“Ni los mejores textos, ni la mejor prosa, ni los mejores trabajos periodísticos alcanzan a contar este infierno”, asegura el fundador del semanario Ríodoce en esta conversación sobre los jóvenes del narco y la situación del periodismo.
Uno de los fenómenos sociales más inquietantes que han traído el narcotráfico, el crimen organizado, la pobreza y las malas políticas gubernamentales, es la creciente integración de niños y jóvenes a las bandas delictivas, ya sea como halcones o como asesinos.
La carencia de perspectivas sociales, económicas, educativas y culturales, así como la efímera sensación de poder, riqueza e impunidad, se han convertido en un abonado terreno donde florecen las tendencias delincuenciales entre los infantes y los adolescentes, fomentadas y aprovechadas por grupos criminales. En su reciente libro Los morros del narco. Historias reales de niños y jóvenes en el narcotráfico mexicano (México, Aguilar, 2011), Javier Valdez Cárdenas reúne crónicas sobre el tema, además de abordar el periodismo en tiempos y regiones del narcotráfico. El autor es columnista, fundador y coordinador de la zona norte de Ríodoce, semanario sinaloense recientemente galardonado con el premio de periodismo María Moors Cabot que otorga la Universidad de Columbia. Con él conversó M Semanal.
AR: Tras tus libros Miss Narco y Malayerba, ¿por qué ahora este sobre los morros?
JVC: Carlos Monsiváis fue una especie de padrino de Ríodoce, el semanario para el que yo trabajo; amigos mutuos nos conectaron y lo invitamos a que diera conferencias en Culiacán en nuestro primer aniversario. Después de eso empezó una gran relación. Yo lo visité para entregarle uno de mis libros, y él me dijo que estaba preocupado por el narco y la violencia contra periodistas. También me dijo: “Deberías escribir de los niños, los jóvenes y el narcotráfico”. Ya estaba él enfermo cuando lo visité en su casa. Salí de allí pensando más en sus padecimientos que en el tema. Pero yo ya tenía mucho material sobre esto, historias manejadas como crónicas muy breves que había publicado en mi columna “Malayerba”, en Ríodoce, y con el tiempo me fue rondando la idea, y allí estuve, rumiándola, hasta que llegó el momento en que tenía que definir qué material iba a entregar a la editorial. Entonces decidí que el libro sería de niños y jóvenes en el narcotráfico.
AR: ¿Cuáles son las condiciones generales que hacen que niños y jóvenes se integren a las bandas? Lo digo porque en tus historias hay casos en los que no se trata de pobreza.
JVC: Hay que partir de algo muy importante: el narco es un fenómeno social, una forma de vida, no es un fenómeno policiaco. Nos involucra a todos, nos salpica, nos inunda, nos atañe, nos contamina. El narco impone, incluso, dinámicas de convivencia; es omnipresente, omnipotente, es muy atractivo y seductor. Nada compite contra el narco. En muchas regiones está en todos lados. No hay competencia para él: no hay Iglesia ni gobierno, no hay medios de comunicación ni organismos ciudadanos, no hay empresarios, no hay nada. Es como decían en las películas del Oeste: “Me rindo, estoy rodeado”. Frente al hecho de que el narco que te atropella todos los días es difícil hacerse a un lado. Lo otro es la miseria, la pobreza, la marginación, la falta de oportunidades que afecta a niños y a jóvenes. Todo este escenario de rechazados de las escuelas profesionales, de niños sin padres, con casa pero sin hogar, que no son amados ni queridos, que no tienen asideros, es un coctel explosivo. Yo creo que los niños están siendo educados en un proceso violento. Ellos asumen los homicidios como muertes naturales, lo que hace que muchos no sólo le entren al crimen organizado sino que lo vean con simpatía, porque es seductor por el poder, el ejercicio del dinero, las mujeres, las armas y la impunidad; saben que un chavo que vende drogas, que mandó matar a alguien y que corrompe, no es detenido por la policía sino que, al contrario, ésta va y cobra por la protección. Éstos me parece gravísimo, pero es el resultado de este proceso en que nos envolvió el crimen organizado y también las acciones del gobierno.
