18 abril, 2011

EL GRAN COMPROMISO
La acusación más grave vertida contra los presupuestos del congresista Paul Ryan no es la ridícula aseveración, afirmada de la forma más notoria por el Presidente Obama en su discurso de la Universidad George Washington, de que "sacrifica los Estados Unidos en la que creemos". La acusación grave es que el plan de Ryan fracasa estrepitosamente según sus propios criterios.
Por Charles Krauthammer

La acusación más grave vertida contra los presupuestos del congresista Paul Ryan no es la ridícula aseveración, afirmada de la forma más notoria por el Presidente Obama en su discurso de la Universidad George Washington, de que "sacrifica los Estados Unidos en la que creemos". La acusación grave es que el plan de Ryan fracasa estrepitosamente según sus propios criterios: dado que sólo recorta gasto público sin subir los impuestos, va acumulando billones en deuda y no alcanza el equilibrio presupuestario hasta la década de 2030. Si la deuda es una emergencia nacional tal, dicen, Ryan nunca va a llegar realmente a su objetivo.

Pero los críticos se equivocan. No se puede alcanzar el objetivo sin los planes de Ryan. Son el elemento esencial. Por supuesto que Ryan no va a proponer subidas tributarias. Para eso no hacen falta los Republicanos. Eso es lo que hacen los Demócratas. El discurso del presidente fue un poema en prosa a las subidas tributarias -- protegidas todas las alusiones a los recortes del gasto por un compacto de avisos inaccesible.

El plan de Ryan reduce el gasto federal 6 billones (trillion en inglés) de dólares en 10 años -- del actual 24% del PIB a la media histórica post Segunda Guerra Mundial en torno al 20%.

Bien, la media histórica de recaudación de los 40 últimos ejercicios se sitúa entre el 18% y el 19% del PIB. Mientras volvemos a esos niveles con la recuperación económica (ahora estamos en torno al 15%), los planes de Ryan todavía nos dejan un déficit anual en 2021 del 1,6% del PIB.

Los críticos hacen bien en fijarse en esa diferencia. Pero es salvable. Y el mecanismo para hacerlo salta a la vista: la reforma del régimen fiscal.

La verdadera reforma del régimen fiscal que elimina excepciones, deducciones, desgravaciones y las innumerables lagunas que desde la última reforma tributaria de 1986 se han ido acumulando. La comisión Simpson-Bowles, por ejemplo, identifica 1,1 billones en sustracciones de la recaudación pública así. En un escenario, las elimina todas y de esa forma es capaz de bajar los tipos impositivos a todo hijo de vecino hasta las tres horquillas del 8%, el 14% y el 23%.

La comisión sí recomienda que, de media, alrededor de 100.000 millones de dólares por ejercicio de los 1,1 billones queden en las arcas del Tesoro (en lugar de ser devueltos al contribuyente) para paliar el déficit. Es una ligera desviación de la política de ajuste del gasto a la recaudación, pero sigue procurando un recorte más sustancial del tipo máximo del actual 35% al 23%. El resultado global es tan razonable y benéfico a múltiples niveles que se granjeó con razón la conformidad hasta del impecablemente conservador (miembro de la comisión) Senador Tom Coburn.

Ahí reside la belleza de la reforma del marco tributario: es transparente y flexible a la vez. Esa transparencia y esa flexibilidad se pueden aplicar al plan Ryan. Si precisa una reducción del déficit algo mayor para superar la diferencia del 1,6% del PIB que sigue presente tras 10 ejercicios, puede lograrlo subiendo ligeramente los tipos impositivos definitivos.

La reforma tributaria de Ryan concibe tres horquillas con un tipo máximo del 25%. Cifra que no tiene nada de sagrada. En principio, se podrían aumentar ligeramente todos los tipos con el margen máximo llegando a, digamos, el 28% -- el tipo máximo que salió de la reforma tributaria de Ronald Reagan en 1986. Seguiría muy por debajo del actual 35%. Y aun así ese impulso final podría acercarle a unos presupuestos federales totalmente equilibrados en torno al 20% del PIB.

Tampoco se vulnera ningún gran principio conservador. La media histórica de recaudaciones -- del 18 al 19% del PIB -- se podría elevar un entero más o menos con el razonamiento perfectamente viable de que somos una sociedad ligeramente mayor, y de que deseamos exponernos a las tecnologías médicas extraordinarias pero caras capaces de elevar tanto la calidad como la esperanza de vida.

