Cómo los políticos en Washington contribuyeron a la rebaja de S&P
Por Mark Mardell
La rebaja de la calificación crediticia de Estados Unidos anunciada en la noche del viernes por la agencia Standard & Poor’s (S&P) puede interpretarse como una humillación para una nación constantemente preocupada por su declive como superpotencia.
La noticia refuerza la creencia extendida de que las riñas entre los políticos en Washington son las culpables de muchos de los problemas del país.
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De hecho, uno de los temas de campaña de Barack Obama cuando era candidato a la presidencia en 2008 era que las cosas no podían continuar como hasta entonces en la capital estadounidense y que, con la voluntad necesaria, el país podía volver a estar unido otra vez.
La decisión de S&P de enviar a EE.UU. a la seguda división en lo que se refiere a su confiabilidad a la hora de pagar sus deudas situa al país por debajo de Reino Unido, Francia, Alemania, Singapur, Finlandia y otras 14 naciones.
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La razón que dio la agencia para la rebaja coincide con una idea extendida en EE.UU.: que Washington no funciona.
Frustración
En su informe, S&P asegura: "Las disputas políticas de los últimos meses ponen de relevancia que el gobierno y la adopción de políticas en EE.UU. se están volviendo menos estables, menos efectivos y menos predecibles de lo que anteriormente creíamos que eran".
Una conclusión quizás un tanto simple, pero que personifica la frustración de muchos estadounidenses.
Además, S&P no se muestra muy convencida del clic plan para elevar el límite de la deuda que los legisladores estadounidenses consiguieron acordar in extremis esta semana.
"Nuestra opinión es que los funcionarios electos se muestran demasiado cautelosos a la hora de afrontar los problemas estructurales que se han de resolver para aligerar la carga de la deuda pública de EE.UU. de una manera consistente con una calificación AAA".
La agencia alerta de que la deuda estadounidense continuará creciendo y no tiene esperanzas de que los políticos puedan encontrar una solución.
Además, aseguran que la solución del problema de la deuda continúa siendo un proceso contencioso e irregular y señalan que nadie se toma en serio la reforma de los programas que consumen una gran cantidad de recursos públicos, como Medicare, que provee sanidad para los ciudadanos de la tercera edad, y que es defendido a capa y espada por los demócratas.
S&P también señala directamente a los republicanos por negarse a subir los impuestos.
¿Unidad?
Sin duda, el presidente Barack Obama utilizará la rebaja de S&P para reprender al Congreso de su país y pedir a los políticos que muestren unidad, no como demócratas o republicanos, sino como estadounidenses.
Puede que algunos, sintiéndose culpables, le hagan caso por un tiempo.
Obama ha dicho que los estadounidenses votaron por un gobierno dividido, no por un gobierno disfuncional.
Pero el sistema político estadounidense, una reliquia de una época diferente, construido con argumentos que poco tienen que ver con el siglo XXI, está diseñado para que se dé un gobierno disfuncional.
La combinación de una estricta separación entre el poder legislativo y ejecutivo, sumada a las elecciones legislativas que se celebran cada dos años, hace que diferentes partidos tengan el control de diferentes partes del gobierno.
Los estadounidenses seguramente pondrán el grito en el cielo por el fracaso de los políticos para superar las divisiones aparentemente irreconciliables que separan dos visiones diferentes del mundo.
O quizás pueden volver a confiar en los políticos de Washington, en un arrebato de patriotismo y buena voluntad.
Pero la cuestión es si alguno de ellos se preguntará si no es el propio sistema el que no está funcionando.
Miremos nuestro oficio
Miremos nuestro oficio
Por Plinio Apuleyo Mendoza
El Tiempo, Bogotá
Algo evidente: hoy en día, el papel puramente informativo de los periódicos se desvanece frente a los noticieros de radio y televisión. Rara vez hay para uno novedades en la primera página de un diario; uno ya las conoce. Ante esta realidad, ¿qué alternativas tiene la prensa escrita? En Europa, como solución, se ha abierto paso un periodismo investigativo y de análisis. El cómo y el por qué, las causas y consecuencias acompañan los informes sobre cualquier acontecimiento político o cualquier otro hecho de importancia. Es el valor agregado que por su propia inmediatez en el cubrimiento de la actualidad no pueden permitirse noticieros de radio o televisión.