AR: Recoges una declaración del cantante Alfredito Olivas, quien dice que el narco nunca se va a acabar porque es la mayor fuente de empleo.
JVC: Sí. Imagínate en Culiacán —o prácticamente en cualquier ciudad del país—, en cuanto hay un operativo muy fuerte contra el narco, te aseguro que cerca de 70 por ciento de las actividades económicas bajan, así como el flujo de dinero, porque son economías ya manchadas. En esa misma medida disminuye la clientela en restaurantes, bares, tables, al cine, las ventas en el supermercado e incluso la venta de vehículos nuevos. Son economías sostenidas por el narcotráfico.
AR: En el libro hay tres casos de carácter cultural: los “cuernitos de chivo”, que son juguetes que se venden a los niños, el impulso al narcocorrido y el caso del músico de reggae asesinado. Ante esta cultura del narco, ¿hay alguna alternativa?
JVC: Fíjate que no; yo veo que, al contrario, ante acontecimientos como el del Casino Royale de Monterrey y otros muchos en el país (en Tamaulipas, Ciudad Juárez, Sinaloa, Baja California, Coahuila, Michoacán) hay un repliegue, no hay una preocupación por mantener lo que se tiene en términos de convivencia, de ciudadanía, y hay menos manifestaciones de protesta contra el narco. Los académicos no quieren investigar el tema del narcotráfico; las universidades y algunas instituciones ciudadanas no organizan actos de reflexión, mesas redondas, talleres o conferencias sobre narcotráfico. No veo nada que esté compitiendo de este lado y que nos ayude a arrojar luz en este infierno. Hay esfuerzos aislados de pintores y algunas instituciones educativas, pero muy poco. Estamos en retroceso, reculamos, y en lugar de mantener espacios, de conservarlos, los cerramos o los debilitamos. Veo una especie de deshumanización, de aceleramiento de la descomposición social. Es una pena, pero no veo luces.
AR: Buena parte de los textos están centrados en el caso de Culiacán y de Sinaloa, y pones énfasis en que buena parte de la violencia en ese estado se debe al rompimiento de El Chapo Guzmán y El Mayo Zambada con los Beltrán Leyva en 2008. Antes de esto, ¿cómo era Sinaloa?
JVC: El proceso de descomposición, de pérdida de espacios, de valores, fue muy lento. Todavía mucho antes, en los setenta y ochenta, los narcos de Culiacán estaban en Tierra Blanca, del otro lado del río Tamazula, y los pleitos eran entre ellos. Yo conocí un matón al que le ordenaron matar a un jefe policiaco, y el día en que iba a hacerlo desactivó el operativo porque aquel iba con su mamá. Ahora piensas en eso y crees que no es posible. Había entonces presencia de niños y jóvenes en el narco, pero no a estos niveles escandalosos, estaba muy controlado todo. Quiero decirte que si un narco, quien fuera, iba más allá de las órdenes (por ejemplo, si le ordenaban traer una camioneta, la robaba; pero aparte robaba algo más o lastimaba a alguien), llegaban a matarlo. El narco tenía, como lo tiene ahora, el monopolio del crimen: “Si alguien mata, roba un vehículo, secuestra, extorsiona, soy yo; si alguien hace ruido, se mueve y calienta la plaza, soy yo, yo lo autoricé. Pero si alguien lo hace por su cuenta, lo voy a matar”. Antes se tenía mucho más control, todo se echó a perder y la participación de niños y jóvenes tiene mucho que ver en esto, porque no son fáciles de controlar y se salen muy rápido del huacal, como decimos. Y además son sacrificables. Todo esto estaba mucho más controlado antes de las pugnas. Pero se perdió.
AR: En el libro hay un dato realmente dramático, el cambio generacional entre los asesinados: durante el sexenio de Vicente Fox, 80 por ciento de las víctimas eran mayores de 30 años, y entre 2008 y 2010 ya 40 por ciento fueron jóvenes de entre 18 y 29 años. ¿A qué obedece este cambio en tan sólo tres años?
