Llegó el momento supremo. ¿Y qué nos encontramos? Pues que no hay un peso en el presupuesto para reparar a las víctimas.
Hay un momento de la verdad en los toros, que es en el que el matador se lanza sobre el morrillo de la fiera para clavarle el estoque. Lo demás es arte introductorio, preparativos, aproximaciones. En la administración pública también se da ese instante de las verdades. Quedan atrás los discursos, la retórica, los ensayos. El Estado dice con cuánto dinero acomete el empeño. “El proyecto de ley de apropiaciones deberá contener la totalidad de los gastos que el Estado pretenda realizar durante la vigencia fiscal respectiva” (Art. 347 de la Constitución).
Hecha esa advertencia preliminar, vamos al ruedo. Nos opusimos con todas nuestras fuerzas a la Ley de Víctimas y Tierras, la mayor locura nunca acometida en Colombia, dijimos. Una intención hermosa que nos sepultaría a todos, agregamos. Un esfuerzo sin antecedentes, porque nadie se sintió con fuerzas, y sobre todo con dinero, para emprenderlo. Todo en vano. Con banda de música, alocución presidencial, abrazos emocionados de los concurrentes, se lanzó el proyecto. Y se lo sancionó Ley con el mayor despliegue publicitario de que se tenga noticia. Hasta el bueno de Ban Ki-moon terminó por acompañar la comitiva y aplaudir tan buen corazón como el que teníamos.
Después nos dedicamos a preguntar cuánto valía obra tan bella. En vano. Los ponentes de la Ley la recomendaron sin detenerse en el detalle. Los jefes de los partidos políticos que la respaldaron no estudiaron ese menudo asunto. Y el Gobierno, válganos Dios, tampoco sabía nada. De nuestro lado, insistíamos en que la sola reparación administrativa, dispuesta en veinte millones de pesos por víctima, alcanzaría para dejar quebradas varias generaciones.
El Gobierno, ante la inminencia del desastre, tomó providencias inocuas para evitarlo. Como la de declarar que la Ley se cumpliría de acuerdo con las disponibilidades fiscales. Como si a una víctima reconocida en un fallo judicial se le pudiera hacer ese garboso pase torero. Y como el de declarar que el cumplimiento de la Ley se haría en un horizonte de diez años. No se pueden pagar indemnizaciones por décimas partes, ni se pueden dividir las víctimas en diez grupos, de menos a más pacientes. De todos modos, si como en el más conservador de los cálculos el pago de esa reparación vale cuarenta billones de pesos, cada presupuesto anual tendría la aspiración, ya inconstitucional por limitada, de contener solo cuatro billones para reparar víctimas.
Llegó el momento supremo. El de la Ley de Apropiaciones, esa que debe contener la totalidad de los gastos del período 2012. Todo era expectativa nuestra. Teníamos el corazón en el puño, como suele decirse. ¿Y qué nos encontramos? Pues que no hay un peso en el presupuesto para reparar a las víctimas. Todo fue música. Todo se fue en oraciones laudatorias. Todo en emociones desbordadas. En plata blanca, no sabemos por qué se la llama así, no hay un maravedí, para seguir con casticismos, dispuesto para tan piadoso propósito.
A nadie se le ocurrirá pensar que al Ministro de Hacienda, hombre tan ponderado e ilustrado, se le pasara por alto la cuestión. Es que de la mejor buena fe creyó que todo seguiría en plan de discursos inofensivos, de profundos pensamientos, de filosóficas reflexiones.
Con las leyes no pasa semejante cosa. Lo único que puede haber gratis en ellas son las motivaciones. Lo demás es con dinero. Y dinero es lo que le quedó faltando a la Ley de Víctimas y Tierras.
O al presupuesto le ponemos para este rubro un puñado de billones, sacados de quién sabe dónde, o haremos el más colosal ridículo. No andábamos errados. Tanta locura no podía ser cierta. Y por eso la rebajaron a mala pantomima. Tal vez el mundo, ayer tan admirado, no quiera tolerarla. Y las víctimas, tan esperanzadas, tampoco.
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