03 septiembre, 2011

El retrato de Monterrey

Como en El retrato de Dorian Gray, la tragedia del Casino Royale provocó un shock sin precedentes.

Manuel Gómez Granados

Una de las obras más populares de Oscar Wilde es El retrato de Dorian Gray. En ella, un joven exitoso de la Gran Bretaña del siglo XIX traba un pacto que le permite evitar el envejecimiento, mientras que un retrato suyo acusa los efectos de las parrandas, los excesos, los abusos. Todo va bien para Mr. Gray hasta que es forzado a contemplar su verdadero rostro, y lo que mira lo asusta.

En parte igual y en parte distinto, como en la obra de Wilde, la tragedia del Casino Royale de Monterrey provocó un shock sin precedentes, pues esa vibrante ciudad ha sido obligada a verse en el retrato de sus excesos, abusos y sinsentidos.

La tragedia de Monterrey es un enredo de complicidades en el que las categorías de buenos y malos se tornan prácticamente inexistentes. Con este hecho, la tragedia que vivimos en México entró en una nueva fase, pero no fue solamente por la magnitud de la tragedia. La cifra de muertos de la Guardería ABC de Hermosillo fue prácticamente la misma.

Lo grave de esta tragedia radica en que, conforme se acumula más evidencia de lo ocurrido, queda claro que el crimen organizado existe en la actualidad gracias a una simbiosis con la clase política, que nos exige reconocer una especie de efecto tóxico que vive hoy nuestra sociedad. Este hecho reclama renovar ideales, convicciones, propósitos e incluso una necesidad urgente de que alguien ofrezca soluciones a los problemas del país pero, a la vez, es muestra de que los poderes de facto son incapaces de someter sus propios apetitos.

En Monterrey, de un golpe, se evidenciaron los excesos y mezquindades de delincuentes, sicarios, empresarios y funcionarios públicos.

Los añadidos de la tragedia no deberían sorprendernos, sino aumentar nuestra indignación: no es justo, no es humano y es vergonzoso lo ocurrido. Más aun, encontramos un desaseo en la gestión y legalización de las apuestas en México que ha dado vida, por una parte, a una generación de ludópatas, entre ellos, un número importante de mujeres de entre 40 y 60 años, quienes ante el sinsentido de una sociedad dispersa, perpleja y sumida en la incertidumbre, se refugian en la falsa promesa que ofrecen los juegos de azar. Por otra parte, está la constatación dolorosa de una joven generación de sicarios dispuestos a cometer actos de barbarie semejantes a los de las tropas de asalto del III Reich alemán o al Khmer Rojo de la antigua Camboya.

Lo más fácil sería pensar que son sociópatas, que merecen castigos “con todo el peso de la ley” y apostarle, como lo hacemos desde hace 20 años o más, a que el endurecimiento de las penas resolverá este tipo de problemas, pero no ha sido así. A pesar del aumento constante en estas, la violencia en México aumenta, se envilece y parece eliminar la capacidad de asombro.

Los jóvenes sicarios de Monterrey no son la enfermedad, son el síntoma de una descomposición más profunda, que se manifiesta en la conformación de una sociedad más polarizada en términos de ingreso y oportunidades para el desarrollo humano, que incluye educación, salud y oportunidades de empleo. Esta tragedia también refleja una grave falla, devastadora, de todas las instituciones mexicanas, desde la familia al Estado, pasando por la escuela, las iglesias y las policías.

Para bien o para mal, Monterrey, la orgullosa y pujante Sultana, ha sido obligada a verse en el íntimo retrato de sí misma. Las otras ciudades y estados, el país entero, ¿tendrán que vivir algo parecido para verse en sus propios retratos?

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