Ahorro y atesoramiento
Por George Reisman
Ahorro es el uso de beneficios o ingresos por parte de un individuo o una empresa para fines distintos del gasto en bienes (o servicios) de consumo. Es el beneficio o ingreso que no se consume.
Como lo que se ahorra no lo gasta el ahorrador en consumo, ha crecido la falacia popular de que ahorro es sinónimo de atesoramiento (es decir, retención de dinero a la manera de un avaro). Esta falacia no es difícil de entender cuando la comete gente con poca formación, que no sabe de estos asuntos más allá de lo que le dicta su propia experiencia. La mayoría de ellos son asalariados, que normalmente no tienen personalmente otro tipo de gastos que los gastos de consumo. Al faltarles un conocimiento más amplio, les es fácil considerar al gasto de consumo como único gasto y así concluir que lo que no se gasta en consumo sencillamente no se gasta. Pero la falacia también prevalece en la prensa, que persiste en igualar el incremento en la tasa de ahorro con el decrecimiento en el gasto en bienes. Por ejemplo, siempre que se informa de que se ha producido un incremento en la tasa de ahorro, la prensa concluye que el efecto debe ser como mínimo una rebaja en la confianza económica.
Y lo que es aún peor, la falacia de que ahorrar es atesorar prevalece entre los economistas profesionales (notablemente entre los keynesianos y neokeynesianos), que habitualmente describen el ahorro como una "fuga" de la "corriente del gasto". Son estos economistas quienes han enseñado a periodistas esta falacia.
De hecho, ha sido tan completa la división intelectual del ahorro y el gasto que, durante muchas décadas, se ha enseñado sistemáticamente en las aulas universitarias no sólo que lo que se ahorra simplemente desaparece del gasto y deprime la economía, sino también que lo que se invierte no viene virtualmente de ningún sitio y estimula financieramente la economía. Es un estado de confusión que sería comparable a creer que las semillas que siembra un agricultor sencillamente desaparecen y que la cosecha que aparece después no viene de ninguna parte. Ese estado de confusión es el corolario de creer que ahorro es atesoramiento. Si se entiende que la inversión proviene del ahorro, habría que reconocer nada menos que el ahorro se dirige a la inversión, que ambos son simplemente dos aspectos diferentes del mismo fenómeno. En ese caso, no se entendería el ahorro como depresor ni la inversión como estimuladora.
La doctrina del atesoramiento como ejemplo de la falacia de la composición
Debería tenerse en cuenta que mientras que cualquier individuo podría ahorrar acumulando lo ahorrado a sus existencias de efectivo (es decir, "atesorando"), no es posible que el sistema económico como un todo lo haga. En realidad, la creencia de que el sistema económico como un todo pueda ahorrar mediante atesoramiento es un ejemplo de la falacia de la composición, la misma falacia que aparece en relación con la creencia de que no sólo una industria individual o un grupo de industrias puede sobreproducir, sino que también el sistema económico como un todo puede sobreproducir.
La razón de que un individuo pueda ahorrar atesorando efectivo, pero el sistema económico como un todo no, es que sea cual sea el efectivo que un individuo añada a sus existencias, otro individuo tendrá que sustraerlas de las suyas. Si por ejemplo vendo mis bienes por 1.000 dólares y decido retener esa suma en forma de efectivo, es cierto que aumento mi ahorro en efectivo en 1.000 dólares. Pero en el mismo periodo los individuos a quienes he vendido mis bienes han tenido que reducir sus existencias de efectivo y por tanto sus ahorros en forma de efectivo, por ese mismo total de 1.000 dólares. Tengo 1.000 dólares más en forma de efectivo, pero ellos tienen 1.000 dólares menos en forma de efectivo. Al sumar no sólo mi posición sino asimismo la suya, resulta que en el sistema económico como un todo no hay incremento alguno en los ahorros en forma de existencia de efectivo. Lo que algunos individuos ahorran añadiéndolo a sus existencias de efectivo otros individuos lo tienen que desahorrar.
