La Unión Europea nació como una unión aduanera en la que se instauraba la libre circulación de mercancías y capitales entre sus miembros con un arancel exterior común frente a los no miembros. La idea era mejorable (Sir Winston Churchill, por ejemplo, había propuesto una zona de libre comercio en la que cada Estado tuviese libertad para fijar sus propios aranceles frente a los no miembros y garantizar así una competencia entre los distintos países para desarticular sus nocivas políticas proteccionistas), pero en esencia correcta: favorecer el libre comercio sin mayores pretensiones.
Poco a poco, sin embargo, la idea original fue evolucionando hacia la necesidad de crear un Gobierno europeo en diversas áreas como la energía, la política medioambiental o la competencia, que fue el germen de la insufrible y carísima burocracia de Bruselas que hoy padecemos. La pretensión iba siendo la de erigir unos Estados Unidos de Europa que pudieran plantearle cara a la superpotencia americana y que fueran su contrapeso después del hundimiento de la URSS.
La ocurrencia, aparcada durante mucho tiempo, ha cobrado nuevos bríos con la actual crisis de deuda que atenaza al Continente. Al parecer, se nos dice, el hecho de que algunos miembros de la UE tengan una moneda común exige la creación de un Tesoro comunitario que elabore un Presupuesto único para toda la Eurozona y que pueda emitir los famosos eurobonos; un objetivo futuro cuyo primer paso sería, precisamente, el consejo de jefes de Estado y de Gobierno que ayer aprobaron Sarkozy y Merkel. En realidad, no obstante, la supervivencia de la moneda única sólo necesita que todos los Ejecutivos nacionales liberalicen sus mercados y cuadren sus propios presupuestos, tal como se establecía, pese a que se ha incumplido, en el Tratado de Maastricht.
Es lógico que Alemania no quiera emitir eurobonos y, por tanto, avalar la solvencia de la periferia europea sin disponer de herramientas que le permitan intervenir directamente en las finanzas de esos Estados. Asimismo, a nuestros políticos nacionales les resulta harto conveniente que la responsabilidad de recortar los gastos de las Administraciones Públicas no recaiga sobre ellos sino en una nueva y lejana autoridad comunitaria. Pero a los europeos, tanto españoles como alemanes, nada nos conviene menos que acrecentar el tamaño y las competencias de un ya desbocado Leviatán supranacional.
Un Gobierno económico europeo puede que nos sirva a corto plazo para librarnos de mandatarios irresponsables e ineptos como Zapatero, pero también supone a largo plazo una inaceptable y peligrosa cesión de soberanía que a buen seguro amenazaría, aún más, nuestras libertades. De hecho, basta con observar cuáles son algunas de las primeras medidas que ese Ejecutivo comunitario ha sugerido adoptar: aprobar una tasa Tobin dentro de la UE y armonizar los Impuestos de Sociedades nacionales para eliminar la competencia fiscal entre ellos.
Nada de esto sucedería si PP y PSOE se pusieran manos a la obra para cumplir con sus obligaciones, entre ellas el mentado Tratado de Maastricht. Pero incluso reconociendo la imposibilidad de que ambas formaciones acepten comportarse de manera diligente, sería preferible que nos limitáramos a trasponer a nuestras constituciones la prohibición de incurrir en déficit público o incluso que defendiéramos una intervención temporal del FMI o de Bruselas en nuestras finanzas.
Un Gobierno económico europeo sería la peor de las opciones posibles, pues significaría estar permanente e irreversiblemente intervenidos. No sólo habríamos quebrado como economía, sino también, y lo que es peor, como Nación. Que la crisis económica no nos lleve a adoptar disparatadas decisiones de las que con toda seguridad nos arrepentiremos en el futuro.
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