No es esta todavía la alternativa buscada por la prensa colombiana. Entre nosotros, la noticia publicada en los diarios es el simple, y muchas veces, comprimido registro de un hecho que ya ha sido divulgado en otros medios. Los comentarios -y no necesariamente los análisis del mismo- quedan relegados a las páginas de opinión, dominadas por la visión personal, inevitablemente polarizada de nosotros, los columnistas. En cambio, ante el riesgo de perder lectores al quedar sin primicias informativas, se ha abierto paso en nuestros diarios y revistas lo que yo llamaría un periodismo ligth, sin duda llamativo y bien diseñado, que nos distrae con informaciones muy ilustrativas sobre las divas del momento o temas tales como los cambios que sufren los perros en la vejez o las maromas que supone hacer el amor en una hamaca.
A mí, para ser franco, este desvío dictado tal vez por razones de circulación, me preocupa. A una justicia polarizada -que condena con base en cualquier dudoso testigo a los amigos de Uribe y que en cambio, para proteger a los amigos de las Farc deja sin validez lo revelado en los computadores de 'Reyes'- se suma un mundo político y una prensa de opinión también polarizados. Frente a este alarmante panorama, donde la verdad naufraga sin remedio, se requeriría un periodismo investigativo capaz de orientar a la opinión pública. Pero no. Los medios terminan por ser sólo la correa de transmisión de jueces y fiscales, y por esa vía, un Andrés Felipe Arias o un Bernardo Moreno se convierten en víctimas de un linchamiento mediático.
Con la excepción de un Yamid Amat o una María Isabel Rueda, las entrevistas de radio y televisión son otros entes acusatorios que buscan poner contra la pared a los entrevistados. Y aunque un Julio Sánchez o un Alberto Casas no asuman tal rol, la escuela feroz de un Félix de Bedout se abrió paso en la W y en todos los medios. A ese linchamiento se suma el de mediocres caricaturistas que confunden el humor con las patadas.
Como simple correa de transmisión, el periodismo escrito y audiovisual nos mantiene al tanto de los horrores que se cometen en los lugares más apartados del país. Tal es nuestro menú diario. Pero no por ello llegamos a vislumbrar la realidad que se vive en el Cauca, Arauca, Chocó o Casanare. Es el papel que debería cumplir un periodismo de reporteros en vía de extinción. No es extraño que aisladas figuras que lo cultivan con valor -una Salud Hernández-Mora o un Mauricio Gómez- se hayan formado en otras latitudes.
Al margen de odiosas polarizaciones, que buscan en unos casos condenar a Uribe y en otros condenar a Santos, fenómenos como la nueva estrategia de las Farc, que ahora le permite multiplicar y camuflar sus acciones, requieren trabajos esclarecedores de la prensa, más importantes que informes sobre dietas, sexo, últimos gritos de la moda o bellas modelos y actrices de televisión. Sí, es hora de salir de nuestro coqueto entorno capitalino y de su chismografía social o política para sacarle nuevas chispas a nuestro oficio. El país lo necesita.
Los “Terroristas” del Tea Party
Los “Terroristas” del Tea Party
Según el portal cibernético “Politico”, el Vicepresidente Joe Biden estuvo de acuerdo “con un argumento hecho por el Representante Mike Doyle (Demócrata, Pa.) durante una reunión a puerta cerrada del Caucus Demócrata” de que los miembros del “tea party” se comportaban “como terroristas” por la forma en que se opusieron a los intentos de aumentar los impuestos y cómo forzaron reducciones de gastos como parte del acuerdo para subir el techo de la deuda.
Biden negó haber hecho esta comparación. Dada la acalorada retórica que hubo a vista del público y tras bastidores, el uso de tal frase, particularmente conociendo el vocabulario de Biden, tiene credibilidad.