La situación de los estudiantes en un aula ofrece un estupendo ejemplo de esta proposición. En un momento dado, los miembros de la clase tienen una cierta cantidad de efectivo en su poder. Si se cerraran con llave las puertas de la clase y ésta se convirtiera en un "sistema económico cerrado" durante una hora o algo así, con todos sus miembros realizando algún tipo de producción y comparando y vendiéndose entre sí, cualquier estudiante concreto podría incrementar sus ahorros añadiéndolos a su existencia de efectivo durante ese plazo de tiempo. Pero, en ese caso, el resto de la clase debe disminuir sus ahorros en forma de existencia de efectivo hasta exactamente la misma cantidad. No hay manera de que la clase como un todo pueda incrementar sus ahorros aumentando sus existencias de efectivo.
De aquí se deduce que, si no hubiera ahorro en el sistema económico como un todo (es decir, un incremento en los ahorros de algunos o todos los miembros del sistema económico que no se compense con el decrecimiento de los ahorros de otros miembros del sistema económico), la única manera de que se produzca es en forma de un incremento en activos distintos del efectivo. El incremento de los ahorros en el sistema económico como un todo debe tomar la forma de aumento de bienes de capital, como factorías, equipos o inventarios.
La única excepción al principio de que el sistema económico no puede ahorrar mediante el añadido a sus existencias de efectivo, es hasta ahora el incremento de la cantidad de dinero. Si durante un periodo de tiempo la cantidad de dinero en el sistema económico se incrementa, entonces, en esa proporción, puede haber un aumento en la existencia de efectivo que no implique una disminución equivalente en la existencia de efectivo de otros. Pero ésta es la única excepción y es obvio que no reduce el gasto. Más aún, es innegable que el nuevo dinero adicional debe añadirse a las existencias de efectivo de alguien y que de esa forma constituirá parte de sus ahorros.
Competencia y monopolio
Competencia y monopolio
Por Gabriel Calzada
Conferencia pronunciada en la Universidad de Verano del Instituto Juan de Mariana (Tenerife, 28-30 de septiembre de 2006) y publicada en La Ilustración Liberal.
El mundo del antitrust guarda una gran similitud con el país de las maravillas de Alicia: todo parece ser y sin embargo al mismo tiempo no lo es. Es un mundo en el que la competencia es alabada como el axioma básico y el principio rector, y sin embargo “demasiada” competencia es condenada como “salvaje”. Es un mundo en el que las acciones diseñadas para limitar la competencia son tildadas de criminales cuando son acometidas por empresarios y sin embargo son alabadas como “ilustradas” cuando son iniciadas por el gobierno. Es un mundo en el que la ley es tan vaga que los empresarios no tienen manera de saber si determinadas acciones serán declaradas ilegales hasta que escuchan el veredicto del juez.
A la luz de la confusión, contradicciones y disquisiciones legalistas que caracterizan el reino del antitrust, sostengo que todo el sistema antitrust tiene que ser revisado. Es necesario averiguar y establecer: a) las raíces históricas de las leyes antitrust, y b) las teorías económicas sobre las que se fundamentan estas leyes.
(Alan Greenspan, Capitalism, The Unknown Ideal)
De acuerdo con la sugerencia de Alan Greenspan, este trabajo está estructurado de tal modo que trata de aclarar las condiciones históricas en que surgen las primeras leyes antitrust y de explicar los principios de partida de las teorías económicas que sostienen dichas leyes. Así que trataré de esbozar primero el cuadro de los orígenes de la primera ley antimonopolio, la Sherman Act, y después pasaré a analizar los erróneos conceptos que se esconden detrás de los principios económicos que dan cobertura a la teoría de la competencia perfecta, base de las políticas antitrust.
