EDUCACIÓN
Por Alicia Delibes
En 1997 Tony Blair ganaba las elecciones por mayoría absoluta. Los laboristas rompían así el maleficio que les había condenado a permanecer en la oposición durante casi dos décadas, desde 1979. En su campaña electoral, Blair había asegurado que si ganaba las elecciones las tres prioridades de su gobierno serían education, education y education. |
Cuando, cuatro años más tarde, se presentó a la reelección, no sé si consciente o inconscientemente, provocó al poderoso búnker de la izquierda pedagógica, en el que impera el pensamiento único, con la declaración de que el modelo de las comprehensive schools, pese a su bienintencionado origen, había resultado un fracaso y estaba dejando a demasiados niños sin aprender lo fundamental.
Es difícil comprender el alcance de aquella declaración sin conocer lo que las comprehensive schools han supuesto en la educación británica de los últimos sesenta años. En 1944, en plena guerra mundial, el conservador Red Butler, ministro de Educación del Gobierno de coalición de Wiston Churchill, promulgó una Ley de Educación, por la que se extendía la escolarización obligatoria hasta los 15 años. Al finalizar la enseñanza primaria, a los 11 años, los niños británicos tendrían que pasar un examen, que se llamó Eleven plus (11+), e ingresar, según los resultados que obtuvieran, en una grammar school, en una technical school o una modern school. Las grammar estaban reservadas a los alumnos más aventajados. Eran escuelas estatales en las que, a imitación de las más prestigiosas y privadas public schools, se ofrecía una formación académica muy exigente y se preparaba a los escolares para acceder a las mejores universidades del país.
Aquella Ley Butler permitía también que, en localidades pequeñas, se abrieran centros de enseñanza secundaria que ofrecieran un programa integrado de los tres modelos. Estas escuelas se llamaron comprehensive schools, y a ellas se accedía directamente con independencia del resultado del examen 11+. Los laboristas, que nunca fueron partidarios del sistema tripartito, desde el primer momento fomentaron y apoyaron la apertura de comprehensive schools y criticaron abiertamente las grammar por considerarlas segregadoras y elitistas. Uno de los mayores enemigos de las grammar fue Anthony Crosland, personaje clave en la historia de la educación británica de cuya vida y obra merece la pena hablar, aunque sea muy brevemente.
Anthony Crosland (1918-1977) pertenecía a una familia de la aristocracia, había estudiado en los mejores y más elitistas colegios y universidades de Inglaterra y combatido heroicamente en la Segunda Guerra Mundial. En 1956 publicó The future of Socialism, una obra que tuvo en su momento una cierta importancia y que quiso ser la biblia del laborismo moderno. En ese libro Crosland defendía que, para alcanzar una sociedad sin clases, una sociedad más igualitaria, era más importante transformar la educación que nacionalizar la industria.
Crosland era uno de esos intelectuales de izquierdas de buena familia que albergaron durante toda su vida un profundo rencor hacia la estricta educación recibida. Quizás por ello abominaba de la educación selectiva y elitista de las escuelas privadas, a las que consideraba la causa de las grandes diferencias sociales de la sociedad británica. Consciente de que abolir las prestigiosas public schools acarrearía la indignación de una gran parte de la sociedad, dirigió la batalla política contra las estatales grammar, que, al fin y al cabo, sólo beneficiaban a aquellas familias con pocos recursos que buscaban la prosperidad social y económica; un deseo de prosperidad que no estaba bien visto por el laborismo de aquellos años, y sospecho que tampoco por el socialismo español de nuestro días.
En 1964, al ganar los laboristas las elecciones, Harold Wilson nombró ministro de Educación a Crosland, el cual, haciendo honor a sus principios, dictaminó la obligatoriedad de "modernizar" la educación secundaria según el modelo único e integrado de las comprehensive schools. Esta disposición fue anulada por Margaret Thatcher en 1970, cuando el conservador Edward Heath ganó las elecciones y la hizo responsable de la educación británica. Pero la filosofía igualitaria estaba ya tan extendida, que hasta los conservadores creían en la superioridad moral del modelo comprehensivo. La selección, la competencia, el reconocimiento del mérito escolar, la disciplina y el esfuerzo eran cuestiones asociadas a un elitismo académico que se consideraba perjudicial para la educación de los futuros ciudadanos de una sociedad democrática.