Aparentemente los que critican al “tea party” son analfabetos constitucionales. El Preámbulo de la Constitución comienza, “Nosotros, el pueblo”. Los derechos provienen de Dios, no de políticos que creen que son Dios. Les damos facultades a nuestros líderes para que nos sirvan. Nosotros no somos sus esclavos.
La arrogancia en el reportado insulto de Biden y Doyle es lo que los votantes odian más en muchos políticos. Los ven como fuera de contacto y no dispuestos a enfrentar los retos que los ciudadanos promedios tienen que enfrentar cuando se trata de sus presupuestos personales y comportamiento.
No son la gente del “tea party” los que son “terroristas”. Un terrorista trata de destruir. ¿Quién es el verdadero destructor en el debate sobre el techo de la deuda? ¿Quién quiere continuar gastando dinero que no tenemos, pidiéndole prestado a naciones como China que gustosamente nos destruirán si nuestro políticos no lo hacen antes? La gente del “tea party” simplemente quiere que su gobierno sea nuevamente responsable ¿y por esto se les llama “terroristas”?
El líder de la Minoría del Senado, Mitch McConnell reconoció que no hubiera habido un acuerdo en que no se aumentan los impuestos y se recortan gastos de no haber sido por los miembros del “tea party”. Está en lo cierto. Pedirles a los políticos de carrera que no gasten el dinero de otros es como pedirle a Lady Gaga que cante canciones tradicionales estadounidenses vestida conservadoramente. Para ella, esto no sería natural.
Lo que estamos viendo en los EE.UU. es un resurgimiento de la idea de que el pueblo tiene el poder y no tiene por qué quedarse inactivo mientras el país que ellos quieren y por el que a veces se sacrifican es destrozado por líderes políticos irresponsables que no tendrían sus cargos si el resto de nosotros no les pagásemos sus sueldos y beneficios. El debate sobre el techo de la deuda demostró que más gente está exigiendo que el gobierno viva dentro de sus posibilidades. Estamos cansados de gastar dinero que no tenemos en cosas que no necesitamos.
En vez de rebajar los gastos de defensa, si la “comisión bipartidista” no logra los objetivos deseados, ¿por qué no cerrar el Departamento de Educación, que no educa, el Departamento de Energía, que no produce energía, y el Departamento de Viviendas y Desarrollo Urbano, que no construye casas?
Lejos de ser una fuerza muerta, como muchos vaticinaron, los ciudadanos individuales están encontrando nuevamente una fuerza que muchos pueden haber pensado que ya no poseían. Camino a la elección del 2012, este renovado sentido de que el poder para hacer o deshacer a una nación no está en Washington sino en los corazones y mentes de sus ciudadanos, traerá una esperanza de que pronto habrá un verdadero cambio.
Cuando los críticos del “tea party” estén leyendo nuevamente la Constitución, también deberían consultar la Declaración de Independencia. Esa base filosófica de la Constitución reserva el derecho del pueblo para cambiar su gobierno cuando ya no sirve los intereses de sus ciudadanos. La Declaración esboza la relación debida entre el gobierno y los ciudadanos, señalando que el gobierno deriva sus “justos poderes del consentimiento de los gobernados” (y) “siempre que cualquier Forma de Gobierno se hace destructiva de estos fines, es el Derecho del Pueblo alterarlo o abolirlo y de formar un nuevo Gobierno, basando su fundación en tales principios y organizando sus poderes en tal forma, que ellos consideren será la mejor para asegurar su Seguridad y Felicidad”.
Sin duda alguna los ingleses consideraron “terroristas” a los que escribieron y creyeron tales cosas. Nosotros los llamamos patriotas. Y esos patriotas bien pudieran sacar al vicepresidente y a su jefe de sus cargos el próximo noviembre. Este es su derecho. Ellos tienen el poder.
Los sapos, como animales que son de sangre fría, no pueden percibir con facilidad los cambios lentos en la temperatura de su entorno; se han realizado experimentos patéticos sobre esta extraña condición, colocando algunos de estos pobres batracios en recipientes con agua fría que se va calentando, lentamente, hasta que, al llegar al punto de ebullición, se cocinan vivos sin darse cuenta.
