El futuro escenario de los países latinoamericanos gobernados por líderes fuertes es incierto, complejo y muy arriesgado.
JUAN BARRETO/AFP//Getty Images |
En 1922 Max Weber definía el carisma como algo extraordinario. Esta cualidad, afirmaba Weber en su obra Economía y Sociedad, debería medirse de acuerdo al valor que le adjudican los seguidores, ya que no hay carisma sin el reconocimiento por parte de los dominados de esa habilidad extraordinaria del líder. Esta forma de posesión presenta dos problemas: su rutina y sucesión. Si la dominación carismática se prolonga en el tiempo, ésta debe transformarse porque la cotidianeidad le quita lo extraordinario. Por otra parte, el carisma no se trasmite ni se enseña por lo que la sucesión se desvanece.
La dominación carismática abunda en la historia latinoamericana. Militares y civiles trataron de serlo o parecerlo para justificar su autoridad y legitimar su permanencia. Más que una cualidad extraordinaria, los líderes de esta región han intentado perpetuarse aprovechándose de ésta. La combinación de carisma y populismo ha dado muy buenos resultados a aquellos que quisieron, y quieren, morir con el poder en sus manos. Los costos de esta ambición individual desmedida son muy altos, pero no inmediatos, lo que favorece su perpetuación.
La dominación carismática-populista se ha caracterizado por un discurso político polarizante y una identificación entre el pueblo y el líder. La cultura política se inunda de conflictos entre un ellos y un nosotros diseñado por el dirigente. En este contexto, este tipo de posesión simula la redistribución de la riqueza, como solución para resolver la injusticia social, económica y política que prevalece en la región. De la mano de estos guías carismáticos y populistas, las clases trabajadoras, los pobres y marginales y, más recientemente, grupos étnicos o sociales históricamente ignorados, parecen integrarse al juego político.
Pero la historia de la región muestra que estos proyectos no han logrado, hasta ahora, modificar la injusta distribución de la riqueza. Por el contrario, el legado ha sido, en la mayoría de los casos, una profunda polarización política que, lejos de resolver, perpetúa los conflictos distributivos.
Hay otro aspecto negativo en esta combinación de carisma y populismo: todo el juego político se concentra en el líder, anulando las mediaciones partidarias, minimizando la división de poderes, avasallando las instituciones democráticas.
Una vez más, un país latinoamericano se encuentra en una encrucijada política como consecuencia de esta dominación carismática. Hugo Chávez, un efectivo aglutinador de carisma y populismo, encontró una barrera diferente a su expansión: su salud.
El Caracazo de 1989 y la incapacidad de la clase política surgida del acuerdo del Punto Fijo para interpretarlo, empujaron a los partidos políticos tradicionales al abismo creando un vacío de poder que Chávez supo llenar. Más de dos décadas después, es probable que Venezuela se enfrente a una situación similar. La enfermedad del mandatario y sus viajes a Cuba para tratarla muestran los riesgos de la dominación carismática ya puntualizados por Weber en 1922.
La enfermedad del líder no es sólo un problema privado sino nacional que pone en peligro el proyecto personal de seguir en el gobierno indefinidamente. Chávez no tiene herederos políticos. No hay una estructura partidaria que retome sus postulados para continuar su proyecto. No hay una superestructura jurídica y simbólica que fije las reglas políticas. Todo lo que se ve, es un acompañamiento de su familia. Pero como decía Weber, el carisma es intransferible y ni su hermano, ni sus hijas pueden dar continuidad a un proceso cuyo vértice se sostiene en una sola persona. Este enemigo surgió inesperadamente y quebró sus deseos de eternidad en el poder. Chávez no estaba preparado para un final clínico, sus seguidores no se prepararon para esta lucha que no pasa por las guerras asimétricas ni los males perpetrados por el imperio. Sus opositores tampoco pensaron en las debilidades del régimen ni vislumbraron caminos para convertirse en los sucesores.
La foto que muestra reunidos a Fidel y Raúl Castro con Chávez en Cuba inspira preguntarse si han tomado conciencia de su mortalidad y de la fragilidad de sus legados. El escenario futuro de sus países es incierto, complejo y arriesgado. Todavía parecen estar a tiempo de transformar su herencia, abrir el diálogo político con la oposición, construir consensos dejando atrás las polarizaciones y ayudar a conducir una transición hacia regímenes que contemplan el disenso y la tolerancia política.
La irrupción de la enfermedad en el escenario político venezolano enfrenta a las autoridades, los partidos y los ciudadanos con las fragilidades de la dominación carismática y las limitaciones del populismo. Esta es una enseñanza que ya deberíamos haber aprendido en la región. Pero nunca es tarde para entender que detrás de los líderes fuertes no crece el pasto.
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