El despertar de Obama – por Marcos Aguinis
Parpadeo sobre el hueco de su almohada con extremos bordados. Jamás olvida que fue un éxito sin precedente ganar la presidencia de los Estados Unidos: un miembro de la comunidad afroamericana, tras siglos de discriminación y el intenso odio que aún anida en grupos racistas, consiguió perforar el arcaico muro de obstáculos. Su elección fue una prueba adicional sobre la solidez institucional y democrática que caracteriza a su país, donde se pueden asesinar presidentes, pero nunca ha sido posible un golpe de Estado. El brillo de su triunfo mareó al jurado del Premio Nobel de la Paz, que decidió ungirlo antes de conocerse los frutos de una tarea ardua en lo interior y exterior.
Pocos dudan de que lo animan buenas intenciones. Y que tal vez sus deseos lo hagan soñar demasiado. Por eso alterna las pesadillas con anécdotas placenteras. A veces se despereza con la extraña sensación de que ya resolvió los conflictos más engorrosos. Incluso cuando se lava los dientes sigue la alternancia entre lo conseguido y las batallas que vendrán . Se enjuaga con el placer de que los intríngulis económicos se están limpiando, como su boca. Pero más lento que su boca, claro. Quiere suponer que la deuda ya no es tan grave como manifiestan los agoreros. Que no habrá default y no urge dar un golpe copernicano, porque haría descender más aún su popularidad. Tampoco su país va a perder el liderazgo del mundo, ganado con tanto esfuerzo. Los países que le siguen no han cimentado durante siglos las instituciones, la democracia ni las exigencias morales que prevalecen en el suyo. La economía suele depender de la buena política. Los Padres Fundadores han tenido una admirable visión en este punto.
Termina de afeitarse e ingresa en la ducha. Mientras las agujas de agua le golpean cariñosas el cuero cabelludo y luego se deslizan por el resto de su cuerpo, el tema de los “espaldas mojadas” regresa a su mente. Cruzan a diario la frontera con México, aumentan el agobio de la desocupación y exacerban la xenofobia. Se frota con champú y supone que esa maldición pronto acabará, porque en México y otros países de América latina -los que no se han sometido a la regresión cubano-chavista- mejora espectacularmente la economía.
Mientras se seca con un toallón mullido y perfumado, rememora la complicada visita del premier israelí, que tuvo la osadía de criticarle en la cara los puntos de vista erróneos que se habían estructurado en el mundo sobre el largo conflicto con los países árabes. Netanyahu le dio una cachetada adicional cuando obtuvo el aplauso entusiasta, de pie, en el Congreso, donde tanto republicanos como demócratas se entusiasmaron con sus claros puntos de vista. Lo cierto es que ninguno de sus antecesores en la presidencia -piensa Obama -, aunque estrechaban las manos de adversarios curtidos de reunirse en Washington y en Camp David, pudo acabar con el anhelo estratégico árabe de borrar por completo a Israel del mapa ni convencer a Israel de que se deje destruir sin resistencia.
Se envuelve con su albornoz blanco, prolijamente colgado en una percha de bronce, y se dirige al dormitorio, donde lo aguarda la ropa que, según su agenda, deberá vestir durante la mañana. Respira hondo y murmura: “Ya terminamos con Ben Laden y otras cabezas del terrorismo”. Es hora de retirarnos -siguen discutiendo sus agitadas neuronas-, y ahorrar el dinero que nos cuesta defender la libertad y la democracia en otras partes del mundo que ni siquiera revelan aprecio por la libertad ni la democracia. Que tienen una cultura tan diferente, aunque su padre (negro y musulmán) perteneció a ella. “Debo concentrarme en mi país -insiste la más vigorosa porción de su cerebro- y favorecer a nuestros amigos.” Pero se queda inmóvil: “¿Quiénes son de verdad nuestros amigos?”.
Suspira al abrocharse la camisa. Creíamos en Khadafy, en Mubarak, en la mayoría de los sunnitas. Pero ahora el universo árabe entró en estatus epiléptico. Ni ellos mismos saben adónde ir. Debo evitar que nos culpen de nuevo por su desgracia, amasada por centurias de autoritarismo, teocracia, sometimiento y pereza. Pronto dirán que somos los responsables de los mini o macrogenocidios que efectúan sus hasta hace poco idolatrados líderes. Y los oprimidos responderán con más asesinatos. No tienen suficientes cristianos y judíos para descargar su odio degollándolos, y entonces se degüellan entre ellos, vuelan mercados, liquidan familias enteras y expiran felices con la promesa de que sus crímenes serán retribuidos con gloria en el otro mundo. Ni siquiera su nombre “Hussein”, que Obama pronunció con orgullo en El Cairo para ganar simpatías, alcanzó. Las mayorías árabes no lo miran como un guía sensato y confiable.