Esta concesión conduciría de esta forma a unos presupuestos totalmente equilibrados más rápidamente que el plan de Ryan y reduciría la relación deuda/ PIB aún más acusadamente (porque el PIB aumentaría al tiempo que la deuda no). La repercusión sobre la posición económica de América en el mundo sería dramática: la confianza recuperada en la salud fiscal estadounidense reduciría la servidumbre de la deuda, cosa que rebajaría la carga global, lo que podría permitir bajar los impuestos, cosa que estimularía aún más el crecimiento económico. Un círculo virtuoso.

Esa es la línea de meta. Pero empieza por los recortes del gasto. Recortes importantes, como sugiere Ryan -- no los trucos de marketing que presentó el discurso de Obama sin vergüenza igual que si fueran un plan.

Teniendo en cuenta el recurso instintivo de los Demócratas a la demagogia de ancianitos abandonados a las inclemencias del tiempo, los Republicanos hacen bien en no ceder en materia tributaria hasta que haya en vigor importantes recortes del gasto público. Momento en el cual, espera el gran compromiso. Y grandioso será. Salvar de la insolvencia el estado del bienestar no es ningún logro baladí.

VARGAS LLOSA Y SU OBSESION POR FUJIMORI

VARGAS LLOSA Y SU OBSESION POR FUJIMORI

Vargas Llosa no ha metabolizado el hecho de que fue derrotado por Alberto Fujimori hace ya más de dos décadas, y esto lo ha llevado a asumir posiciones inaceptables e irreconciliables con parte del mundo liberal.
Es inaceptable la actitud de Mario Vargas Llosa


Por Marco Polesel

Después de las paranoicas declaraciones del Premio Nobel de Literatura peruano, Mario Vargas Llosa, sobre sus intenciones de votar por Ollanta Humala, no queda ya la menor duda que el escritor continua inmerso en el gran e incurable resentimiento que no ha podido metabolizar, luego de que fuese derrotado por Alberto Fujimori en las elecciones presidenciales de 1990.

Vargas Llosa ha afirmado, de forma claramente irresponsable y visceral, que: “votaría por el nacionalista Ollanta Humala en la segunda vuelta presidencial peruana, pero que en cambio, jamás lo haría por Keiko Fujimori”.

En referencia a este tema, hace algunos meses declaré que Vargas Llosa es un extraordinario escritor pero que es un pésimo político y un inadecuado representante político de los liberales. El problema es que los inicios del escritor fueron en las áreas del comunismo y de la revolución cubana y esto parece que en el fondo no lo ha podido superar, aún cuando se haya aplicado baños de radio o quimioterapia liberal.

Son tantas las equivocaciones políticas de Vargas Llosa; entre muchas, cabe recordar que él fue uno de los que en el pasado, siguiendo la comparsa de la onda izquierdosa latinoamericana y mundial, de los años 70 y 80 y para no quedarse fuera de esa fiesta, criticó a Pinochet, sin tomar en cuenta la salvación que éste emprendió frente a la inminente instauración del comunismo en ese país de manos del títere de Fidel Castro, Salvador Allende. El propio Vargas recientemente declaró que lo de Zelaya en Honduras fue un golpe de estado, cuando se ha demostrado que afortunadamente para ese país, la separación y autonomía de poderes se activo, y pudo impedir un proceso hacia el autoritarismo, como el del régimen venezolano.

En su insania, Vargas Llosa estaría colocando en un plano más beneficioso y favorable para su país, la opción Ollanta Humala, cuando todos sabemos que este “candidato-ficha” es auspiciado y avalado por el cartel socialista del Foro de São Paulo, cuyo capo es Fidel Castro y su financiamiento proviene del régimen venezolano. Vargas Llosa se ha equivocado tantas veces y es por esa formación ideológico marxista que tanto a él como a muchos de su generación sufrieron y del cual nunca se han podido recuperar. Lo graves es que muchos de esos jóvenes están hoy en el poder en muchos de nuestros países.

Dadas las circunstancias, repudio la posición de Vargas Llosa. Por el contrario, me comprometo a trabajar por el gobierno de Keiko Fujimori, si llegase a la victoria, para poder asesorar en todo lo que se pueda, especialmente en una estrategia para el combate al avance comunista en la región.

Quiero aclarar que ser un premio Nobel no es garantía de ser un buen político o estadista, baste recordar que ese prostituido premio, se los han dado a casi todo el mundo, entre ellos los cuestionados lideres izquierdosos Rigoberta Menchú, Al Gore o el perverso Jimmy Carter, sepulturero de la democracia venezolana y canciller del castrismo en EE.UU., entre muchos otros.