Es preciso señalar que el Gobierno laborista de Wilson mantuvo los exámenes que desde la implantación de la Ley Butler debían realizar todos los alumnos al terminar la enseñanza obligatoria, los llamados CSE O-Levels (Certificate of Secondary Eduaction Ordinary Levels). Los cada vez peores resultados en estos exámenes decidieron a Margaret Thatcher, ya a finales de los 80, cuando encaraba su tercer mandato, a emprender una reforma sustancial del sistema educativo.
Thatcher promulgó una nueva ley de educación, la Education Reform Act 1988, que incluía un cambio en el plan de estudios, el National Curriculum, según el cual se fijaban los niveles de conocimiento de lengua inglesa y matemáticas que los escolares tenían que alcanzar a los 7, 11, 13 y 15 años, así como un sistema de exámenes externos en estas materias que debían realizar todos los alumnos cada dos años a lo largo de la enseñanza obligatoria. Los resultados obtenidos en la enseñanza primaria y en la evaluación de 11 años servirían para formar los grupos al comenzar la secundaria. Se reformaba también el examen final de la enseñanza obligatoria, que pasó a llamarse General Certificate of Secondary Education (GCSE), y se obligaba a los colegios a que hicieran públicos sus resultados. La ley contemplaba, además, la especialización de las comprehensive schools, como una forma de romper con la uniformidad del sistema y buscar la competencia entre los colegios, así como posibles subvenciones a centros privados.
El modelo de las comprehensive schools se extendió en los 70 a casi toda Europa Occidental. Sólo Alemania y algunos países de su entorno cultural, como Austria o Luxemburgo, han mantenido hasta hoy una enseñanza secundaria diversificada en función de las capacidades e intereses de los alumnos. En España, ya la Ley General de Educación de 1970 debió de inspirase en la filosofía igualitaria de Crosland, pues extendió la escolarización obligatoria hasta los 14 años mediante la simple fórmula de ampliar la enseñanza primaria y suprimir todos los obstáculos académicos que en forma de reválidas se habían instalando hasta entonces. Sin embargo, la auténtica reforma igualitaria, la implantación del modelo comprehensivo, no se llevó a cabo hasta el año 1990, con la entrada en vigor de Ley Orgánica General del Sistema Educativo (Logse). Lo curioso es que esto ocurría cuando en casi todos los países en los que se había implantado ese modelo ya empezaba a cuestionarse su eficacia.
Recientemente se han publicado en España las Memorias de Tony Blair. La actitud de respeto del ex primer ministro británico hacia las reformas de los conservadores, así como las declaraciones sobre la educación que hizo a lo largo de su vida política, siempre en dirección contraria a la marcada por los socialistas españoles, me han inducido a leer ese libro de recuerdos que Blair quiso titular A journey, "un viaje", porque se trata, según sus propias palabras, de "la descripción de un viaje a través de un determinado periodo de la historia en el que mi carácter político, y tal vez hasta cierto punto mi carácter personal, evoluciona y cambia".
De entre las más de novecientas páginas de este libro, son pocas las que Blair dedica a la educación. Sin embargo, sus reflexiones acerca de la actitud de los viejos laboristas en las cuestiones relativas a la organización de la instrucción pública resultan claves para comprender los fundamentos ideológicos de la que se ha llamado Tercera Vía. En este libro, Blair explica con detalle lo que pensaba debía ser un sistema público de enseñaza que respetara los principios esenciales del laborismo sin someterse a los atrabiliarios prejuicios ideológicos existentes en su partido.
Tony Blair estuvo muy influido por la biografía de su padre, un niño "dado en acogida en Glasgow" a gente humilde que tuvo que abandonar sus estudios para ganarse la vida, que combatió como soldado raso en la Segunda Guerra Mundial, que sólo después de la contienda pudo permitirse estudiar Derecho y hacerse abogado y que se había hecho tory "cuando prácticamente todo el mundo hacía el trayecto político en dirección contraria". Una de esas biografías que, según Blair, acompañaban tradicionalmente al votante conservador que, como su padre, considera que el progreso social y la prosperidad son consustanciales al conservadurismo político. El empeño político de Blair, lo que marca el comienzo de su viaje, es el deseo de ganarse la voluntad de ese individuo que busca el ascenso social a través de la educación.