Las primeras leyes antitrust de la historia se aprobaron en los EEUU. En las décadas de los 70 y 80 del siglo XIX tuvieron lugar avances espectaculares en la aplicación de nuevas tecnologías en un gran número de sectores económicos de Norteamérica. Cuatro grandes empresas del sector de la carne de vacuno fusionaron verticalmente sus negocios. Esta unión permitió que la nueva compañía pudiera aprovechar diversas innovaciones tecnológicas y lograra la centralización del despiece y el empaquetado de la carne. Asimismo, esta nueva forma de producción permitió poner en práctica la cadena de montaje en dicho sector y el aprovechamiento de las economías de escala.
El Trust del Vacuno, que es como se conoció a la nueva empresa, fue capaz de enviar el producto final de su nuevo sistema productivo a cualquier punto de los EEUU desde sus instalaciones centrales, situadas en Chicago. Esta revolucionaria forma de hacer negocio se benefició enormemente del desarrollo del ferrocarril, que había logrado vertebrar los diferentes mercados regionales del país. La aparición de los primeros vagones refrigerados también fue clave en la puesta en práctica de la nueva manera de producir carne y a la hora de llevarla hasta el consumidor.
La consecuencia lógica de estos cambios fue la caída vertiginosa del precio de la carne de vacuno en casi todo el territorio de los EEUU. Sin embargo, no pasaría mucho tiempo hasta que carniceros y vaqueros decidieran constituir un lobby para afrontar el reto que suponía el Trust del Vacuno desde una perspectiva puramente política. En vez de imitar a las cuatro empresas pioneras o tratar de ofrecer servicios diferenciados, los miembros de estos grupos de presión decidieron montar una campaña de denuncias y solicitar al poder político la paralización de las actividades de su exitoso competidor. El esfuerzo que dedicaron a tratar de privar a la nueva empresa de su derecho a competir giró en torno a dos acusaciones principales: 1) se estaba produciendo una gran concentración de tierras en las manos de unos pocos capitalistas; 2) el coste para el consumidor final de la carne no había caído de manera proporcional en relación con la bajada del precio que se pagaba a los criadores de vacuno.
Mediante estas curiosas denuncias y una campaña de presión política bien orquestada, en 1899 el estado de Missouri aprobó la primera ley antitrust. Fue un adelanto de lo que luego sería la futura ley federal. Las prácticas encaminadas a lograr una situación de monopolio quedaron prohibidas, pero la ley era lo suficientemente vaga como para no dejar claro a qué prácticas concretas se refería.
Ese mismo año se votó y aprobó la primera ley federal antitrust, la Sherman Act, que tomó su nombre del senador que trabajó sin descanso para su implantación. En efecto, John Sherman fue un abierto detractor de los nuevos trusts, especialmente de la Standard Oil. La razón principal que esgrimía era que los trusts reducían artificialmente la producción, con lo que perjudicaban gravemente al consumidor. En teoría, se suponía que esa disminución de la cantidad producida buscaba elevar el precio del bien de consumo. Sin embargo, la realidad del mercado se empeñó en llevar la contraria al senador: entre 1880 y 1890 la producción aumentó un 175% en los sectores en que operaban los mayores trusts, mientras el crecimiento medio de la producción global de todos los sectores de la economía estadounidense fue de un 24%.
Como resultado de estos incrementos en la producción, los precios cayeron de manera acusada. Sin embargo, lo más interesante es que en los sectores donde los trusts estaban desarrollando su actividad la caída fue sensiblemente superior al 7% del conjunto de la economía. Si el consumidor pagaba menos por aquellos bienes y servicios que demandaba, ¿cuál fue entonces el daño le causaron los trusts? Resulta difícil imaginar cuál pudo ser el perjuicio que estas nuevas empresas causaron a sus clientes, efectivos y potenciales, en un entorno de incremento continuado del poder adquisitivo del consumidor gracias a las bajadas de precios; bajada a las que los trusts, esas integraciones empresariales, tanto estaban contribuyendo.
