiste. ¿Los economistas de hoy en verdad toman seriamente a la vulgar idea keynesiana de la Paradoja del Ahorro? ¿Pueden ser tan idiotas como para suponer que cada dólar del ingreso que no es gastado en el consumo de bienes va a parar debajo del colchón y a quedarse allí? ¿Cómo, se pregunta uno, imaginan que llegó a existir el masivo aparato de capital del mundo moderno—con la gente gastando en su consumo inmediato cada centavo del ingreso que alguna vez recibió?
También debemos recordar algo: la macroeconomía moderna actúa con sereno desdén por el capital, su composición, su complejo rol en la estructura temporal de la producción y su origen en el ahorro. La macroeconomía trata con agregados sencillos, si es que lo hace. Para el macroeconomista de hoy, el stock agregado de capital es algo “dado” y eso es todo lo que importa en el presente, en verdad, todo lo que existe. En el largo plazo, todos los macroeconomistas estarán muertos.
No deseo concluir esta pequeña diatriba sin reconocer que una cantidad sustancial de trabajos interesantes e importantes todavía abunda en la corriente económica mayoritaria—como se suele decir, algunos de mis mejores amigos son economistas que siguen el pensamiento mayoritario (y yo mismo fui uno de ellos alguna vez). No obstante, tales trabajos son la excepción a la regla. Gran parte de los trabajos decentes tienen lugar en campos tales como la historia económica, la nueva economía institucional, la elección pública y otras áreas aplicadas a las que los aristócratas de la profesión—los denominados teóricos y econometristas académicos—tratan con desdén como si fuese una labor apta solamente para pocos miembros de la profesión.
Ningún área de la economía moderna se aproxima tanto a la completa inutilidad como la macroeconomía. Mirando retrospectivamente a los setenta años desde que la Teoría General de John Maynard Keynes le dio prominencia a este estilo de análisis, uno observa una serie de ideas sorprendentemente tontas, argumento falaces y un desprecio absoluto por las cuestiones básicas que hacen al fundamento de la ciencia, tales como, “¿Qué significa en definitiva el producto nacional?” y “¿Debería incluirse al gasto gubernamental en el PBI?” A pesar de que pocos economistas han ponderado estos interrogantes, sus reflexiones en su gran mayoría han sido arrastradas por el interminable aluvión de atolondrados ejercicios matemáticos:
llámelo Q, llámelo C, llámelo I, llámelo G; no se preocupe por lo que pueda significar.
En caso de duda, asuma, asuma, asuma. Luego anote sus asunciones en un arbitrario modo matemático y proceda como si las variables estipuladas y sus relaciones postuladas guardasen alguna relación con la realidad.
En la actualidad, con la debacle financiera, el fiasco del salvataje y el comienzo de una recesión como provocaciones, los economistas de la corriente mayoritaria están echando por la borda a los pocos paquetitos de su macroeconomía que contienen conceptos e ideas medianamente plausibles, tratándolos como carga descartable en una tormenta. Como si este abrupto desprendimiento no fuese suficiente, los asustados marineros están también manoteando pedacitos y trozos de lo que sobró de los escombros de la teoría y política de los años 70. Esta es un espectáculo muy desagradable, y a medida que las tormentas se intensifiquen, probablemente se tornará más feo.
No podemos seguir solventando al imperio
No podemos seguir solventando al imperio
Por Ivan Eland
El Instituto independiente
Alguien va a tener que susurrarle al oído al presidente electo Obama que el período unipolar ha pasado y que los Estados Unidos ya no pueden darse el lujo de solventar su imperio informal a nivel mundial. Aún cuando el amenazante descalabro económico probablemente será serio—e incluso tal vez catastrófico—las parlanchinas clases de la política exterior de ambos partidos están en piloto automático y no han abandonado aún su consenso intervencionista. Un rudo despertar les aguarda.
