Como el peronismo y los empresarios de renombre descuentan —no sin razón— un triunfo de Cristina Fernández en octubre, igual o superior en cantidad de votos, al del pasado domingo 14 de agosto, no pierden demasiado tiempo en hacer reflexiones abstractas en torno de la flojera de nuestras instituciones o de la corrupción y actúan en consonancia con su pronóstico electoral.
Seguramente, aunque de manera menos extrovertida, buena parte de los jueces federales harán pronto lo mismo. ¿Qué cosa? —Plegarse al gobierno y rendirle pleitesía, privada o públicamente, a la mujer que, a partir de diciembre, cuando inicie su segundo período consecutivo al frente del Estado, tendrá razones para considerarse una presidente imperial.
El primero en mostrar el camino ha sido José Manuel de la Sota, elegido hace pocas semanas gobernador de Córdoba en una elección donde dirimió supremacías con Luis Juez y el candidato radical, Oscar Aguad. Si hasta antes de los comicios que lo consagraron como sucesor de Juan Schiaretti, las relaciones entre De la Sota y la viuda de Kirchner habían sido tormentosas —producto de la independencia de criterio puesta de manifiesto por el político mediterráneo a la hora de decidir quien sería su compañera de fórmula— los resultados del 14 de agosto le hicieron ver que no había espacio para ponerle límites a Cristina Fernández. Ese día, la lista de diputados adelantada por la ortodoxia peronista cordobesa —que venía de obtener un éxito resonante— fue barrida del mapa por la que presentara, con el respaldo de Balcarce 50, el Frente para la Victoria.
De la Sota no tardó en sacar las conclusiones del caso y obró en consecuencia: retiró su lista no solo para evitarse un papelón sonoro en octubre sino para asegurarse una gobernación sin sobresaltos financieros. Ese fue el paso inicial pero no habrá de ser el último de una serie que terminará, tarde o temprano, en un besamanos de esos en los cuales el peronismo podría darle cátedra a los zánganos de cualquier corte medieval.
Antes del cuarto domingo de octubre el flamante gobernador de La Docta, sin perder su apostura y sin rescoldos de índole ninguna, será recibido por la presidente y bendecido a condición de que haga público su apoyo a la candidatura de la señora. Cristina Fernández, a semejanza de su marido, está convencida de que sus adversarios —sobre todo los del mismo palo— son hijos del rigor a los que se debe escarmentar antes de perdonarles sus faltas y aceptarlos en calidad de subordinados. De la misma manera que hay personajes sin retorno al redil kirchnerista, hay otros —De la Sota es uno de ellos— que siempre tendrán un lugar. Claro que antes deben penar sus faltas, tolerar agravios y sufrir una que otra burla. Nada nuevo bajo el sol.
Si De la Sota hubiera optado por la confrontación, sus días al frente de la administración mediterránea habrían estado contados. Casi podría decirse, sin ánimo de defender su pusilanimidad, que el margen de maniobra de los gobernadores para enfrentar el unitarismo fiscal del gobierno se reduce a cero, excepción hecha de Mauricio Macri y los hermanos Rodríguez Saa.
Una actitud —pues— era la del cordobés con anterioridad al 14 de agosto y otra su estrategia con posterioridad a esa fecha. A diferencia de Felipe Solá o Carlos Reutemann, por ejemplo, que no tienen nada que perder, la situación de De la Sota no podía ser más complicada, precisamente porque en su caso particular la disyuntiva era prosternarse o quedar registrado en las listas negras del kirchnerismo. No se trataba de simpatías o antipatías ideológicas. Antes al contrario de una elemental cuestión de gobernabilidad en su próxima gestión al frente del Poder Ejecutivo de Córdoba.
La maniobra de acercamiento —por llamarla así— la comenzó Schiaretti bajando a la capital para rendirle honores a Cristina Fernández en un acto llevado a cabo en el predio de Tecnópolis. Acto seguido De la Sota tomó la decisión ya comentada de retirar a sus candidatos a diputados. En cualquier momento el broche final será la proclamación de la señora como única referente del peronismo mediterráneo para las elecciones de octubre.
Ha comenzado la fuga precipitada del justicialismo federal o disidente hacia las tiendas kirchneristas, que se prolongará, al parecer sin solución de continuidad, hasta fin de año. No sería de extrañar que los arrepentidos fuesen legión y que trataran de reacomodarse sin hacerle ascos a nada en su afán de quedar bien posicionados. Quienes se hacían ilusiones respecto de la eventual autonomía de Urtubey, Capitanich, Massa, De la Sota y hasta Scioli en los próximos años, se darán cuenta ahora que frente a un presidente elegido con más de 50 % de los votos no hay, en el peronismo, otra actitud que no sea la obediencia estricta. Esto vale para gobernadores, senadores,diputados, intendentes, jueces federales y sindicalistas, sin demasiadas distinciones.
Los grandes empresarios representan cinco centavos aparte. Acostumbrados como están a posar en la foto con los presidentes y sus respectivos ministros de Economía, desde hace décadas, no les ha costado nada pasar de la crítica desfogada al kirchnerismo —en el 2009— a la obsecuencia más escandalosa —luego del 14 de agosto. Fueron en los años setenta defensores acérrimos del régimen militar al que abandonaron, en menos de lo que canta un gallo, para halagar en 1983 a Raúl Alfonsín. Tras el fracaso del Plan Austral miraron a Cafiero y no a Menem, cuyo eventual triunfo pareció aterrarlos. Pero conocer al riojano y enamorarse del patilludo al que hasta horas antes despreciaban, fue todo uno. En el ’99 estuvieron encolumnados tras De la Rúa y fascinados con la racionalidad de Chacho Álvarez. Luego —viraje mediante— se engancharon al tren duhaldista e hicieron buenas migas —aunque en privado los humillasen prolijamente— con Néstor Kirchner y Guillermo Moreno.
Siendo así, no es de extrañar que los primeros relevamientos conocidos —cierto es que confeccionados por Artemio López y Enrique Zuleta Puceiro, dos encuestadores emblemáticos de la Casa Rosada— registren una intención de voto para el oficialismo superior al 50 % que cosechara la presidente tres semanas atrás. Sucede algo que en la Argentina se repite una y otra vez: nadie quiere perder. Si parte del voto peronista puro y duro que acompañó a Duhalde y a Rodríguez Saa el 14 de agosto, migrara hacia el Frente para la Victoria, nada tendría de sorprendente que Cristina Fernández recibiese entre 55 % y 60 % de los votos, y si, a su vez, parte del electorado independiente que creyó en los referentes del arco opositor —desengañado con su performance, sus miserias y su falta de atractivo y de ideas— decidiese hacer otro tanto, el triunfo kirchnerista podría resultar histórico.
Llegados a este punto, muchos estarán pensando si el asesinato de Candela no merece tener su lugar en un análisis semanal de este tipo. En cualquier país serio, sí; no entre nosotros. Salvo, claro, que el hecho hubiera ocurrido a días de los comicios de octubre. El domingo 23 de ese mes Candela será un recuerdo lejano, y si acaso sus asesinos fuesen detenidos, juzgados y condenados, en unos pocos años gozarán de salidas temporarias de la prisión donde estuviesen cumpliendo su condena. Si alguien cree que es exageración, que revise el caso de Fabián Tablado, que en 1996 ultimó de 113 puñaladas a su novia, de apenas 16 años. Ahora sale cuatro veces a la semana por buena conducta y vive en su casa, a pocas cuadras de la de los padres de la chica que él mató alevosamente. ¿La justicia, los políticos y la población en general? —Bien, gracias.
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