por Manuel Suárez-Mier
Manuel Suárez-Mier es Profesor de Economía de American University en Washington, DC.
Los esquemas de integración económica y política que han concebido los países en distintas regiones del mundo, están pasando por una situación crítica como resultado de la crisis económica global que afectó al planeta desde finales de 2007 y que parece estar retomando nuevos bríos, con sus secuelas de estancamiento y desempleo.
El corazón de la Unión Europea, formado por 17 naciones que tiene al euro como su moneda común, enfrenta nada menos que el colapso de su vínculo monetario, que hasta hace poco se ponderaba como un modelo de éxito sin precedente al crear un signo monetario estable y seguro que ofrecía la alternativa viable ante el dólar de EE.UU.
Las desventuras de Grecia, que vivió muchos años de fiado y muy por encima de los niveles que le hubieran permitido sus recursos, mediante el uso de lo que se ha dado por llamar una “contabilidad innovadora”, trajeron a la atención de los mercados y de los inversionistas algo que hoy nos parece obvio: no era posible que las tasas de interés a las que se financiaba Grecia fueran casi iguales que las de Alemania.
En efecto, antes de que el gobierno socialista de Georgios Papandreu que se hizo cargo en octubre de 2009 revelara que la administración anterior había mentido en cuanto al desequilibrio de las finanzas públicas y al monto de deuda adicional en la que estaba incurriendo, la tasa de interés que pagaban los bonos griegos era inferior a 5%, apenas un par de puntos porcentuales arriba de los bonos germanos.
Hoy, la tasa comparable para bonos a 10 años de vencimiento se ubica en 18%, siete veces más de los bunds del mismo plazo y, como era de esperarse, una vez que se dispararon las tasas de los réditos, el coeficiente de deuda también se ha ido por los cielos y se encuentra encima del 160% respecto al PIB del país.
Una vez que mercados e inversionistas se percataron de otra obviedad –de nuevo, con la perspectiva de hoy y no con la prevaleciente antes de la crisis-, que pertenecer al club del euro no garantizaba el buen comportamiento financiero y fiscal de sus integrantes y que había riesgos mucho mayores de los hasta entonces reconocidos por los mercados, empezaron a escudriñar la solvencia de los demás países del área.
Y el resto de esta historia es ya bien conocido: detectaron primero a Irlanda y luego a Portugal, que teniendo cada uno de ellos causas muy distintas para sus respectivos desequilibrios económicos —en el primer caso una burbuja clásica en bienes raíces aunada a elevada deuda privada, y en el segundo, deuda y déficit públicos altos— fueron igualmente castigados por los inversionistas, que salieron en estampida.
Pero allí no termina la historia, pues la siguiente etapa de escudriño ha incluido a países mucho más grandes, como España, Italia y hasta Francia, que empiezan a resentir en los costos de refinanciar su deuda pública, los cuestionamientos de que puedan superar sus aprietos financieros en los mercados de manera voluntaria.
Esta serie de problemas, que han evolucionado y se han extendido con rapidez insólita, han sido confrontados con la parsimonia habitual de los políticos europeos y sus instituciones, diseñadas para buscar consensos que están probando ser elusivos en las actuales circunstancias.
Un pequeño país como Finlandia puso en entredicho el más reciente paquete de rescate de Grecia, al poner como condición para participar en él que se le depositen recursos equivalentes al monto total de su contribución, para cobrarse en caso que el país no pagara. Tal exigencia ha sido ya adoptada por otras naciones.
Las dos preguntas de fondo son si la unión monetaria europea y el euro mismo sobrevivirán esta crisis, y qué consecuencias tendrá su desenlace en el gran proyecto de unificación del Viejo Continente que surgió a iniciativa de un puñado de visionarios persuadidos de que la integración económica y eventualmente también la política, era la única estrategia capaz de pacificar en definitiva a Europa.
Yo estoy cierto de que el euro no sobrevivirá en las presentes circunstancias y con su cobertura geográfica actual, a menos que haya una profundización persuasiva de los países que integran la unión monetaria en materia fiscal, tanto por lo que hace al gasto público como por lo que atañe a los impuestos.
Me parece que lograr el suficiente apoyo del electorado para conseguir lo anterior, particularmente en los países llamados a pagar por los platos rotos de sus socios que por una u otra razón actuaron irresponsablemente, va a requerir de talento y liderazgo excepcionales que no parecen existir en los dirigentes europeos de hoy.
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