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¿Recuerdan el vídeo en el que Osama bin Laden se veía a sí mismo en el televisor de su casa de Abbottabad, aquél que los americanos difundieron justo después de matarle? ¿Quién apuesta algo a que la mayor parte del tiempo, cuando sus amigos no le filmaban, veía Bloomberg, CNBC u otro canal de economía?
Digan lo que digan los analistas políticos, la consecuencia más importante y permanente de la destrucción de las Torres Gemelas y la muerte de casi 3.000 personas en aquel día chocante y calamitoso de hace diez años es el desbarajuste económico en el que se encuentran hoy Europa y EEUU.
Salvo que delirase de verdad, cuesta creer que Bin Laden pensara que él y sus seguidores podían derrotar a EEUU de manera permanente, ni mucho menos establecer el nuevo califato sobre el que escribió en alguno de sus manifiestos. Sin embargo, también detestaba el capitalismo occidental, y en eso ha tenido bastente más éxito (aunque esperamos que tampoco sea duradero).
Como todos los ¿y si?? de la historia, es imposible demostrar qué habría ocurrido si el atentado del 11-S no se hubiera producido. Pero recordemos la situación económica de Occidente en aquel comienzo de otoño. La burbuja bursátil de los noventa, liderada por las acciones de Internet y tecnológicas, había estallado un año antes. Empezaba una leve recesión que afectaba a ambos lados del Atlántico. La Junta de la Reserva Federal había respondido recortando los tipos de interés, revirtiendo así sus seis aumentos del año anterior.
El papel de la Fed
Washington no estaba realmente en recesión ese año (o por lo menos así lo concluyó el árbitro oficial de estos menesteres, la Oficina Nacional de Investigación Económica). No hubo dos trimestres negativos consecutivos. Lo que sí hubo, sin embargo, fue el 11-S, que congeló la actividad económica brevemente, sobre todo la más visible, representada por la aviación civil y el turismo. Aun así, la Fed, presidida por el entonces beatificado Alan Greenspan, dejó abiertos los grifos del dinero como si se hubiera producido una desaceleración.
Lo demás es historia, y tal vez histórico. Se creó la siguiente burbuja, esta vez de créditos de todo tipo, que se plasmó visiblemente en los precios de la vivienda a ambos lados del Atlántico e invisiblemente en el auge de la creación de derivados por el sector bancario en la sombra. Una burbuja que resultó ser mucho más grande que la de las puntocom de los noventa porque englobaba mucho más que la economía. El estallido lo confirmó la quiebra de Lehman en septiembre de 2008.
Tal vez opinen que habría pasado de todos modos, independientemente del atentado de siete años antes. A Greenspan ya se le conocía por su argumento de que las empresas financieras no se autodestruirían porque, según él, se darían cuenta de que no les interesaba hacerlo. Él y otros podían haber seguido ignorando el absurdo auge de las hipotecas basura.
Gordon Brown podía haber continuado insistiendo en una regulación ligera de la City, que dejara a las empresas financieras tranquilas con sus vehículos de propósito especial y demás trabalenguas. Los bancos y las aseguradoras europeas podrían haber seguido apuntándose a la compra de derivados, y la evasión de las normas sobre deuda soberana que está destrozando al euro también podría haberse producido.
Tal vez. Pero mírenlo desde un punto de vista psicológico. Si Greenspan estaba tan decidido ideológicamente a no meter la mano en los mercados, ¿por qué subió los tipos seis veces para explotar la burbuja puntocom en 1999? ¿Por qué después de 2001 siguió bombeando créditos al sector inmobiliario y a los bancos, mientras se formaba otra burbuja? ¿Por qué la política fiscal de George W. Bush, supuestamente conservador (compasivo o no), también se volvió expansionista, subieron los gastos y se recortaron los impuestos? ¿Por qué antes de las elecciones de 2005 Tony Blair y Brown continuaron con su ostentación del gasto en sanidad y educación?
La respuesta: la guerra
La respuesta es simple: había una guerra, o mejor dicho dos, y eso sin contar la difusa lucha contra el terrorismo. En momentos así, la inclinación a arriesgarse a que haya una ralentización económica o a una nueva recesión disminuye. Después del 11-S, el presidente Bush dijo que los americanos deberían ser patrióticos y salir a gastar.
Según lo que contabilicemos, cerca de 1,5 billones de dólares de los 14 billones de deuda pública americana, cuyo techo de gasto ha causado tanto revuelo hace poco en el Congreso, pueden atribuirse al coste de Afganistán e Irak, a lo que cabría añadir todo lo invertido en el programa Homeland Security (o de seguridad nacional). Si no hubiera sido por Irak, Blair no habría estado tan asustado en 2005 e inclinado a la laxitud fiscal.
Se habrían cometido errores, sobre todo en materia de regulación financiera. Tal vez se hubiera producido algún tipo de crisis. La suavidad de la recesión post puntocom podría haber causado complacencia, y se decía que unos fabricantes chinos más baratos mantendrían la inflación baja para siempre. Sin embargo, se dejó que la burbuja de los créditos se inflara hasta unos niveles y durante un tiempo que, aún hoy, supera la capacidad de comprensión. Sin el 11-S, a los historiadores les costaría explicar este hecho.
En su éxito de 1987, Auge y caída de las grandes potencias, el historiador británico Paul Kennedy, de Yale, advirtió de que EEUU sufría lo que él llamaba "una sobrecarga imperialista". El fin de la Guerra Fría había traído los dividendos de paz e hizo que su argumento pasara de moda, sobre todo cuando Japón, la amenaza tan aparente en aquel entonces, voló tan cerca del sol que se estrelló contra el suelo.
Ahora, sus argumentos parecen premonitorios, incluso si el tiempo era incorrecto. Al fin y al cabo, Kennedy es un historiador, no un gurú. Hablaba de las grandes olas de la historia y no de una década u otra. Las grandes tendencias que habían comenzado en los ochenta y noventa (el auge de Asia, la incapacidad de las superpotencias para ganar guerras de guerrilla, las presiones del cambio tecnológico, la capacidad de los terroristas para hacer tanto daño como un Estado) no las creó el 11-S, aunque algunas se vieran aceleradas por él o, cuando menos, salieran a la luz.
Los políticos estadounidenses nunca creyeron de verdad que pudieran ejercer un poder hegemónico y aprovechar ese momento unipolar identificado por primera vez en 1991. Bill Clinton se pasó gran parte de la década tratando de evitar el envío de militares americanos al extranjero. Bush defendió en la campaña electoral del 2000 que el país debía ser "humilde pero fuerte". El 11-S convenció a los americanos de que tenían que actuar unilateralmente en una escala mucho mayor que cualquiera de las realizadas desde Vietnam, sin importar el gasto o las consecuencias económicas.
Las consecuencias, ay, se vieron primero en el desastre financiero de 2008, y ahora en las cifras anémicas de creación de empleo. El jeque terrorista tal vez nunca usó la expresión double-dip (caída doble), aunque es muy probable que la oyera en Bloomberg.
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