A la vista de lo contradictorias que resultan las acusaciones de los políticos antitrust a la luz de las variaciones de precios en ese tramo final del siglo XIX, el estudio de la correspondencia de John Sherman ha cobrado una importancia crucial. El recuento y análisis de su relación epistolar muestra que Sherman nunca recibió petición alguna para apoyar una legislación antitrust por parte de asociaciones de consumidores o individuos perjudicados por la irrupción de los trusts; en cambio, sí recibió un gran número de cartas de pequeños empresarios preocupados por las nuevas compañías y que pedían una ley reguladora de la competencia.
De hecho, el senador John Sherman intentó proteger a pequeñas empresas ineficientes de sus mayores y más eficientes competidores. Y lo hizo a pesar de los nefastos efectos de estas intervenciones sobre el bienestar del consumidor y sin que le importaran los más básicos principios de la propiedad privada o del mercado libre.
Por lo tanto, parece casi redundante concluir que la primera ley nacional antimonopolio tiene un claro origen agresionista; es decir, lo que los economistas se empeñan en llamar proteccionista, cuando en realidad se trata de una agresión a casi toda la sociedad para proteger a uno pocos. Ese es el origen de la legislación antitrust: un intento de privilegiar a ciertos productores ineficientes, de modo que no tuviesen que obedecer al consumidor.
2. Conceptos fundamentales de la teoría neoclásica que descansan detrás del modelo de competencia perfecta que sustenta las leyes y políticas antitrust
A continuación enumeraremos, siguiendo la conocida caracterización del profesor Jesús Huerta de Soto, los principios fundamentales de la teoría neoclásica que dan pie al modelo de competencia perfecta; después trataremos de analizar si el modelo al que conducen tiene relación o no con la libre competencia en un mercado libre.
- Se utiliza una teoría de la decisión (en vez de una teoría de la acción) en la que los fines y los medios están dados. Por lo tanto, el problema económico se reduce a maximizar el beneficio bajo ciertas restricciones conocidas.
- El protagonista de acción económica es el homo economicus y no el ser humano: no hay acción sino reacción; no hay creatividad sin patrón; no hay creación ni descubrimiento de medios o fines. De modo que, como afirma Jesús Huerta de Soto, la función empresarial queda reducida a un mero factor de producción cuya demanda y asignación depende de los beneficios y costes esperados (lo que a su vez implica que se cuenta con una información mucho tiempo antes de que haya sido creada).
- Los costes son objetivos desde el momento en que se incluyen en la función de producción y se abandona el concepto de coste de oportunidad subjetivo.
- El beneficio proviene del riesgo (en lugar de ser una consecuencia de la incertidumbre), de modo que se analiza como si de un coste cierto se tratara.
- No existe posibilidad de error puro, porque no se concibe el error empresarial.
- La información es vista como algo objetivo. Hay una información completa (en términos ciertos o probabilísticas) de medios y fines, que se compra y se vende como parte del proceso de maximización. Cuando el carácter subjetivo de la información en el mundo real resulta evidente los teóricos del paradigma neoclásico lo consideran un fallo del mercado, al que denominan asimetría de la información.
- Las características precedentes ayudan a crear un modelo de equilibrio en el que el fenómeno económico es fácilmente matematizable.
- De acuerdo con estos principios, se construyen modelos de equilibrio fundamentados en relaciones mecánicas y agregados acientíficos que conducen a conceptos estáticos, como el de competencia perfecta.
La teoría neoclásica construye el modelo de competencia perfecta partiendo de estos postulados. Se trata de un modelo en el que, como veremos, no queda claro por qué se dice que hay competencia y, menos aún, por qué se afirma que es perfecta. Perfecta o no, la competencia a que hace referencia es la negación más palpable de la libre competencia.
Para poder considerar que estamos ante un marco de competencia perfecta es preciso que se den las siguiente condiciones:
- Todos los productores de un bien en el mercado tienen que ser pequeños en relación a la oferta total de ese bien en todo el mercado.
- La mercancía producida y vendida por los diferentes productores tiene que ser homogénea.
- Los recursos han de ser móviles. No puede haber restricciones en lo que se refiere a la entrada, la demanda, la oferta o el precio.
- Toda la información de mercado relevante tiene que ser correcta y plenamente conocida por todos los participantes en el mismo.
