20 mayo, 2011

La danza macabra mexicana

La danza macabra mexicana

De pronto llegó el momento culminante: el Grand finale. Se trató de resolver el conflicto por medio de las armas. Se agitó un pavoroso avispero. Las notas megalomaniacas, una orgía wagneriana, inundaban toda la sala.

Francisco Martín Moreno*

A Marisela Morales: con esperanza.

Las luces se apagaron gradualmente en aquel histórico recinto. La sala de conciertos estaba repleta. Resultaba imposible encontrar un solo lugar vacío. El público esperaba atento la aparición en escena del director invitado. El silencio era total. La expectación crecía por instantes. Repentinamente los músicos se pusieron de pie sin que la audiencia, sorprendida, pudiera, en un acto reflejo, dispensar al menos un aplauso al conductor, cuya imponente figura nadie alcanzaba a distinguir sobre el escenario. Cuando los integrantes de la orquesta nacional se sentaron en sobrias sillas negras, tomaron sus instrumentos y empezaron a interpretar la “Danza macabra mexicana”, cada uno de los asistentes pasó del asombro al pánico al constatar que la batuta, flotando en el vacío, marcaba ya vigorosamente los tiempos del primer movimiento. Uno a uno, los presentes fueron descubriendo sobrecogidos la identidad del director: sin duda alguna, se trataba del mismísimo Lucifer.

La obra la había orquestado el diablo a la perfección durante las interminables décadas de la Dictadura perfecta. Cuando concluyó la partitura y los tiempos de las cuerdas y de los alientos, así como terminó de poner los acentos en las entradas de los tambores y de los platillos y repasaba en su mente ávida de destrucción el Allegro ma non troppo, así como el Adagio y daba los últimos retoques al Grand finale, de pronto se apoderó de él un intenso deseo de precipitar el estreno en público. Bien sabía que su composición era magistral por lo que decidió dirigirla él mismo. Le llamaría la “Danza macabra mexicana”.

Los primeros acordes armónicos y enérgicos se escucharon en toda su intensidad cuando la explosión demográfica de la segunda mitad del siglo XX quintuplicó, mucho más que irresponsablemente, la población en 50 años. El país y la audiencia se estremecieron como si fueran víctimas de un terremoto. Devorábamos cualquier esperanza para construir un mejor futuro en tanto estallaban al fondo los platillos anunciando gloriosamente el analfabetismo, seguido por los oboes, las trompetas, los fagots y los cornos, además de los violines, los chelos y los violonchelos, todo un conjunto de notas y sonidos volcánicos propios del momento en que el diablo derramaba lava incandescente para alcanzar el paroxismo en el pentagrama y en la trágica realidad.

El mundo volvía la cabeza en un mismo año hacia México. ¿Qué pasaba en México? ¿Quién se volvía a ensañar con México? Sólo que el diablo tenía programado en la partitura una interminable cadena de desastres que todavía necesitaba desarrollar. Surgieron 50 millones de mexicanos sepultados en la miseria. Faltaban hechos de sangre, decapitados, la violencia a su máximo esplendor, masacres callejeras, el envenenamiento de la sociedad a través de los estupefacientes para provocar, ahora sí, el incendio total. Una tenue luz negra iluminaba el recinto sinfónico. Los golpes de Mefistófeles daban puntualmente en el blanco, en tanto todos los músicos de la orquesta arrancaban notas delirantes a sus instrumentos que interpretaban una marcha fúnebre confundida entre el pesar, el sarcasmo y la ironía. El diablo, el diablo componía, él mismo dirigía a su satisfacción...

De pronto llegó el momento culminante: el Grand finale. Se trató de resolver el conflicto por medio de las armas. Se agitó un pavoroso avispero. Las notas megalomaniacas, una orgía wagneriana, inundaban toda la sala. El hambre, la desesperación, el ocio, la atracción por el dinero fácil, se convirtieron en el caldo de cultivo de los viciosos, del narcotráfico. ¡Oh! raza de bronce... Unas sonoras carcajadas diabólicas sacudían a los presentes. Las sombras macabras de hombres ahorcados se mecían en la sala al ritmo de la música infernal. Un largo redoble de tambor reveló la entrada invisible de Tezcatlipoca en el escenario. Admiraba su rostro opaco reflejado en su espejo negro. Los primeros en apuñalar a México fueron los propios capos mexicanos y buena parte de la autoridad coludida. Se escucharon risas discretas de un coro fantasmagórico de ángeles negros. El país se ensangrentaba y se engangrenaba. La tristeza fingida de los instrumentos irritaba y provocaba al público. El futuro era más negro que el presente mismo. El diablo volvía a ganar. Nos dirigíamos a un despeñadero grande, muy grande, interminable como el último sonido de los violines que parecía no extinguirse jamás en este concierto siniestro en el que una voz perdida en el coro gritaba suplicante en latín: ya no queremos realidades, queremos promesas, sí, sólo promesas...

Entre la ignorancia, la estupidez, la vecindad con el gran narcómano del mundo, la incapacidad, la ausencia de escrúpulos, el dolo, la traición, la corrupción, la simulación, el incendio social provocado, la tibieza, el deseo de construir sobre cadáveres el capital político, la mala fe, el destiempo y la desafortunada convergencia, el diablo encontró el momento idóneo para componer la “Danza macabra mexicana”, su obra cumbre. Estaban dadas todas condiciones para la tragedia. Lucifer sólo tenía que hacer los arreglos musicales y los compuso magistralmente…

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