Para alcanzar sus deseos, Blair necesitaba deshacerse de la herencia de los intelectuales fabianos. En su opinión, aquellos precursores del laborismo, generalmente de familias acomodadas, eran admirables porque se habían rebelado contra unas desigualdades sociales que les resultaban inaceptables pero, en su admiración por la clase obrera, eran incapaces de aceptar que el sueño de esos trabajadores era el ascenso social. "Eran –escribe Blair– como ese personaje de George Duhamel que dice 'Amo a la humanidad, lo único que no soporto es al ser humano'".
Entre esos intelectuales de izquierdas aparece citado en las Memorias el que fuera el gran enemigo de la selección escolar, Anthony Crosland. Para Blair, el desprecio hacia las legítimas aspiraciones de la clase media explicaría el que los laboristas seguidores de Crosland aborrecieran un sistema educativo capaz de hacer realidad la ilusión de aquellos padres de clase trabajadora que luchan para que sus hijos, mediante el esfuerzo y el estudio, puedan disfrutar de una vida mejor que la suya.
Tony Blair llega a calificar de "vandalismo académico" la forma en que "secretarios de educación laboristas y también conservadores" suprimieron las grammar schools, "selectivas pero excelentes", e implantaron las comprehensive, "no selectivas y a menudo no excelentes, y en ocasiones realmente espantosas".
Blair cuenta en sus Memorias el escándalo que se produjo cuando, en 1996, dado que los colegios públicos que por domicilio les correspondían eran malos, decidieron enviar sus hijos a un colegio privado subvencionado. Un escándalo, sin embargo, no comparable al provocado por una de sus colaboradoras, Harriet Harman, al elegir para los suyos una grammar school.
Aquello sí era grave. Desde los años sesenta la totalidad del programa del Partido Laborista se había centrado en abolir la selección académica y en introducir la escolarización no selectiva en los institutos. En general, las grammar schools eran cordialmente detestadas por el Partido.
Tony Blair había prometido durante su campaña electoral que suprimiría las ayudas a los colegios privados y que reduciría el número de alumnos por clase en los colegios de primaria. Al llegar al Gobierno, Blair nombró ministro de Educación a David Blunkett, uno de sus hombres de confianza. Blunkett puso en marcha un plan especial de lectura y aritmética con el objeto de asegurar que los niños terminaran la enseñanza primaria sabiendo leer, escribir y hacer cuentas correctamente. Sin embargo, pronto se dieron cuenta de que los problemas graves de la educación se concentraban en la etapa de secundaria: la disciplina en las clases era difícil de mantener, los resultados en los exámenes GCSE no mejoraban y los profesores se sentían cada vez más desmoralizados.
Se acercaba el final de la legislatura. Blair repetía a los suyos una y otra vez: "Lo que cuenta es lo que funciona"; pero una y otra vez se preguntaba: "Y ¿qué es lo que funciona?". Todos los estudios que encargaba a expertos cercanos al laborismo le hablaban de ideología, cuando lo que él buscaba eran soluciones prácticas, aunque supusieran romper con ciertos prejuicios ideológicos.
Blair empezó a darse cuenta de que las propuestas originales y novedosas, ya fueran en educación o en sanidad, sus dos grandes caballos de batalla, chocaban siempre con la rigidez burocrática del Estado, con la inercia de los funcionarios, con ese establishment que podía ser tanto de izquierdas como de derechas y que ponía trabas a cualquier intento de cambiar la estructura del sistema público. A partir de la Segunda Guerra Mundial el Estado de Bienestar había comenzado a crecer muy rápidamente, y "a medida que el Estado crecía su propio éxito se convertía en un problema. (...) Mientras el mercado obliga a cambiar, no existe una obligación análoga en el sector público".
Al acercarse el final de la legislatura, Blair estaba ya totalmente decidido a dar un nuevo impulso a sus reformas. "No tenía sentido un segundo mandato a menos que abriera nuevos caminos, y eso significaba asumir riesgos más profundos".