JVC: Hay una historia en el libro: había un negocio informal de comida al que llegaba los mafiosos de Sinaloa: los matones, chavos y chavas, operadores, se veían allí, comían, iban en camionetas, cotorreaban, llevaban música. Fue entonces cuando se dio la división y el pleito entre El Chapo y los Beltrán Leyva. Un chavo que allí trabajaba y que se había ido un día regresó y empezó a preguntar: “Oye ¿qué pasó?, ¿por qué está tan solo aquí?”, “Pues es por los operativos y la violencia”; “Pero ¿y los clientes?”, “¿Te acuerdas de fulano?”, “Sí”, “Lo levantaron y lo mataron”. Y así fue hasta sumar como 100 muertos, todos ellos jóvenes. Durante aquel tiempo los de uno y otro bando llegaban y preguntaban: “¿Con quién estás: con Chapo o con los Beltrán?”, y era una ruleta rusa escoger a uno de los bandos porque quienes preguntaban podían ser del otro; así muchos jóvenes han muerto. Lo peor de todo es que ellos asumen que van a morir jóvenes, que no duran más de tres años en el crimen organizado, y que no van a pasar de matones, porque el narco no permite que estos jóvenes crezcan en el negocio, los controlan; hay un celo, hay envidia: “Tú no pasas de aquí, y si te asomas te matamos”. Muchos no rebasan la etapa de matón, pues como los matan rápido no pueden ir más allá, pero si sobreviven más tiempo no pueden aspirar a más porque como sea los sacrifican.
AR: También ofreces datos sobre el aumento en el número de menores de edad detenidos, sentenciados y asesinados. ¿Cuáles son entonces las perspectivas de niños y jóvenes cuando ingresan a una banda del narco?
JVC: Quieren saborear el poder, es muy importante. Se dan cuenta de que los narcos del barrio, con los que conviven, no son detenidos, que operan impunemente, traen la pistola fajada y controlan a cierto número de gente. Son “admirados” y “respetados”, pero en realidad son temidos. Ése es el ejercicio de poder del narco, y ellos le entran porque quieren ser así: que la gente les tenga miedo, que no se meta con ellos. Eso por un lado; por el otro está el salir de la pobreza, pero fíjate que no salir de la pobreza en el sentido social, sino de tener dinero. De repente tienen los bolsillos llenos de dólares, pero no invierten en otro negocio, ni meten el dinero en el banco o se lo dan a su mamá y a sus hermanos para la escuela, no. La situación no se ha traducido en que los jóvenes de familias en condiciones de pobreza salgan de ésta. Nada más terminan en arenas movedizas llenas de dólares, de sangre, de muerte, de destrucción. No superan su condición de marginación, o si lo hacen es al mínimo. Su vida sigue siendo endeble. Gastan mucho y muy rápido. ¿Tú crees que van a gastar en una casa? No, van a gastar en viajes, en ropa, en cerveza, whisky, mujeres, vehículos, droga… es muy frívolo el destino que ellos le dan al dinero.
AR: Hay otra historia de Morelos, muy conocida: la de El Ponchis, una suerte de sicario niño. Pero él dice que delinquía bajo amenaza.
JVC: Eso también se ha multiplicado escandalosamente, porque los cárteles más agresivos (Los Zetas, lo que queda del Golfo, La Familia, los Beltrán Leyva) van a colonias, pueblos y comunidades y hacen redadas como si fueran la policía, y se llevan a los niños y a los jóvenes bajo amenazas de matarlos a ellos y a su familia si no aceptan involucrarse en el narcotráfico. Entonces, ellos no viven este ambiente de violencia para relacionarse con ésta, sino que, aunque padecen la pobreza, no ven aún al narco como una opción, pero se ven obligados a entrar. Estos jóvenes sicarios o halcones, amenazados de muerte y drogados, son además sacrificados por los líderes de la célula para la cual trabajan una vez que ya no les sirven, porque son muy conflictivos por las drogas, porque no crecen, porque ponen en peligro las operaciones.