Además, si el pueblo peruano perdonó al infame socialdemócrata de Alan Garcia, ¿Por qué no darle una oportunidad a la hija de aquel que libró al Perú de la guerrilla criminal izquierdista? ¿O es que solo a los izquierdistas se les puede perdonar y premiar con una segunda presidencia?

Alberto Fujimori fue una víctima de su asesor Vladimiro Montesinos, quizás ese fue su principal y más grave error. Pero también el Perú cambió totalmente luego del gobierno de Alberto Fujimori, y sus compatriotas así lo están reconociendo, colocando a su hija de segunda posición hacia una segunda vuelta electoral. De seguro el gobierno de Keiko Fujimori, será un aliado en la contención del avance del comunismo en la región... ¿Será que esto a Vargas Llosa no le interesa?

Estamos frente a un Vargas Llosa esquizofrénico, o cuando menos frente a uno que pone sus asuntillos personales por delante de los de su país y de la región. Como lo diría su esposa: “él sólo sabe escribir”.

¿POR QUE GADAFI SIGUE EN PIE?

¿POR QUE GADAFI SIGUE EN PIE?

Occidente se desarma sicológicamente y los enemigos de la libertad toman aliento para conquistar sus metas
El poder aéreo no ha derrocado a Gadafi

Por Aníbal Romero

La guerra, decía Clausewitz, es la continuación de la política por otros medios. El éxito exige tener claro su fin político (qué se pretende lograr con la guerra), así como los objetivos militares derivados de tal fin (qué se pretende lograr en la guerra).

La guerra civil libia es un interesante caso de deliberada confusión acerca del fin político por parte de los aliados occidentales, confusión que ha degenerado en estancamiento, amenaza con prolongar la guerra civil y eventualmente producir una severa crisis humanitaria, es decir, precisamente lo que anunciaron que evitarían con su intervención militar.

Es obvio que el fin político de Washington, París y Londres ha sido desde el principio derrocar a Gadafi. No obstante, para disimularlo, reducir resistencias internas y minimizar los riesgos a sus precarias bases de apoyo doméstico, los dirigentes occidentales buscaron cobertura bajo una ambigua resolución del Consejo de Seguridad de la ONU, que estableció como fin político la protección de los civiles sin mencionar el derrocamiento de Gadafi. Fue descartada además de manera expresa la “ocupación” extranjera de Libia.

En otras palabras, Rusia, China y la Liga Árabe admitieron la intervención, pero a medias, dentro de límites que complican en extremo el uso de tropas terrestres y el apoyo masivo a los rebeldes libios.

La OTAN se lanzó a la aventura confiada en que el uso avasallante de su poder aéreo daría suficientes ventajas a los rebeldes, conduciendo a un pronto colapso de Gadafi y su régimen. Pero los planes no marcharon como se esperaba. El poder aéreo no ha derrocado a Gadafi y los rebeldes libios han mostrado que carecen de la destreza militar y el respaldo político necesarios para forzar una decisión.

Varias lecciones se desprenden, hasta el momento, de la experiencia libia. Nuestra época no es la primera en la cual las democracias occidentales, sus dirigentes y electorados, deciden que la guerra clausewitziana ya no debería existir como instrumento legítimo de la política, y que la misma debe ser eliminada o convertida en herramienta “humanitaria”. En lugar de ser la continuación de la política, las guerras de hoy son la continuación de la bondad por otros medios. Entre 1919 y 1938 los electorados y dirigentes de la Europa democrática vivieron ilusiones semejantes, hasta que sus quimeras estallaron.

Como sostuvo Orwell, el peor enemigo de la claridad en el uso del lenguaje es la hipocresía. Las democracias occidentales de hoy se sustentan en la permanente demagogia de políticos que viven de una popularidad frágil y pasajera; son democracias complacientes que miman a electorados poco dispuestos a enfrentar verdades desagradables, bien sea en materia económica, de política internacional, u otras. Para consentir a sus caprichosos electores los políticos ya no hacen la guerra sino que contribuyen a “causas humanitarias”. El resultado de todo ello es que los desafíos a la seguridad internacional se multiplican y profundizan, como está ocurriendo en Libia y seguirá pasando desde Corea hasta Irán y el Caribe. Occidente se desarma sicológicamente y los enemigos de la libertad toman aliento para conquistar sus metas.

Es mil veces preferible un político realista y sin pretensiones moralizantes, que sólo recurre a la guerra si el fin está claro y los medios son adecuados, a supuestos idealistas y predicadores de presuntuosas banalidades. Y con respecto al dictador libio, recordemos a Maquiavelo: “Las ofensas deben hacerse todas de una vez, porque cuanto menos se repitan, menos hieren”.

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