En primer lugar, es realmente destacable que esta teoría nos hable de una situación que ya existe (gran número de empresas pequeñas) sin explicarnos cómo se llega a tal situación en cada sector. En este mundo todos los pequeños productores venden el mismo producto, y al mismo precio. Es más, el precio de mercado tiene que ser igual al coste medio y, al mismo tiempo, al coste marginal. O, como dicen los economistas neoclásicos: en un marco de competencia perfecta el precio de equilibrio se establece en el punto mínimo de la función de coste medio. Además, bajo esas condiciones el beneficio desaparece en el largo plazo. En este mundo de "competencia perfecta" salido de la mente de algún economista neoclásico, ¿dónde está la verdadera competencia, entendida como proceso de rivalidad y emulación?
Se dice que, en ese estado, la asignación de recursos es todo lo eficiente que puede llegar a ser, y que el bienestar social, dada una distribución de la renta, se ha logrado maximizar. A estas alturas nos encontramos ya casi inmersos en un mundo fantasmal presidido por la inacción.
Bajo esta perspectiva, la competencia real del mercado se interpreta como poder monopolístico. Las verdaderas características de los mercados competitivos, en los que típicamente encontraremos grandes empresas, ventajas geográficas, discriminación de precios, diferenciación de productos, productos conjuntos (de producción o venta conjunta, o tie-in products), y la rivalidad interdependiente no son consideradas parte del mundo de la competencia perfecta. Es más, si en una empresa se detecta alguna de estas características se dice que posee alguna forma de poder de monopolio o cuasimonopolio.
Cuando las administraciones públicas encuentran alguna de estas prácticas competitivas en un mercado pueden intervenir, con regulaciones diversas, para que todo se parezca al estático mundo de la competencia perfecta y los mercados sean "competitivos" y socialmente eficientes.
Así, los políticos han recibido de la mano de la clase economista un instrumento totalmente arbitrario de intervención para destruir el mercado libre en nombre de la defensa del consumidor y del bienestar social. El concepto de competencia perfecta y su imposición mediante el intervencionismo estatal implican un elevadísimo grado de inseguridad jurídica, lo que, sumado a la negación del mercado libre, modifica la estructura productiva y empobrece al conjunto de la sociedad; no así, claro, a los privilegiados.
Las leyes antitrust surgen a finales del siglo XIX como instrumento para frenar a aquellas empresas que se unían para aprovechar los avances tecnológicos y aumentar, así, tanto su tamaño como sus beneficios. Los trusts, término que se utilizó para denominar tales fusiones, lograron aumentar extraordinariamente la producción y reducir los precios de sus productos en todos aquellos mercados en que participaron. De hecho, tanto los aumentos de producción como las reducciones de precios fueron significativamente superiores en los sectores donde estas nuevas empresas operaban.
Las leyes antitrust vinieron a privilegiar a las empresas ineficientes que estaban perdiendo la confianza del consumidor en beneficio de los trust. La teoría económica se sumó más tarde al ataque de las empresas que alcanzaban un gran tamaño porque se fusionaban exitosamente con otras o porque lograban satisfacer los deseos de los consumidores de tal forma que éstos les otorgaban grandes beneficios.
Así, el modelo de competencia perfecta, en el que la libre competencia queda abolida, describe un mundo extraño en el que todas las empresas de un mercado venden el mismo producto, al mismo precio y en cantidades similares; y contando con la misma información para tomar sus decisiones.
Bajo el imperio de este modelo, la libre competencia es la gran perdedora. Las actividades con que las empresas tratan de rivalizar con y emular a sus competidores dejan de ser consideradas competitivas. Además, la irrealidad del modelo permite que el Estado intervenga de manera arbitraria: si una empresa aumenta el precio del producto que vende puede ser acusada de tratar de explotar al consumidor; si lo baja, de practicar un comportamiento predatorio; si lo mantiene igual, de colusión. Así pues, nadie está a salvo de ser acusado de perpetrar prácticas monopólicas.Nueva encuesta: ¿A quién desean los ciudadanos como candidato opositor para el 2012?
