13 agosto, 2011

La economía global y sus dirigentes: estancados y paralizados

michael spence

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Las recientes y dramáticas caídas en las bolsas de todo el mundo responden a la interacción de dos factores: los fundamentos económicos y las respuestas políticas -o mejor dicho, la falta de respuestas políticas-.

Examinemos primero cúales son los fundamentales. Las tasas de crecimiento económico en Estados Unidos y Europa resultan bastante bajas -están incluso muy por debajo de las expectativas recientes-. El lento crecimiento ha golpeado duramente a todas las valoraciones de los títulos bursátiles y ambas economías corren ahora el riesgo de una importante contracción.

Una desaceleración en cualquiera de las dos economías avanzadas producirá una ralentización en la otra -y también en los emergentes de mayor tamaño que, hasta ahora, habían logrado mantener un crecimiento muy rápido frente a las aletargadas economías más desarrolladas-. La capacidad de recuperación de los países emergentes no será posible si asistimos a unas recaídas de Estados Unidos y Europa: los emergentes no serán capaces de contrarrestar por sí mismos las abruptas disminuciones de la demanda de los países avanzados, no importa cuán saludable sean las cuentas públicas de estas naciones en desarrollo.

La caída de la demanda interna estadounidense refleja aumentos en el ahorro, daños en la situación financiera de los hogares, desempleo y dificultades fiscales. Como resultado, el gran sector de los productos no exportables y la porción correspondiente a la demanda interna del sector de los bienes exportables no son capaces de impulsar el crecimiento y el empleo. Eso deja a las exportaciones -los bienes y servicios que se venden a las regiones en crecimiento de la economía mundial (en su mayoría emergentes)- a cargo del problema. Y el refuerzo que precisa el sector exportador de Estados Unidos requiere superar varias barreras estructurales y competitivas harto significativas.

El mundo asiste a una desaceleración correlacionada del crecimiento en los países avanzados (con unas pocas excepciones) y en todas las partes sistémicamente importantes de la economía global -incluso, posiblemente, las emergentes-. Y la actual caída del valor de las acciones para reflejar de manera más realista los fundamentos económicos debilitará aún más la demanda agregada y el crecimiento. De ahí el riesgo en aumento de una recaída importante -y los mayores problemas fiscales-. Esos factores combinados deberían producir una corrección en los precios de los activos que los alinee con las expectativas revisadas a medio plazo para la economía global.

Pero la situación trae aparejada además el presentimiento de algo más que una corrección importante. Incluso a medida que se ajusten las expectativas, habrá una creciente pérdida de confianza entre los inversores sobre si resultan adecuadas las respuestas políticas en Europa y Estados Unidos (y, en menor medida, en las emergentes). Ahora queda claro que los impedimentos al crecimiento, tanto estructurales como financieros, han sido continuamente subestimados. Lo que no está tan claro es si los dirigentes tienen la capacidad para identificar los asuntos más críticos y la voluntad política para ocuparse de ellos.

En Europa, los diferenciales de riesgo están aumentando para la deuda soberana italiana y española. Los rendimientos han llegado a rondar el 6 por ciento (una zona que habitualmente se considera como de peligro) en ambos países. Junto con unas perspectivas de crecimiento bajas y en disminución, el peso de la deuda se está tornando lo suficientemente oneroso como para que despierte algunas dudas sobre su capacidad para estabilizar la situación y recuperar el crecimiento por sí mismos.

Italia y España exponen con toda claridad la vulnerabilidad europea. Como a Grecia, Irlanda y Portugal, su participación en el euro les niega la posibilidad de utilizar la devaluación y la inflación como instrumentos de política económica. Pero la caída en el valor de su deuda soberana -y el tamaño de esa deuda en relación a la de los países europeos más pequeños en dificultades- implica una erosión mucho mayor de la base de capital de los bancos, lo que a su vez aumenta el riesgo adicional de los problemas de liquidez y de mayores daños económicos.

El foco de la política interna en Europa ha sido el de reducir los déficits, con poca atención a las reformas o las inversiones que buscan impulsar el crecimiento a medio plazo. En la Unión Europea aún no hay una respuesta política complementaria diseñada para que se detenga el círculo vicioso del aumento de los tipos de la deuda y las trabas al crecimiento al que en estos momentos se enfrentan tanto Italia como España.

Son necesarias políticas nacionales y europeas creíbles para estabilizar la situación. Sin embargo, ninguna de esas políticas se percibe como algo próximo. La reciente volatilidad de los mercados ha sido, en parte, una respuesta al aparente aumento del riesgo de unos resultados peores a los previstos debido a la parálisis o a la pura negación política.

Del lado de Estados Unidos, la integridad de la deuda soberana se cuestionó durante demasiado tiempo. A lo largo de esos meses de indecisión política, los bonos del tesoro estadounideses se han convertido en un activo más arriesgado. Una vez que desapareció el riesgo inmediato de la suspensión de pagos, el dinero huyó de los activos con más riesgo a los bonos del Tesoro a la espera de que se pasen todas las malas noticias económicas: principalmente un crecimiento débil y decreciente, un estancamiento del empleo y la caída de precios de los activos.

En los debates sobre la política interna estadounidense son pocos los indicios de una estrategia de crecimiento factible y orientada hacia el empleo. Para ser justos, algunos creen que recortar el presupuesto es una estrategia de crecimiento suficiente, pero ésa no es ni la visión de la mayoría ni, desde luego, la reflejada por los mercados.

Se han ignorado en gran medida las trabas estructurales y competitivas al crecimiento. Existe muy poco reconocimiento del hecho de que la demanda interna agregada no podrá recuperarse hasta sus niveles previos a la crisis excepto a través del crecimiento. De hecho, la tasa de ahorro de los hogares sigue aumentando.

Los detalles pueden escapar a los votantes y algunos inversores, pero la política no se está centrando en restaurar el crecimiento y el empleo en el medio y largo plazo. Ciertamente, existe una profunda incertidumbre sobre si estos imperativos ocuparán el centro de la agenda y sobre cuándo lo harán.

En las economías emergentes, por el contrario, la inflación es un desafío, pero el mayor riesgo para el crecimiento proviene de los problemas de los países avanzados. Además, allí también son necesarias reformas y cambios estructurales importantes para sostener el crecimiento. Cambios que podrían posponerse o sufrir retrasos en una economía mundial en desaceleración.

La realineación del valor de los activos con unas perspectivas más realistas del crecimiento probablemente no sea un mal resultado, aunque impulsará la caída de la demanda en el corto plazo. Pero la incertidumbre, la falta de confianza y la parálisis o los puntos muertos en la política pueden causar fácilmente excesos en la destrucción de valor, infligiendo daños extensos a todas las partes de la economía global.

Esta imagen relativamente sombría puede cambiar, aunque probablemente no en el corto plazo. Es posible que retorne la estabilidad, pero no lo hará hasta que la política interna en los países avanzados, junto con una coordinación de las políticas internacionales, introduzca cambios creíbles para restaurar un patrón de crecimiento inclusivo, implementando la estabilización fiscal en forma tal que apoye al crecimiento y el empleo.

En resumen, nos enfrentamos a dos problemas que interactúan: una economía global que está perdiendo la batalla para restablecer el crecimiento y la ausencia de respuestas creíbles en el ámbito político. Demasiados países parecen centrarse más en los juegos políticos que en el desempeño económico. Los mercados simplemente están reflejando estas fallas y riesgos.

(Michael Spence es Premio Nobel de Economía y profesor de Economía de la Stern School of Business, Universidad de Nueva York)

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