Nos hemos convertido en una sociedad que no sólo expulsó a los jóvenes del paraíso de la vida digna y lícita, sino que, aparte de eso, los condena, como lo hace con El Ponchis: lo sentenciamos, decimos “mátenlo, es culpable” (aunque no lo sea), y no nos preocupa saber qué fue lo que orilló a este niño a entrarle al narcotráfico.
AR: Otro asunto interesante es el papel de la familia en el ingreso de infantes al narco. En el libro hay varias historias de jóvenes integrados a las bandas a invitación de tíos y primos, por ejemplo. Y también casos de mujeres que entran al negocio por ayudar al esposo. ¿Cómo es esto?
JVC: Sí, son compañeras de ellos hasta en el crimen. Es parte de esta descomposición: olvídate del concepto tradicional de familia nuclear, ya que al papá lo mataron o se fue a Estados Unidos a trabajar, no manda dinero, no volvió y no saben de él; la madre está al frente de sus hijos, puede ser alcohólica o drogadicta, puede tener dos trabajos y no ve a sus hijos, no los orienta, no está al pendiente de ellos, no los abraza. Frente a esa casa que no es hogar, a ese niño que crece sin amor, desolado, sin agarraderas, una influencia, sea mala o buena, lo arrastra fácilmente. En este caso es una influencia mala: el primo, el tío, el pariente lejano, el vecino que aprovecha la situación muy bien y lo coopta para el narco. Volvemos a lo mismo: ¿quién compite contra el narco? Nada ni nadie.
AR: En otras partes del libro se relata la colusión de policías municipales y estatales con los delincuentes. ¿Era inevitable la entrada del Ejército a la lucha contra el narcotráfico en tanto existe ese nivel de corrupción?
JVC: Sí, yo creo que había que hacer algo. Yo no he escuchado a nadie que diga “no hay que combatir al narco”, a menos que sean narcos. Efectivamente, la policía falló, y falló el gobierno: la policía es corrupta porque el funcionario público lo es también, porque no hay imperio de la ley, no hay Estado de Derecho. Entonces, a un policía corrupto yo lo castigo, lo destituyó y lo encarcelo; pero no cuando hay una mochada que me llega a mí como director, como comandante, como jefe.
Creo que también la pobreza ha orillado a los policías a delinquir y a corromperse por los bajos salarios. Pero es una policía incapaz y corrupta y, bueno, sacamos al Ejército. Pero sigue sin haber inteligencia, no hay espionaje, no hay combate preciso e integral al narcotráfico: son escopetazos. El gobierno cree que con grandes convoyes “intimida” a los narcos, pero lo que hace es espantar a los ciudadanos; ha encerrado a la ciudadanía, porque los malos también están de ese lado, del lado de la policía y el Ejército. “Bueno, sacamos al Ejército porque la policía no sirve”: pues el Ejército tampoco está sirviendo porque no hay inteligencia, o no se aplica; quién sabe para qué la use el gobierno. El costo que se tiene ahora por haber sacado al Ejército es que éste pasó de ser una de las instituciones más prestigiadas hace 10 años a una de las instituciones más corruptas: si antes decías “lo detuvo el Ejército, ya no hay nada qué hacer”, ahora el narco sabe que puede rescatar con un acto de corrupción a ese detenido de manos de los mismos soldados. Querían combatir al narco sacando al Ejército, pero allí está el resultado: el Ejército también pisó la mierda.
AR: También podemos ver que hoy muchas autoridades están en franca complicidad con el crimen organizado o, en el mejor de los casos, atemorizadas. Incluso relatas el caso de un juez que les dice a los familiares de un asesinado que le piden justicia, “ya, allí déjenlo”. ¿Qué hacer ante esta situación?
