por Manuel Hinds
Manuel Hinds es ex Ministro de Finanzas de El Salvador y co-autor de Money, Markets and Sovereignty (Yale University Press, 2009).
Hay dos maneras de ver los impuestos. Una los ve como pagos que los ciudadanos tienen que hacer al gobierno, independientemente de lo que éste haga con el dinero. La otra los ve como el pago que la sociedad hace a su sirviente, el gobierno, para que le provea ciertos servicios que privadamente no se pueden conseguir. Estas dos maneras de ver los impuestos evidencian dos visiones totalmente opuestas del estado. En la primera, el estado tiene derechos propios, que sobrepasan cualesquiera que puedan tener los ciudadanos. En la segunda, los únicos que tienen derechos son los seres humanos, los ciudadanos, y lo que el estado hace no lo hace por tener derechos sino por la autoridad que los ciudadanos le han otorgado.
De eso se trató la independencia. Antes del 15 de septiembre de 1821, nosotros no teníamos derechos. Todos los tenía la monarquía absoluta española. La protección a la vida y a la propiedad, y a las escasas libertades que teníamos, las teníamos por gracia del Rey, no por ser derechos humanos inalienables. Si el Rey decidía ponernos más impuestos, nuestra actitud debía ser la de agradecer que no nos ponía más, ya que, por derecho divino certificado por la Iglesia Católica, el Rey era el dueño de todos los derechos y nosotros no teníamos ninguno. Los movimientos de independencia en todas las Américas se rebelaron no sólo contra la dominación de una potencia extranjera sino, fundamentalmente, contra esa concepción del estado absolutista, dueño de todos los derechos y poderes. El objeto crear un estado con una autoridad limitada que sólo se justifica en función de los servicios que va a prestar a la sociedad.
Los dos siglos que han pasado desde entonces han visto una lucha continua para volver realidad estos principios. El proceso se aceleró con el fin de la guerra de los ochentas, cuando las instituciones democráticas comenzaron a funcionar y se volvió impensable la toma del poder por medios diferentes a las elecciones libres. La libertad de prensa floreció en donde había dominado la represión, y las fundaciones de un estado de derecho se fueron volviendo más firmes.
Pero este proceso ha traído nuevos retos. El peligro planteado por facciones que quieren perpetuarse en el poder no ha desaparecido, sino que ha cambiado de forma. Antes, el peligro estaba encarnado en oficiales militares que podía usar el ejército para instalarse, ellos o sus compañeros, para siempre en el gobierno. Ahora el peligro ha tomado la forma de grupos que pueden usar el poder económico del estado para lograr los mismos propósitos. En vez de un ejército, su arma principal es la manipulación de un gasto público cada vez mayor para volverse populares, usando el viejo principio populista de darle pan y circo a la gente para que acepten cualquier tiranía.
Para lograr sus objetivos, estos grupos desearían regresar a la vieja concepción del poder absoluto del estado, y a su derecho de poner los impuestos que le den la gana sin tener que justificarlos con servicios brindados a la sociedad. Es con esta arcaica concepción del estado que el gobierno actual pretende forzar el aumento de los impuestos, arguyendo que el gobierno salvadoreño recibe menos impuestos que otros gobiernos —como si el presidente Mauricio Funes fuera el Rey, tuviera derecho de que sus súbditos le den todo el dinero que desee y se quejara de que le están dando menos que a los reyes vecinos.
Es hora que todos, y el gobierno en particular, nos demos cuenta de que fue en contra de esto que nos independizamos, que ya no tenemos reyes absolutos (ni de otros tipos), y que si el gobierno quiere aumentar los impuestos primero tiene que entregar los servicios que debería estar rindiendo con los impuestos actuales —y dar cuentas claras de cómo se ha usado ese dinero.
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