13 agosto, 2011

Un contagio de malas ideas

JOSEPH E. STIGLITZ

La gran recesión de 2008 se ha transformado en la recesión del Atlántico norte: son principalmente Europa y EE UU, no los mercados emergentes más importantes, los que se han visto afectados por el lento crecimiento y alto desempleo. Y son Europa y EE UU los que marchan, juntos o separados, hacia el desenlace de una gran debacle. La explosión de una burbuja condujo a un estímulo keynesiano masivo que evitó una recesión mucho más profunda, pero también impulsó déficits presupuestarios importantes. La respuesta -recortes masivos del gasto- garantiza que los niveles de desempleo inaceptablemente altos (un vasto desperdicio de recursos y un exceso de oferta de sufrimiento) se prolonguen durante años.

Europa y EE UU marchan, juntos o separados, hacia el desenlace de una gran debacle

La Unión Europea finalmente se ha comprometido a ayudar a sus miembros en dificultades financieras. No tenía opción: la agitación financiera amenazaba con extenderse desde países pequeños como Grecia e Irlanda a otros grandes como Italia y España, y la propia supervivencia del euro afrontaba peligros crecientes. Los líderes europeos reconocieron que las deudas de los países en problemas serían inmanejables a menos que sus economías pudiesen crecer, y que el crecimiento no se lograría sin ayuda.

Pero si bien los líderes europeos prometieron que la ayuda estaba en camino, reforzaron su creencia de que los países sin crisis deben recortar sus gastos. La austeridad resultante retrasará el crecimiento europeo y con ello el de sus economías con mayores problemas: después de todo, nada ayudaría más a Grecia que el crecimiento robusto de sus socios comerciales. Y el bajo crecimiento dañará la recaudación tributaria, socavando la meta proclamada de consolidación fiscal.

Las discusiones previas a la crisis ilustraron lo poco que se había hecho para reparar los fundamentos económicos. La oposición vehemente del Banco Central Europeo a algo esencial para todas las economías capitalistas -la reestructuración de la deuda de las entidades en quiebra o insolventes- evidencia la continua fragilidad del sistema bancario occidental.

El BCE argumentó que los contribuyentes deberían hacerse cargo del coste total de la deuda soberana griega en problemas, por miedo a que cualquier participación del sector privado pudiese disparar un evento crediticio que forzara importantes erogaciones sobre los seguros de impago crediticio (CDS) y posiblemente fomentara mayores problemas financieros. Pero si ese es un miedo real del BCE -si no se trata meramente de actuar en favor de los prestamistas privados-, tendría que haber exigido a los bancos que mantengan más capital.

Además, el BCE tendría que haber prohibido a los bancos operar en el arriesgado mercado de los CDS, donde son rehenes de las decisiones de las agencias de calificación sobre lo que constituye un evento crediticio. En efecto, un logro positivo de los líderes europeos en la reciente cumbre de Bruselas fue comenzar el proceso de limitar tanto al BCE como al poder de las agencias de calificación estadounidenses.

De hecho, el aspecto más curioso de la posición del BCE fue su amenaza de no aceptar los bonos reestructurados como garantía si las agencias de calificación decidían que la reestructuración debía clasificarse como un evento crediticio. La idea de la reestructuración era liquidar deuda y lograr que el resto fuese más manejable. Si los bonos eran aceptables como garantía antes de la reestructuración, ciertamente serían más seguros después de ella y, por tanto, igualmente aceptables.

Este episodio sirve como recordatorio de que los bancos centrales son instituciones políticas con una agenda política, y que los bancos centrales independientes tienden a ser capturados (al menos cognitivamente) por los bancos a los que supuestamente deben regular.

Y la situación no está mucho mejor del otro lado del Atlántico. Allí, la extrema derecha amenazó con paralizar al Gobierno de EE UU, confirmando lo que sugiere la teoría de los juegos: cuando personas racionales se enfrentan a quienes están irracionalmente decididos a la destrucción si no logran su objetivo, son estos últimos quienes prevalecen.

Como resultado, el presidente Barack Obama consintió una estrategia desequilibrada de reducción de la deuda, sin aumentos de impuestos -ni siquiera para los millonarios a quienes les ha ido tan bien durante las últimas dos décadas, y sin siquiera eliminar las dádivas impositivas a las empresas petroleras, que socavan la eficiencia económica y contribuyen a la degradación ambiental.

Los optimistas argumentan que el impacto macroeconómico de corto plazo del acuerdo para aumentar el tope del endeudamiento estadounidense y evitar el impago de la deuda soberana será limitado: recortes en el gasto de aproximadamente 25.000 millones de dólares para el año próximo. Pero el recorte en los impuestos sobre los salarios (que contribuía con más de 100.000 millones al bolsillo del ciudadano común estadounidense) no fue renovado, y seguramente las empresas, anticipando las consecuencias contractivas, serán aún más renuentes a otorgar créditos.

La cesación del estímulo es en sí misma contractiva. Y a medida que los precios de los inmuebles continúan cayendo, que el crecimiento del PBI vacila y el desempleo se empecina en mantenerse elevado (uno de cada seis estadounidenses que desean un trabajo a tiempo completo aún no puede obtenerlo), lo que hace falta es más estímulo y no austeridad -incluso para equilibrar el presupuesto-. El impulsor más importante del crecimiento del déficit es la baja recaudación fiscal debida a un pobre desempeño económico; el mejor remedio sería que EE UU vuelva al trabajo. El reciente acuerdo de la deuda es una jugada en la dirección equivocada.

Ha habido mucha preocupación sobre el contagio financiero entre Europa y EE UU. Después de todo, los errores de gestión financiera estadounidense desempeñaron un papel importante en el desencadenamiento de los problemas europeos, y la agitación financiera europea no será buena para EE UU -especialmente considerando la fragilidad del sistema bancario estadounidense y su continuo papel respecto de los poco transparentes CDS.

Pero el problema real surge de otro tipo de contagio: las malas ideas cruzan fácilmente las fronteras, y las nociones económicas equivocadas a ambos lados del Atlántico se han estado reforzando entre sí. Esto será también válido para el estancamiento que esas políticas conllevarán.

Joseph E. Stiglitz es profesor de la Universidad de Columbia y premio Nobel de Economía.

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