La oposición venezolana ya calienta motores de cara a las presidenciales que deben celebrarse a finales del año 2012.
Dos son los grandes temas que están en el tapete de los adversarios de Hugo Chávez: quién lo enfrentará como candidato único opositor y cuando debe efectuarse su elección.
Los lectores de Noticias24 se han expresado de forma contundente en cuanto al segundo punto. Una encuesta efectuada en nuestro portal refleja los siguientes resultados:
Un 87.91% (12,062 Votos) quiere que las primarias se celebren en noviembre o diciembre de 2011 mientras que sólo un pequeño porcentaje del 12.09% (1,659 Votos) quiere que las mismas sean en febrero o marzo del 2012.
En cuanto al candidato preferido por los ciudadanos para ser el candidato que enfrente a Chávez en 2012 una encuesta colocada en nuestro sitio web, durante la primera quincena de febrero, reflejó los siguientes resultados:
Hoy planteamos una nueva medición: ¿han cambiado las preferencias o sigue siendo Henrique Capriles el preferido de la ciudadanía?
Hay que destacar que los nombres incluidos en la encuesta no significa que sean precandidatos o que hayan manifestado su intención de serlo. Algunos lo han hecho, otros no. Son nombres que están en la calle y sobre los que los ciudadanos discuten.
LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA
Rodolfo y el Gorila
Por Horacio Vázquez-Rial
Llegué a conocer a Rodolfo Walsh, en una etapa de su proceso político anterior, creo, a su decisión de entrar en la lucha armada, la guerra popular prolongada y todo eso que lo llevó a participar en la colocación de una bomba en el comedor de la Superintendencia de Seguridad Federal, con resultado de 24 muertos y 66 heridos. |
He escrito creo porque no sé cuánto duró ese proceso, ni siquiera si ya lo tenía todo en mente a finales de los años sesenta, cuando ya había ido y venido de Cuba varias veces.
Para mí, entonces, sólo era un periodista, un gran periodista de denuncia y el recreador en Argentina de aquel género periodístico-literario de investigación que tuvo su cumbre en el Truman Capote de A sangre fría, y que se inauguró en el sur de la mano de aquél con Operación Masacre en 1957, es decir, al mismo tiempo que en Estados Unidos. Pero desconozco lo que pasaba por su cabeza realmente, fuera de sus textos. Era un hombre de buena familia, como se solía decir entonces, de origen irlandés, bilingüe, gran lector y traductor. Un hombre dulce, de gafas, con aspecto de no matar una mosca. De él se esperaba una parte de lo que hizo: relatos, crónicas, denuncias. Era estéticamente difícil imaginarlo peronista. No parecía de muchedumbres. Pero son las buenas familias las que dan revolucionarios, hijos que se empeñan en acabar con su propia clase.
Pues bien: en la Argentina de hoy se otorga anualmente un premio de periodismo que lleva su nombre. Sería normal, de no ser porque el premio viene con carga ideológica: se concede a quienes pueden mostrar pedigrí de izquierdista reaccionario, y lo que se recuerda de Walsh no es su obra escrita, sino su heroísmo de revolucionario o como se quiera llamar a eso, que en última instancia, descorridos los ropajes románticos, es puro y duro terrorismo.
Por eso es perfectamente coherente que este año el premio, de alcance continental, haya sido dado al ilustre presentador de Aló Presidente en la televisión venezolana, y por lo tanto periodista, Hugo Chávez Frías.
No sé de qué se sorprende la gente ante ese hecho.
No le dan el premio al Gorila (¿rojo cubano?, ¿verde islámico?) porque se lo merezca, sino por todo lo contrario. Cristina K coquetea con los iraníes y Chávez está atado y bien atado a ellos. Cristina coquetea mal, en sus relaciones interfieren los matones de D'Elía, el más poderoso de los jefes de grupos de choque que sirven para barridos y fregados violentos: tanto corta carreteras como rompe cabezas o pega tiros, es multitarea. Sus chicos entrenan, no son improvisados, y lo hacen en terrenos que otrora fueron del ejército. Sitios adecuados para las bandas en un país en el que imponen su ley, con una ministra procedente de la cúpula montonera, guerrillera de la selva y de la ciudad, a cargo de la defensa primero, de la seguridad ahora.