JVC: Hay que aprovechar los comicios para expresar la inconformidad, la ciudadanía tiene que hacerse escuchar de alguna manera. El narco va a estar presente en las elecciones, es un hecho: financia campañas de todos los partidos políticos, aunque no digo que en todas las candidaturas ni con todos los aspirantes. Es una pena y es un retroceso porque significa la desolación, la falta de asideros. Yo creo que merecemos otro país, otro gobierno. Tenemos muchas oportunidades que no hemos aprovechado, y quiero pensar que ésa es una buena manera de empezar a resolver las cosas, porque este gobierno, estos funcionarios, este aparato no van a servir: es el gobierno al servicio del narco. Hay que cambiar de gobierno y construir Estado, porque no lo hay. Yo coincido con eso de Estado fallido porque, efectivamente, el narco es el que manda.
AR: El libro también es duro con la sociedad sinaloense, especialmente en la parte dedicada al silencio que guarda: una sociedad que no habla, no denuncia, no protesta, no se manifiesta y no es solidaria. ¿Por qué es así?
JVC: Hay que medir de forma diferente a la sociedad sinaloense porque ha convivido con el narcotráfico, con el crimen organizado, cuánto te gusta, ¿50 años? Es una sociedad postrada, que guardó silencio, huérfana de liderazgos y también de genitales. No hay lucha social, hay una orfandad terrible. El buen periodismo en estas regiones es un ejercicio solitario: no tiene eco. Si yo hago un trabajo fuerte sobre el narco que involucra a políticos en el gobierno, no tiene eco en el Congreso del estado ni en los partidos políticos, ni en la ciudadanía ni en las organizaciones. El texto, el reportaje valiente, luminoso, se queda allí. ¿Y sabes qué significa eso? Vulnerabilidad. Los medios y los periodistas que queremos hacer buen periodismo padecemos esta soledad que nos convierte en vulnerables, con mucho mayores riesgos. Y esto permea también lo otro: madres, hermanas, padres que no quieren hablar de la muerte de sus parientes porque temen que les maten al otro hijo; o gente que te reclama “tú, periodista, por qué no publicas” y te dicen que eres “culón”, que eres corrupto. Pero resulta que tú firmas tus notas y la gente que te reclama lo hace desde el anonimato. Es una sociedad anónima, sin rostro, sin nombre ni apellido, que habla a escondidas, a oscuras. Esto es un saldo triste del narcotráfico porque es otra muerte: la muerte ciudadana, civil. Son dos muertes, quizá más: primera, la de la persona víctima del hecho violento, y la otra es cuando no queremos dar la cara, cuando la desconocemos y la arrojamos a la fosa común. Esta es una sociedad, no sólo la de Culiacán o la de Sinaloa, sino la de casi todo el país, sin genitales.
AR: La última parte de tu libro está dedicada a los periodistas. Recuerdo anécdotas del libro: un periodista dice que “en boca cerrada no entran balas”; Jorge Zepeda Patterson pide protección para una reportera al gobernador, a lo cual éste responde: “No protejo ni a mi esposa”, y la última, tuya, que es cuando le dices a una persona del DF que eres periodista en Sinaloa y te pregunta: “¿Y estás vivo?”. ¿Cómo se hace periodismo en Sinaloa?
JVC: Apretando los esfínteres y con pluma blindada. Hay que darle sobredosis de audacia a la temeridad, y dosis de prudencia al arrojo. Uno tiene que aprender a conocer la realidad y su coyuntura. ¿A qué me refiero?: ¿Quién manda en la ciudad? ¿Cómo es este tipo, para quién trabaja, quiénes son sus nexos? Es muy importante que tengas una especie de diagnóstico, y entonces tienes que aprender a administrar. Ya que sepas qué suelo pisas, entonces administrar la información, bajarle a los riesgos, jugar con eso. ¿De qué hablo? De que tienes que saber qué no vas a publicar. Es una pena, es castrante, es la frustración galopante, y es la realidad.