Aún antes de que la crisis económica impactara, los Estados Unidos se encontraban demasiado extendidos en el exterior. Una medida de ese sobre estiramiento imperial era que los EE.UU. representaban aproximadamente el 43 por ciento del gasto militar mundial pero tan solo el 20 por ciento del PBI del mundo. Otro indicador de la sobre extensión era que incluso reduciendo el número de tropas en Europa y el este de Asia—donde la amenaza hace mucho que desapareció, los EE.UU. siguen proporcionando seguridad para naciones muy ricas que deberían estar suministrándosela por sí mismas—las fuerzas armadas de los Estados Unidos se estiraron a fin de llevar a cabo a las dos pequeñas guerras en Afganistán e Irak.
Barack Obama ha prometido retirar a todas las fuerzas de combate estadounidenses de Irak, pero el “establishment” de la seguridad nacional de los EE.UU. hará que sea algo difícil. A pesar de la reducción de la violencia a los niveles de 2004 (que ya por entonces considerábamos que eran horrendos), Irak aún se balancea al borde de una guerra civil total y que involucrará a todos los bandos. La aprehensión acerca de dicho conflicto probablemente compelerá a la elite de la seguridad nacional estadounidense, en una repetición de los primeros años de la pre-escalada en Vietnam, a recomendar una redefinición de las tropas de combate como “consejeras” de modo tal que puedan permanecer más en Irak.
Obama posiblemente retirará a algunos efectivos de Irak pero los enviará al segundo atolladero de edificación de naciones que es Afganistán. Durante la campaña electoral, Obama afirmó que veía a Afganistán como el frente central en la guerra contra el terror y prometió aumentar las fuerzas estadounidenses allí. Redoblar la apuesta en Afganistán mediante el envío de unos 30.000 efectivos adicionales constituirá la guerra de Obama. Un liberal (en el sentido estadounidense), Obama tuvo que demostrar durante la campaña electoral que no era ningún enclenque; y ser patriótico en la actualidad exige jurar lealtad a alguna aventura militar—incluso si ésta hace que la situación en el sudeste asiático se vuelva más peligrosa.
No solamente la campaña de contrainsurgencia estadounidense ha desestabilizado a Paquistán al empujar al Talibán hacia ese país desde Afganistán, cualquier ocupación no musulmana de los EE.UU. de una tierra musulmana estimula a los islamistas y ha en verdad fomentado el resurgimiento del Talibán en Afganistán y Paquistán. Debido a que Paquistán posee armas nucleares, el auge del islamismo militante allí es más peligroso que en cualquier otra parte.
La “expansión de la misión” en Afganistán—común a virtualmente todas las aventuras edificadoras de naciones—que pasó de intentar atrapar o matar Osama bin Laden a reconstruir a la sociedad afgana y emprender operaciones anti-drogas, ha distraído la atención del propósito original de tratar de neutralizar a los perpetradores del 11 des septiembre.
Y la insurgencia en Afganistán—en virtud de su nivel más bajo de desarrollo, un terreno más áspero, la insurgencia rural, la insurgencia más entusiasta, un gobierno corrupto y un santuario para las guerrillas afganas en Paquistán—será una nuez mucho más difícil de partir que aplacar a la violencia en Iraq.
Lo más probable es que Obama, atrapado por su propia retórica de campaña (en Afganistán) y el temor perpetuo de “inestabilidad” del “establishment” de la intervencionista seguridad nacional de los EE.UU. (en Irak y el Golfo Pérsico), seguirá enlodado en dos atolladeros en un momento en el que la economía estadounidense está incurriendo en billones de dólares en déficits y deuda.
La mala noticia es que la mayor parte de los imperios que languidecen—por ejemplo, Gran Bretaña, Francia y la Unión Soviética—no se percatan de que están declinando hasta que es demasiado tarde. Por ejemplo, los franceses procuraron fútilmente reafirmar el control en Indochina después de la Segunda Guerra Mundial y fracasaron al oponerse cruelmente a la independencia de Argelia empleando la fuerza armada; los británicos, junto con los franceses y los israelíes, realizaron una desastrosa invasión de Egipto en 1956; y los soviéticos quedaron enlodados en una perdidosa campaña de contrainsurgencia en Afganistán durante la década de 1980. Los Estados Unidos pueden muy bien encontrarse actualmente en circunstancias similares.