El premio lo otorga formalmente la Universidad de La Plata, en la capital de la provincia de Buenos Aires. Y no es un simple premio de periodismo, sino "A la libertad de prensa". Otra de las envidias profundas de la presidente a Chávez: ella no ha logrado controlar la prensa en la medida en que se proponía hacerlo, no ha logrado someter totalmente a Clarín y La Nación. Chávez ha ido mucho más lejos en ese aspecto, es todo un triunfador en comparación con Cristina. Él sí que ha sometido a la mayor parte. Es un modelo que imitar. ¿Qué mejor lección para los aspirantes a la libre expresión de sus ideas –aquel viejo derecho de antes de 1776– que premiarlo por ello? ¿Y qué institución más adecuada para reconocer el valor de esa lección que una universidad con ilustre historial?
No esperes nada de ellos, ni de Chávez ni de Cristina. Sobre todo, no esperes libertad. Que se premien, que se abracen, que compartan socios: siempre será para peor. No descarto que el próximo premio Walsh a la libertad de prensa se lo den a alguno de los hermanos Castro, o a un oscuro director del Granma, o, por qué no, a Ahmadineyad. ¿Y al director de Al Yazira? Ciertamente, candidatos hay. Presidentes del sur de América en la misma línea, también. Hasta sobran.
Confío en que no me ofrezcan ningún premio, del Nobel abajo. Empezaría a dudar de mí mismo.
'LA MENTALIDAD ANTICAPITALISTA'
El resentimiento de la ambición frustrada
Por Ludwig von Mises
En una sociedad estamental, el sujeto puede atribuir la adversidad de su destino a circunstancias ajenas a sí mismo. Le hicieron de condición servil y por eso es esclavo. La culpa no es suya; no tiene por qué avergonzarse. |
La mujer, que no se queje, pues si le preguntara: "¿Por qué no eres duque? Si tú fueras duque, yo sería duquesa", el marido le contestaría: "Si mi padre hubiera sido duque, no me habría casado contigo, tan villana como yo, sino con una linda duquesita. ¿Por qué no conseguiste mejores padres?".
La cosa ya no pinta del mismo modo bajo el capitalismo. La posición de cada uno depende de su respectiva aportación. Quien no alcanza lo ambicionado, dejando pasar oportunidades, sabe que sus semejantes le juzgaron y postergaron. Ahora sí, cuando su esposa le reprocha: "¿Por qué no ganas más que ochenta dólares a la semana? Si fueras tan hábil como tu antiguo amigo Pablo, serías encargado y viviríamos mejor", se percata de la propia humillante inferioridad.
La tan comentada dureza inhumana del capitalismo estriba precisamente en eso, en que se trata a cada uno según su contribución al bienestar de sus semejantes. El grito marxista "A cada uno según sus merecimientos" se cumple rigurosamente en el mercado, donde no se admiten excusas ni personales lamentaciones. Advierte cada cual que fracasó donde triunfaron otros, quienes, por el contrario, en gran número, arrancaron del mismo punto de donde el interesado partió. Y, lo que es peor, tales realidades constan a los demás. En la mirada familiar lee el tácito reproche: "¿Por qué no fuiste mejor?". La gente admira a quien triunfa, contemplando al fracasado con menosprecio y pena.
Se le critica al capitalismo, precisamente, por otorgar a todos la oportunidad de alcanzar las posiciones más envidiables, posiciones que, naturalmente, sólo pocos alcanzarán. Lo que en la vida consigamos nunca será más que una mínima fracción de lo originariamente ambicionado.
