Aguilar Camín
En seguimiento del tema de que la violencia mexicana alcanza grados de saña que hacen pensar en la “banalidad del mal”, tema que abordé aquí la semana pasada citando a Héctor de Mauleón y a Jesús Silva Herzog-Márquez, he recibido respuestas que me apresuro a glosar.
La primera de ellas es una reflexión histórica y teológica de Francisco Quijano sobre el “silencio de Dios”. Al final de su pieza, Quijano restituye con precisión y pertinencia el sentido completo de la noción de “banalidad del mal”, acuñado por Hannah Arendt en su cobertura del juicio de Eichmann en Jerusalén.
Escribió Hannah Arendt:
Era como si en esos últimos minutos él estuviera resumiendo la lección que este largo recorrido por la perversidad humana nos había enseñado a todos, la lección de la aterradora banalidad del mal, que desafía a la palabra y al pensamiento.
¿Qué quería decir la escritora?, se pregunta Quijano. Contesta: no quería decir que el holocausto y otras ignominias del siglo XX fueran triviales, sino que el mal, aún en su forma extrema, no es ajeno a la condición humana, “que la crueldad puede pasar inadvertida y hasta convertirse en una rutina en nuestra sensibilidad y pensamiento”.
Quería subrayar, sobre todo, “hasta qué extremos puede llegar el ser humano cuando da por sentado que hay gente que no tiene derecho a existir”.
Ahora estoy convencida, escribió también la Arendt, de que el mal nunca puede ser ‘radical’, sino únicamente extremo, y que no posee profundidad ni tampoco ninguna dimensión demoníaca. Puede extenderse sobre el mundo entero y echarlo a perder precisamente porque es un hongo que invade la superficie. Y desafía el pensamiento, tal como dije, porque el pensamiento intenta alcanzar cierta profundidad, ir a la raíz, pero cuando trata con la cuestión del mal esa intención se ve frustrada, porque no hay nada. Esa es la ‘banalidad’ del mal. Solamente el bien tiene profundidad y puede ser radical.
Hacemos muy bien en no acostumbrarnos a la violencia que nos rodea. El escándalo que produce en nosotros es síntoma de nuestra no resignación a la banalidad del mal, esa que en el México de hoy nadie ejerce tan claramente como los que dan por sentado que “hay gente que no tiene derecho a existir”.
En primer lugar los criminales, desde luego, pero también, en algún lugar de la conciencia y la tentación pública, ese rumor preocupante de autoridades rebasadas o voces justicieras pidiendo medios expeditos y terminantes contra criminales.
No hay que equivocarse en quiénes son los criminales, pero tampoco volver criminal a la autoridad o a la sociedad para castigar la violencia intolerable de quienes la practican.
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