Pero la buena noticia es que todo lo que debemos hacer es cambiar el modo de ver las cosas. Si abandonamos al anómalo imperio estadounidense centrado en lo militar posterior a la Segunda Guerra Mundial y regresamos a la política exterior tradicional de los EE.UU., todavía podemos tener mucha influencia en el mundo, a la vez que recortaríamos costos de manera dramática en dinero y vidas. Los fundadores se dieron cuenta de que los Estados Unidos tenían la ventaja geográfica de encontrarse al otro lado del mundo de los principales conflictos, y de ese modo eludir a la mayor parte de dichas refriegas sin importancia para la seguridad de los EE.UU.. Por consiguiente, el desmantelamiento del imperio de ultramar mediante el un retiro total de Irak y de la mayor p[arte de las fuerzas estadounidenses de Afganistán, junto con el regreso a casa de todas las otras tropas en las bases de los EE.UU. en el exterior, salvaría vidas y muchos dólares, lo cual podría ayudar a estimular la recuperación económica en el país. Algunos activos de inteligencia, vehículos no tripulados, las fuerzas Especiales y el personal de la CIA podrían permanecer en Afganistán para tratar de capturar o matar a bin Laden y sus seguidores; pero el terrorismo revanchista probablemente decaería si una política exterior más humilde fuese seguida.Un aterrizaje suave para un impero declinante es mejor que uno duro. Desafortunadamente, Obama parece cautivo del ala liberal del “establishment” de la política exterior intervencionista, así como George W. Bush fue atrapado por el ala derecha de ese mismo consenso militarista.
EL TLC
México: Tratándose del tratado
por Roberto Salinas León
Roberto Salinas León es presidente del Mexico Business Forum.
A estas alturas del año, se ha vuelto obligatorio comentar sobre los resultados del tratado comercial estadounidense, especialmente ahora que figura como uno de los casos principales en la agenda comercial de la nueva administración de Obama.
Después de quince años, seguimos escuchando las mismas críticas: el tratado adolece de un capítulo agrícola insatisfactorio (“lo que sea que eso signifique”), el tratado daña el entorno ecológico, el tratado ocasiona desempleo y lastima los derechos laborales.
En estos, y varios otros casos, hay una corriente de desinformación deliberada, motivada por una combinación de ignorancia, intereses especiales e ideología. Pero los hechos hablan por sí solos: en materia comercial, y en materia de inversión, se han observado aumentos importantes en el volumen de compra-venta, y de nueva inversión de capital. En algunos casos, los aumentos han sido explosivos.
Pero más allá de los hechos comerciales, de las pretensiones obamistas, o de la desinformación institucionalizada, destaca la falta de apreciación sobre el verdadero gran valor del tratado norteamericano—es decir, su objetivo de institucionalizar (vía la importación de un régimen de normas tras-nacionales) un régimen de inversión con predictibilidad. En un clima donde se sabe que no habrá cambios bruscos, se puede planear a largo-plazo, tanto en épocas de bonanza, como en épocas de crisis.
El tratado permitió que los agentes económicos, desde empresas internacionales hasta proyectos micro, pudiesen contar con un horizonte de largo-plazo, bajo normas definidas, no sujetas al cambio o el capricho de un gobernante en turno. En el fondo, el tratado comercial fue un instrumento para institucionalizar credibilidad.
Algunos pensamos, hace una generación, que ello impulsaría al gobierno hacia políticas abiertamente impulsoras de la competitividad—por ejemplo, la apertura del sector energético a la inversión privada. Los tratados comerciales, sin embargo, no son camisas de fuerza “doradas.” Pero sí funcionan como instrumentos institucionales que inhiben políticas anti-inversión.
La principal polémica alrededor del tratado es (y seguirá siendo) la migración. El aumento de los flujos de inmigración ilegal no tiene que ver con el mismo, sino con los cambios demográficos en los países miembros, así como la combinación de las fuerzas de demanda laboral (en la economía estadounidense, dada la escases de mano de obra menos calificada) con oferta laboral (la tendencia, muy nuestra, de exportar capital humano, dado el bajo crecimiento promedio de la economía).
A la misma vez, el tratado se ha interpretado, erróneamente, como la solución mágica la final de un proceso de reconstrucción, no como el primero de muchos pasos que se tienen que tomar para incrementar la variable clave de una economía próspera: la productividad.
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