Tratamos con gentes que lograron lo que nosotros no pudimos alcanzar. Hay quienes nos aventajaron y frente a ellos alimentamos subconscientes complejos de inferioridad. Tal sucede al vagabundo que mira al trabajador estable; al obrero ante el capataz; al empleado frente al director; al director para con el presidente; a quien tiene trescientos mil dólares cuando contempla al millonario. La confianza en sí mismo, el equilibrio moral, se quebranta al ver pasar a otros de mayor habilidad y superior capacidad para satisfacer los deseos de los demás. La propia ineficacia queda de manifiesto.
Justus Moser inicia la larga serie de autores alemanes opuestos a las ideas occidentales de la Ilustración, del racionalismo, del utilitarismo y del laissez faire. Irritábanle los nuevos modos de pensar que hacían depender los ascensos, en la milicia y en la administración pública, del mérito, de la capacidad, haciendo caso omiso de la cuna y el linaje, de la edad biológica y de los años de servicio. La vida –decía Moser– sería insoportable en una sociedad donde todo dependiera exclusivamente de la valía individual. Somos proclives a sobreestimar nuestra capacidad y nuestros merecimientos; de ahí que, cuando la posición social viene condicionada por factores ajenos, quienes ocupan lugares inferiores toleran la situación –las cosas son así– conservando intacta la dignidad y la propia estima, convencidos de que valen tanto o más que los otros. En cambio, el planteamiento varía si sólo decide el mérito personal; el fracasado se siente humillado; rezuma odio y animosidad contra quienes le superan.
Pues bien, esa sociedad en la que el mérito y la propia ejecutoria determinan el éxito o el hundimiento es la que el capitalismo, apelando al funcionamiento del mercado y de los precios, extendió por donde pudo.
Moser, coincidamos o no con sus ideas, no era, desde luego, tonto; predijo las reacciones psicológicas que el nuevo sistema iba a desencadenar; adivinó la revuelta de quienes, puestos a prueba, flaquearían.
Y, efectivamente, tales personas, para consolarse y recuperar la confianza propia, buscan siempre un chivo expiatorio. El fracaso –piensan– no les es imputable; son ellos tan brillantes, eficientes y diligentes como quienes les eclipsan. Es el orden social dominante la causa de su desgracia; no premia a los mejores; galardona, en cambio, a los malvados carentes de escrúpulos, a los estafadores, a los explotadores, a los "individualistas sin entrañas". La honradez propia perdió al interesado; era él demasiado honesto; no quería recurrir a las bajas tretas con que los otros se encumbraron. Bajo el capitalismo, hay que optar entre la pobreza honrada o la turbia riqueza; él prefirió la primera. Esa ansiosa búsqueda de una víctima propiciatoria es la reacción propia de quienes viven bajo un orden social que premia a cada uno con arreglo a su propio merecimiento, es decir, según haya podido contribuir al bienestar ajeno. Quien no ve sus ambiciones plenamente satisfechas se convierte, bajo tal orden social, en rebelde resentido. Los zafios se lanzan por la vía de la calumnia y la difamación; los más hábiles, en cambio, procuran enmascarar el odio tras filosóficas lucubraciones anticapitalistas. Lo que, en definitiva, desean tanto aquéllos como éstos es ahogar la denunciadora voz interior; la íntima conciencia de la falsedad de la propia crítica alimenta su fanatismo anticapitalista.
Tal frustración (...) surge bajo cualquier orden social basado en la igualdad de todos ante la ley. Sin embargo, ésta es sólo indirectamente culpable del resentimiento, pues tal igualdad lo único que hace es poner de manifiesto la innata desigualdad de los mortales en lo que se refiere al respectivo vigor físico e intelectual, fuerza de voluntad y capacidad de trabajo. Resalta, eso sí, despiadadamente el abismo existente entre lo que realmente realiza cada uno y la valoración que el propio sujeto concede a su comportamiento. Sueña despierto quien exagera la propia valía, gustando de refugiarse en un soñado mundo "mejor" en el que cada uno sería recompensado con arreglo a su "verdadero" mérito.
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