Juan Ramón Rallo
Se queja la izquierda de que establecer un límite constitucional al déficit y a la deuda supone un corsé para la economía. Para la economía. Perdonen, pero querrán decir que supone un corsé para el endeudamiento del Estado, para esa insana costumbre de gastar, so ruinoso pretexto keynesiano, más de lo que se ingresa en tiempos de crisis. Pero que no se apuren nuestros estatólatras, pues incluso en una sociedad donde los políticos acostumbraran a cumplir las leyes (sus leyes), el tamaño del sector público podría seguir expandiéndose subiendo los impuestos, y esta vez bajo imperativo constitucional. Si todavía quedara alguien mínimamente liberal en las Cortes, tal vez llegara a la conclusión de que como mínimo habría que exigir un límite no sólo para el endeudamiento, sino también para el gasto público.
Claro que en España la claca indignada no tiene de qué preocuparse. No ya por la falta de liberales en la Carrera de San Jerónimo, sino porque en nuestro país, como Estado de Derecho fallido que es, nuestros mandatarios cumplirán con la norma cuando lo reputen conveniente y la pisotearán cuando mejor les parezca. Al cabo, el cesante que ha tenido a bien proponer la enmienda constitucional al déficit fue el mismo que la rechazó un año antes y el mismo que barrió con una ley, la de equilibrio presupuestario, que contenía idéntica provisión.
No iremos a estas alturas a sorprendernos de que aquí ni el Congreso, ni el Senado, ni el Supremo, ni el Constitucional, ni la Fiscalía, ni el Tribunal de Cuentas, ni la Intervención General del Estado fiscalizan, mucho menos sancionan, a un Gobierno que disponga del suficiente alpiste como para comprar voluntades y pagar favores en aras de la aritmética parlamentaria. En España nadie vigila a quienes vigilan, en esencia, porque todos son los mismos o dependen de los mismos.
Acaso la limitación constitucional quedará como uno de esos rimbombantes y nada vinculantes principios de orientación política y económica que, como mucho, supondrá el reconocimiento implícito de que las recetas keynesianas han fracasado en nuestro país (en realidad, en el nuestro y en todos). Fuimos una de las sociedades cuyo sector público más se endeudó en 2009 y 2010 y somos también una de las que más cerca se encuentra de la suspensión de pagos. Que sí, que siempre podrán encontrarse razones para alabar o para explicar el escaso éxito del keynesianismo; por ejemplo, que gracias a él la tasa de paro no ha llegado al 75% de la población activa, o que sin duda habría tenido mejores resultados de haber podido mantener esos altísimos e insostenibles déficits públicos durante más tiempo. Ah, qué antipatriotas esos especuladores que se niegan a seguir prestándonos dinero cuando adivinan que no vamos a poder devolvérselo; ah, qué cortedad de miras la de un Banco Central Europeo que no monetiza con suficiente decisión nuestra deuda o la de una Angela Merkel que se niega a pagar nuestras muy expansivas –a la vista está– políticas económicas a través del eurobono.
Pero en fin, no vayamos a poner el grito en el cielo por el hecho de que unos políticos que nos han llevado al borde de la bancarrota y a quienes se les niega el acceso a los mercados de crédito saquen ahora pecho diciendo que se comprometen a no endeudarse. Ya saben, la zorra y las uvas de Samaniego: que no, que "los mercados" no están maduros; no es que no nos quieran prestar, es que no queremos pedirles prestado. Muy bien, ahora sólo falta que nos expliquen si es que van a dejar de gastar 80.000 millones al año, si van a sacarlos esquilmando todavía más a un recesivo sector privado o si, como parece, la disposición es papel mojado antes incluso de haberla aprobado. Veremos si los votantes alemanes, auténticos destinatarios del conejo parlamentario, se creen la súbita conversión a la ortodoxia de nuestra clase política y consienten que Merkel y Trichet nos sigan prestando respiración asistida. Con todo, cinco palabras deberían bastarles para caerse del guindo: Pacto de Estabilidad y Crecimiento. Cómo nos gusta aprobar nuevas normas para tapar el flagrante incumplimiento de otras.
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