La otra es que yo no esté aquí contigo, sino que esté muerto, o que esté en Culiacán y no pueda salir porque estoy amenazado. Entonces yo prefiero publicar una parte de lo que está pasando, y para eso tengo que ubicar lo que no debo publicar, porque, por ejemplo, este tipo es violento, trabaja con tal narco, y porque éste puso al jefe de la policía, y el gobernador, el secretario de Seguridad Pública y el alcalde están con él. Entonces yo voy a publicar sólo el 10 o 20 por ciento de lo que sé, de lo que tengo confirmado, pero no voy a guardar silencio. Así se hace periodismo, y sí, de repente te pones paranoico y terminas entrenando a la gente que está contigo y cerca de ti para la guerra. Pero creo que hay que hacer algo, porque yo no soy periodista del silencio, no soy un reportero de la mordaza; prefiero seguir escribiendo aunque sea sólo una parcelita de este infierno. Tienes que saber cómo, y creo que una manera de hacerlo es a través de la crónica. Pero ni los mejores textos, ni la mejor prosa, ni juntando los mejores trabajos periodísticos se alcanza a contar este infierno nacional. Algo hay que hacer, y yo prefiero estar con los que hacen algo; que no me digan después (mis hijos, por ejemplo) que me quedé callado cuando estaba toda esta mierda, que no hice nada porque yo estoy haciendo lo que me toca hacer, aunque no como quisiera. Esto refleja que el narco está en las redacciones, no porque nosotros estemos coludidos, sino porque tienes que pensar en el narco a la hora de escribir, y no hace falta que te amenacen directamente: la realidad, la vida misma, es amenazante.
AR: Mencionas que los reporteros han tomado algunas medidas de protección, sin intervención de los directivos de las empresas. ¿Qué medidas han tomado y por qué éstos no han participado de esas decisiones?
JVC: Es que no hay preocupación de los directivos de las empresas, yo creo que están muy metidos en el negocio. Por ejemplo, era para que hubiera talleres, conferencias, incluso entrenamiento, protocolos, medidas físicas en las instalaciones de los periódicos. Nada de eso hay. Creo que hay desinterés, y ellos saben que muchas veces los ataques son contra los periodistas, el reportero que anda en la calle. Pero sí se han dado casos contra medios, no tanto contra los directivos (con la excepción de Jesús Blancornelas), sino contra los periodistas. Cuando los narcos atacan instalaciones es porque quieren mandar señales, quieren asustarnos porque están en contra del director. Quieren llamar la atención, que se publique tal o cual cosa, o protestan porque no se publicó. Pero como sea hay apatía, desinterés de los directivos de los medios. Lo que se ha hecho ha sido, más bien, por parte de los reporteros de abajo, de a pie, por su cuenta, es, por ejemplo, no usar logotipos, traer vehículos sin identificación de prensa, llegar en colectivos. Pero ni siquiera para ésto han sido útiles las asociaciones, que más bien han servido para protestas efímeras y para colocar a periodistas en puestos de gobierno, como agencias de colocación. Pero es una pena: lo que se ha hecho es por los periodistas de abajo, en el tejido más ínfimo, y ellos son los que sufren los embates de los policías, de los militares y de los narcos.
AR: Como señalas, en todos los ámbitos de la vida social hay relaciones con el narco. En este sentido hay una mención de que esta corrupción también ha entrado en la prensa. ¿Hay periodistas y medios coludidos con el narco?
JVC: Claro que sí. Son una especie de enlaces; hay periodistas que son enlaces de los capos que controlan las plazas, y que les informan si va a ir algún enviado de un medio nacional. En las redacciones, cuando se publica una historia sobre la complicidad entre un capo y un jefe policiaco la nota aparece sin firma; sin embargo, éstos se enteran de quién la hizo. ¿Cómo lo hacen? Porque la redacción está infiltrada. Hay que tener mucho cuidado; lo ideal sería tener redacciones integradas por gente de confianza. Yo tengo esa fortuna en Ríodoce y en La Jornada, pero hay periodistas que no pueden platicar con sus jefes o compañeros lo que les sucede en la calle o los trabajos de investigación que están haciendo, porque no les tienen confianza. Es un cerco que ha tendido la perdición que alcanzó las redacciones. Yo creo que también allí hay que moverse con mucho cuidado.
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