Daniel Morcate
Los amigos de esta columna conocen ya la rutina. Cada vez que cae un tirano automáticamente se destapa mi vieja botella de Scotch, edición especial, la cual viene dando vueltas desde que una madrugada, hace ya 25 años, mientras trabajaba en la WRHC Cadena Azul, me tocó reportar la huida de Jean-Claude Duvalier de Haití. Tanto ha habido que celebrar en esta materia desde entonces que la botella anda en las últimas, aunque no tanto como para que no me pueda servir aún para unos cuantos brindis más. El que me ha inspirado la inminente caída del poder del carnicero de Trípoli, Moammar Kadafi, ha sido especialmente placentero, no sólo por la naturaleza brutal y repugnante del personaje, sino también porque el heroico sacrificio que han hecho miles y miles de libios para defenestrarlo me devolvió, al menos por unos días, cierta esperanza en la madera torcida de nuestra humanidad, para decirlo kantianamente.
La eventual desaparición de Kadafi del mapa político haría factible que los libios, que ni siquiera habían olido la democracia, puedan plantearse la posibilidad de darse su primer gobierno electo por voto popular. Ese es, de hecho, el compromiso que los líderes rebeldes contrajeron con los gobiernos occidentales a cambio de recibir el decisivo apoyo de la OTAN, según me explica un portavoz del Departamento de Estado. Altos funcionarios de Estados Unidos, el Reino Unido y Francia negociaron meticulosamente en Bengasi el compromiso democrático de los rebeldes antes de acceder a darles el espaldarazo final, el que culminó en la ofensiva relámpago sobre Trípoli. Los líderes rebeldes habrían aceptado asimismo respetar las vidas de funcionarios de la dictadura a los que capturen para someterlos luego a la justicia libia o a la internacional. Llegó el momento de que cumplan su palabra.
La expulsión de Kadafi del poder tendría el valor intrínseco que tiene el derrocamiento de cualquier tirano. Kaput. Sanseacabó. Borrón y cuenta nueva. Pero a los rebeldes y al pueblo libio en general les aguarda la labor titánica de construir virtualmente de la nada instituciones cívicas donde no las ha habido por décadas. El dictador se encargó diligentemente de sofocarlas y de impedir su resurgimiento. En este aspecto fundamental las democracias occidentales deberían buscar un protagonismo similar al que han mostrado en el esfuerzo por derrocar al autócrata. El objetivo sería ofrecer el asesoramiento necesario y ejercer la presión política imprescindible para que Libia, en efecto, transite hacia un modelo democrático de gobierno. La misión aún podría complicarse porque otros actores indeseables, como Irán, China, las vecinas satrapías africanas y extremistas dentro de las mismas filas rebeldes, buscarán influir en Libia; y porque en algún momento muchos recordarán con rencor la tradicional complicidad con su verdugo de algunos de nuestros gobernantes.
Kadafi había explotado a su infeliz pueblo durante casi 42 años. Por eso su humillante desplome pondría en remojo las barbas de otros tiranos de larga duración y de ciertos energúmenos que aspiran a serlo, incluyendo las de sus compinches latinoamericanos, como el gorila rojo de Venezuela. El mensaje no podría ser más claro ni elocuente: los dictadores son tigres de papel. Por mucho que quieran dar la impresión de haberse atornillado en el poder y de haber asido la Historia por el rabo, su fin siempre será más o menos el mismo, es decir, la muerte o el destierro, la repulsa de su pueblo y el descrédito ante los ojos del mundo. Ese es su verdadero legado, especialmente en la era moderna cuando la gente, mucho mejor informada, no confunde tanto como antes las fechorías de los autócratas con proezas históricas.
La eventual victoria del pueblo libio sobre su verdugo probablemente ayudará a consolidar las revueltas democráticas de Túnez y Egipto y a acelerar la rebelión popular contra Hafez el-Asad en Siria. Su derrocamiento bien pudiera convertirse en la próxima misión concertada de las democracias occidentales. El caso de Libia reivindica de hecho la novedosa estrategia aliada de limitar el apoyo a estas rebeliones prodemocráticas a bombardeos y asistencia logística y financiera. Digamos que sirve de modelo alterno a la intervención armada tipo Afganistán e Irak.
En cuanto a los que aún dudan sobre la justificación, utilidad o conveniencia de estas acciones solidarias, sin duda controversiales y riesgosas, valdría la pena recordarles que nada confirma mejor el valor de nuestra propia libertad que la posibilidad de ayudar a conquistarla a quienes aún viven bajo la opresión.
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