Tras cuatro años de gobierno, Blair se había dado cuenta de que no conseguirían alcanzar una educación excelente solamente con fijar unos estándares y poner evaluaciones, era preciso modificar la estructura del sistema escolar. Resucitar las grammar schools hubiera sido suicida, así que optó por un nuevo sistema. Se trataba de encontrar fundaciones o grupos empresariales que estuvieran dispuestos a invertir dinero en la educación y ofrecerles la gestión de aquellos institutos con pésimos resultados que hubieran demostrado su incapacidad para mejorar. Estas organizaciones aportarían parte del capital y recibirían del Gobierno una subvención. Nacieron así las academies, centros de enseñanza secundaria de gestión privada y autonomía pedagógica que recibían ayuda estatal. En el año 2006 se habían abierto ya 200 de estos nuevos centros.
Para un gobernante laborista que había llegado al poder con la promesa de quitar las subvenciones a los colegios privados, esta idea suponía un giro de 180 grados. No resulta nada extraño que las principales críticas contra las academies vinieran del propio laborismo, que las consideró elitistas. "Ello se debía –escribe Blair– no tanto a que fueran elitistas en el sentido de que eran para ricos, y claramente no lo eran, como a que eran mejores que las demás escuelas locales". Para Blair, quienes tanto se oponían a ellas pretendían alcanzar la igualdad en el rendimiento académico sin que les importara demasiado que esa igualdad se realizara por abajo. En la batalla para convencer a los suyos solía echar mano del argumento de que la equidad "no podía ni debía ser nunca a expensas de la excelencia".
Este viaje político de Blair en busca de un sistema de gestión de los servicios públicos que los hiciera más eficaces tenía lugar mientras en España los diferentes Gobiernos de José María Aznar afrontaban las primeras consecuencias de la implantación de la Logse.
En 1997 Esperanza Aguirre, entonces ministra de Educación, consciente de la ineficacia de unos currículos cargados de pedagogía e ideología pero ayunos de contenidos académicos objetivos, intentó sacar adelante una reforma de los programas de los alumnos de 12 a 16 años. Fue el llamado Decreto de las Humanidades, violentamente respondido por nacionalistas y socialistas. En su segunda legislatura, tras largas discusiones, Aznar logró aprobar la Ley de Calidad de la Educación, que no planteaba cambios en la estructura del sistema pero sí introducía pequeñas reformas con el objeto de mejorar el rendimiento escolar. Dos años más tarde, los socialistas de Rodríguez Zapatero impedirían la implantación de la LCE con el argumento de que rompía la "equidad" que tanto les había costado conseguir. Sin equidad, decían, no puede haber calidad.
Así pues, las leyes que dirigen la educación española desde 1990 están sustentadas en el más rancio e intransigente socialismo igualitario. Los socialistas de Zapatero beben aún del anticuado laborismo de Anthony Crosland y no están dispuestos a realizar reflexión alguna que pueda cuestionar sus dogmas igualitarios. Alfredo Pérez Rubalcaba, candidato socialista para gobernar España a partir del 20 de noviembre, ha asegurado que la educación será una de sus prioridades. Si tenemos en cuenta que fue uno de los personajes clave para la elaboración e imposición de la Logse, que jamás ha reconocido el fracaso de aquella reforma saturada de prejuicios y de ideología igualitaria y que, de entre los ministros de Zapatero, ha sido el que mejor ha conocido lo que estaba pasando con la educación española, me pregunto si cabrá pensar que, a imitación de Tony Blair, esté soñando con emprender un viaje hacia la superación de unos prejuicios ideológicos que forzosamente debe saber están en la raíz de los problemas que aquejan a nuestro sistema educativo.
Resulta difícil imaginar que Rubalcaba, después de haber querido ser el Crosland español, haya pensado hacer también de Tony Blair. Es difícil porque ni él ni nadie de su partido han dado nunca la menor muestra de arrepentimiento por haber terminado con la enseñanza pública como fuente de oportunidades para el ascenso social. Antes bien, todos los pasos, todas las disposiciones y medidas que en Educación han ido tomando a lo largo de estos ocho años, han estado fundamentadas en los mismos principios igualitarios, en la misma utopía de alcanzar una igualdad social que vaya más allá de la igualdad ante la ley o de la igualdad de oportunidades, a costa de lo que sea. Para los socialistas españoles, la educación es y ha de seguir siendo la herramienta que permita hacer de la nuestra una sociedad de individuos iguales; poco les importa que ello suponga erradicar el talento, la cultura o la inteligencia, poco les importa que ello vaya contra los deseos de prosperidad de los individuos y contra el progreso de la sociedad española.
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