20 agosto, 2011

¿Soldados incondicionales o ciudadanos conscientes?

Alumnos. (Foto: Raquel Pérez)

Llegó a mis manos el formulario que deben llenar los estudiantes de secundaria para entrar en los preuniversitarios pedagógicos y me dejó sorprendido el nivel de compromiso que se les exige dada su edad, no más de 14 o 15 años.

El alumno está obligado a firmar un documento en el que declara: "sentir vocación por el magisterio, siendo consciente de que una vez aprobado el 12º grado y las tres pruebas de ingreso solo puedo optar por carreras pedagógicas".

Es verdad que al final del documento se exige también la firma del tutor legal pero uno podría preguntarse si algún padre tiene moralmente el derecho para comprometer de esa forma la vida de su hijo y su futuro profesional.

El chico apenas ha dejado atrás la pubertad y aún lucha contra el acné pero debe asegurar que no padece "ningún tipo de enfermedad, limitación física, mental, política o religiosa que me impida formarme como un estudiante patriota".

Agrega que debe ser "incondicional ante las tareas y misiones que se me asignen". El diccionario me dice que un incondicional es un "adepto absoluto", alguien capaz de cumplir las órdenes sin cuestionar su eficiencia práctica o su validez moral.

Pero lo peor no es eso, lo peor es que los jóvenes que aceptan ser incondicionales son los que formarán a las nuevas generaciones y no solo les trasmitirán las matemáticas o el español, también serán ejemplo de simulación.

Porque en el fondo nadie es incondicional, lo más que se puede lograr es aparentarlo. Y es preferible que así sea porque de lo contrario seríamos robots dispuestos a hacer todo aquello que nos ordene nuestro programador.

Es la lucha entre el país de la unanimidad que requiere soldados incondicionales y otro que intenta nacer, compuesto por ciudadanos pensantes, cuyas ideas diversas podrían ser las piedras necesarias para continuar construyendo la nación cubana.

Pero lo cierto es que ahora estudiar pedagogía se torna casi tan dramático como emigrar porque después que se da el paso ya no hay posibilidades de volver atrás. El cubano que se equivoque deberá pagarlo durante toda su vida.

Es comprensible la necesidad de maestros de Cuba, un país en el que hasta el último niño en medio de las montañas tiene un aula pero justamente por el nivel alcanzado debería aspirar a una enseñanza de mayor calidad.

Ya han habido experiencias de crear educadores a como de lugar, la gente en broma los llamó "maestros instantáneos", pero el chiste se acabó cuando uno de estos jóvenes mató de un sillazo a un alumno, apenas un poco menor que él.

Es indiscutible que la incorporación en 1961 de miles de muchachos y muchachas a las brigadas de alfabetización significó un salto hacia el futuro pero la necesidad de apelar a sus nietos 50 años después implica un retroceso.

Cuba tuvo un buen plantel de maestros y necesita volver a tenerlo pero parece poco probable que lo logre trayendo muchachos inexpertos a impartir clases o encadenando con juramentos de por vida a sus adolecentes.

El problema de fondo -sobre el que habla cualquier maestro al que se quiera escuchar- es el de los bajos salarios, ingresos que no se corresponden con costo de la vida ni con la responsabilidad que implica el magisterio.

Durante los últimos años se gastaron millones en la reparación de escuelas, en computadoras, en videos y en televisores para todas las aulas del país pero los maestros siguieron siendo uno de los sectores más pobres de la población.

Ganan alrededor de US$24 mensuales y llegan a los US$25,60 si obtienen una maestría. Semejante cantidad es apenas suficiente para vivir unos 10 días, con el agravante de que no tienen las entradas extras de otros trabajadores.

Muchos empleados estatales completan sus ingresos llevándose cosas de sus empresas y vendiéndolas en el mercado negro pero en las escuelas los educadores no tienen acceso a nada que les permita ese tipo de sobresueldo.

Por si esto fuera poco, con las nuevas políticas se les exigió mejorar su preparación docente, trabajar más en sus casas, asesorar a los maestros emergentes y hacer guardias para cuidar los medios electrónicos adquiridos por las escuelas.

Los maestros no abandonan las aulas por carecer de amor a su profesión o porque les falten solemnes juramentos de lealtad, lo hacen en busca de ingresos que les permitan mantener a sus familias con un mínimo de decoro.

No quisiera ser pesimista pero tengo la impresión de que mientras esta realidad no cambie, todos los compromisos adquiridos por los adolescentes no serán más que pasto para seguir alimentando la simulación de los adultos.

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