Una fosa por frontera
Por: Pablo Ordaz
El Estado de Tamaulipas ya no es la frontera entre México y Estados Unidos. Simplemente es la frontera entre la vida y la muerte. ¿Quién manda allí? Desde luego no el presidente panista Felipe Calderón ni el gobernador priista Egidio Torré Cantú, quien llegó al cargo después de que un comando aún por identificar asesinara a su hermano Rodolfo y a toda su escolta, a plena luz del día y solo unas horas antes de unas elecciones que tenía virtualmente ganadas. Pero los jefes del crimen organizado no quisieron. Son ellos y solo ellos –el cartel del Golfo, el de los Zetas— quienes deciden verdaderamente quién gana y quién pierde, quién vive y quién muere.
Cada madrugada, sus sicarios, a bordo de lujosas camionetas y manejando fusiles de alto poder, se sitúan al borde de la carretera 101 que une la capital del Estado de Tamaulipas, Ciudad Victoria, con la fronteriza Heroica Matamoros. A la altura de San Fernando –ya por méritos propios el corazón del infierno--, dan el alto a los autobuses de línea, suben a ellos, eligen a punta de pistola a unas cuantas mujeres y a unos cuantos hombres, los bajan y, allí mismo, a pie de cuneta, las violan a ellas y a ellos los golpean y se los llevan. ¿Qué hacen con ellos? De la última fosa ya han sacado a 120.
Ahora, con cuentagotas, se va sabiendo lo que en esa carretera 101 ha venido sucediendo desde hace algunos meses. No porque lo hayan contado las autoridades, sino porque algunos chóferes de las líneas de autobuses y algunos supervivientes se han atrevido a hablar con los periodistas. “Mire el culatazo que me dieron”, cuenta a un periodista de El Universal una señora de Monterrey que viajaba en uno de los autobuses asaltados, “a todas las mujeres las bajaron, son unos perros desgraciados. A las chamaquitas, las señoras y señoritas ahí las desnudaban y violaban. Y a culatazos las subían a camionetas. A mí no me bajaron porque no podía caminar, por eso me pegaron”. Un chófer añade: “Esto ya venía de tiempo atrás. Nada más que uno no puede decir nada. Desde hace como mes y medio o dos meses ya nos paraban en la carretera, bajaban a la gente y se la llevaban”.
El silencio, la impunidad, la rabia de no poder hacer nada frente a 20 ó 30 sicarios perfectamente armados, perfectamente organizados, dueños absolutos del territorio. La ineficacia de las autoridades se pone aún más de manifiesto por cuanto en la zona donde están apareciendo ahora fosas repletas de cadáveres ya se produjo, el pasado mes de agosto, otro hallazgo macabro. Alertados por un superviviente, el Ejército encontró los cuerpos sin vida de 72 inmigrantes centroamericanos, asesinados junto a la tapia de una ranchería en San Fernando. ¿Por qué los mataron? ¿Quiénes fueron? Las autoridades oficiales carecen aún de respuestas y las autoridades reales no suelen conceder entrevistas. El caso es que aquel crimen fue atribuido a Los Zetas, un cartel especialmente sanguinario formado por desertores de élite del Ejército mexicano y que, antes de establecerse por su cuenta, trabajaron a sueldo del cartel del Golfo. Eso, según la teoría de las autoridades. Lo único cierto es lo que dicen las fosas. La dramática verdad que, a golpe de azadón, va contando la tierra.
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