Algo parecido les sucede a las sociedades víctimas de fenómenos como el del narcotráfico; la dialéctica de la plata o el plomo que a través de la corrupción o de la intimidación, utilizan los carteles para comprar o conseguir protección jurídica y política frente a sus crímenes, termina produciendo un efecto anestesiante en la opinión nacional que no se da cuenta de que, de esta forma, las organizaciones criminales van destruyendo progresivamente las instituciones que deberían derrotarlos.
En Colombia vivimos este fenómeno en los años ochenta cuando el terrorismo y la corrupción propia de los grandes carteles desafiaron abiertamente la fuerza pública, la justicia, el periodismo, los partidos políticos, los organismos de control y los intelectuales independientes. Nadie podía considerarse a salvo de los disparos de sus sicarios suicidas o de los cheques corruptores de sus cuentas bancarias escondidas.
El embrujo se rompió cuando el cartel de Medellín ordenó el asesinato del candidato presidencial Luis Carlos Galán, que había levantado en solitario unos años atrás la bandera del combate contra el crimen organizado. Su audacia le costó la vida, pero sirvió para que el país se despertara y se diera cuenta de que los poderosos carteles no desfallecerían hasta no ver arrodillados o enterrados a quienes consideraban, dentro del sistema, como sus enemigos.
A partir de la Constitución de 1991 la clase dirigente colombiana asumió de frente el combate del narcotráfico y sus secuelas como una política de Estado que, independientemente de cualquier consideración ideológica, debería comprometer a todos los Gobiernos en la erradicación de estas organizaciones criminales.
Se revisaron esquemas operativos, se protegieron jueces y periodistas, se depuró la policía, se expidieron normas draconianas sobre penas y cárceles, se consagró la extinción del dominio de bienes producto del crimen, se reglamentó el lavado de activos y, posteriormente, durante mi Gobierno, se restableció la extradición de nacionales.
Esta decisión, que tuvo ribetes de una cruzada, al principio considerada suicida, nos permitió desarticular a los carteles de Cali y Medellín y sentar las bases de una política coherente que todavía hoy, 20 años después, se aplica.
México está a tiempo de aprender la dolorosa lección colombiana de los años ochenta. Aunque el presidente Calderón ha declarado la guerra a los poderosos carteles de la droga en México, existe la percepción afuera de que esta lucha la está librando solo ante la mirada crítica o escéptica de muchos sectores que piensan que se trata de una política del Gobierno que no los compromete.
Algunos de ellos, como mi buen amigo Jorge Castañeda y el propio gobernador del Estado de México, Peña Nieto, inclusive hablan de conseguir una especie de acuerdo de paz con los narcos para regresar al modus vivendi de los últimos años y restablecer así un supuesto "balance" entre la criminalidad y la institucionalidad.
Si este acuerdo llegara a darse, sería el comienzo del fin del estado de derecho de México porque encarnaría la versión mexicana de la teoría del apaciguamiento de Chamberlain quien proponía dejar que Hitler invadiera solamente a sus vecinos para no exacerbar más allá sus ánimos imperialistas.
Los mexicanos podrían colombianizar en el mejor sentido su estrategia de lucha contra la droga si consiguen convertirla en una política de estado y adoptan medidas de fondo como las que se adoptaron en su momento en Colombia en relación con el combate de las fuentes de financiamiento y reciclaje de los dineros obtenidos con el crimen.
Proponer a estas alturas, como lo han hecho con alguna ingenuidad algunos intelectuales mexicanos, la legalización de la droga como una salida alternativa es como ofrecerle lecciones de natación a un sobreviviente en la mitad de un naufragio.
Lo que aquí está en juego no es si las drogas ilícitas deben o no ser reprimidas -y la discusión es válida en un contexto distinto- sino la propia supervivencia de las instituciones mexicanas como parte de un estado social de derecho internacionalmente reconocido. Esta decisión colectiva debe partir de consenso sobre la gravedad de la situación para evitar que al país, como en el cuento del sapo, lo cocinen lentamente las fuerzas criminales que hoy lo intimidan.
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