Vuelve a suspirar y se calza el pantalón. “¿Debo seguir metido en Libia, donde la guerra se hace interminable? -contrae los dientes-. ¿Debo continuar en Afganistán , cuya situación es peor que durante la invasión soviética? Mis aliados de Europa se están corriendo sin demasiado pudor. No debería involucrarme demasiado en Siria, ni siquiera para defender los derechos humanos que ahora son violados de forma grosera: países que en apariencia se desviven por los derechos humanos, como la Argentina, apoyan al dictador asesino. ¿Qué hacer entonces? A fin de cuentas, nadie se escandalizó cuando Al Asad padre, en 1982, liquidó a veinte mil ciudadanos en Hama, ni tampoco se escandalizó cuando el rey Hussein de Jordania mató a casi veinte mil palestinos en el Septiembre Negro, muchos más palestinos que todos los caídos en las seis décadas de obsesiva guerra contra Israel.”
Mientras se ajusta el nudo de la corbata frente el espejo y le imprime una arruga al medio, toma algunas decisiones. Entre ellas, que no se dedicará al Hezbollah, organización terrorista alimentada por Irán y que domina a la hermosa y ex pacifista república del Líbano. Tampoco debería ocuparse del enloquecido Hamas, que se apropió de la Franja de Gaza para convertirla en un incesante disparador de misiles contra todas la poblaciones cercanas de Israel. ¿Por qué un presidente de los Estados Unidos debería aumentar su presión contra esos asesinos si son mimados por la izquierda internacional unida a dictadores y teocracias? La alianza entre la izquierda y las teocracias recuerda el pacto de Stalin con Hitler. ¿Hubo suficiente escándalo por ese pacto? No. Lo rompió Hitler al no poder frenar su voracidad expansiva. No lo rompió la ideología ni la moral. Tampoco la moral es unánime contra el terrorismo.
Recuerda entonces que en el mundo árabe se mantiene incólume la Hermandad Musulmana, movimiento fanático que el presidente Abdel Gamal Nasser quiso exterminar, pero lo sobrevivió y después perforó a balazos el cuerpo del presidente Anwar El Sadat por haber hecho las paces con Israel. Mejor no meterse. ¡Por Dios, qué horrible! Tampoco debería entrar en Yemen. Se decapitan unos a otros y no se sabe quién ganará. Seguro que cualquiera que sea levantará la bandera antinorteamericana.
¿Y qué decir de los vecinos continentales, además de los “espaldas mojadas”? Obama se pone la chaqueta y rememora el mapa de este continente fabuloso. Ve las tormentas de la droga que azotan sin clemencia. Ve los restos de una guerrilla corrupta y salvaje. Recuerda los rostros de algunos jefes de las nuevas mafias que sus colaboradores le han mostrado en el Salón Oval, como para decirle “Señor presidente, éstos son, los tenemos en la mira”. Pero Obama no respondió; ¿para qué? Tenerlos en la mira no significa tenerlos en la cárcel.
Castro no se muere y tiene mejor organizada la sucesión que Chávez. Chávez es tan soberbio y omnipotente que nunca imaginó la eficacia del cáncer. Ha vivido y exportado su “fascismo del siglo XXI” con el dinero norteamericano que le llega por la venta de petróleo. ¿Qué han hecho las administraciones precedentes, y la suya propia, para liberarse de ese petróleo? Nada. Es una vergüenza. Chávez ha degradado a Venezuela y, al mismo tiempo, consiguió encandilar a millones de latinoamericanos frágiles de memoria y de lógica. Para colmo, se ha convertido en la base del extremismo islámico que exporta Irán, donde se mezcla el deseo de dominar con el de matar. ¿Cómo hacer triunfar lo contrario? ¿Cómo hacer para que Brasil, Chile y Colombia se conviertan en los nuevos paradigmas, porque asocian progreso genuino con democracia firme?
Camina hacia sus hijas, que aún no despertaron. Las besa en la frente y marcha hacia la Oficina Oval, donde lo esperan un informe político y otro económico. Son las siete de la mañana. Desde que empezó a cepillarse los dientes hasta ese momento sólo ha pasado media hora. Ya se siente cansado y beberá con fruición el primer café.
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