15 septiembre, 2011

La moneda del Dr. Frankenstein

Pedro Schwartz 1

En el libro que recientemente he publicado para explicar economía a Zapatero y sus sucesores… en dos tardes, relato la historia del euro de otra manera de lo que se suele. Escuchemos el cuento.

En la villa Diodati a las orillas del lago Lemán, Mary Godwin Shelley escuchaba en silencio una conversación entre su marido, el sensible y refinado poeta Percy B. Shelley, y el amigo de los dos, lord Byron. Corría el año de 1816.

Shelley había sido testigo en Londres de ciertos experimentos de galvanismo, en los que el entonces famoso Dr. Galvani imprimía movimientos espasmódicos a ranas muertas con descargas de electricidad. Luego estuvieron los tres contando historias góticas de fantasmas, sentados alrededor de la chimenea en una lluviosa tarde de otoño.

Aquellos experimentos de “vida” artificial sirvieron de inspiración a Mary Shelley para su relato: la conversación sobre ranas galvanizadas le había hecho soñar esa noche con una criatura monstruosa, de movimientos artificiales y descompuestos.

El cuento gustó mucho a sus contertulios. Sólo ella cumplió el compromiso de escribirlo. Dos años más tarde y animada por su marido, lo publicó con el título de Frankenstein, o el Prometeo moderno. Se convirtió en un inmediato éxito editorial y uno de los clásicos perennes de la literatura de ciencia-ficción.

La prosa económica no puede ni debe aspirar al nivel de dramatismo de un relato de horror escrito en el momento de eclosión del mejor romanticismo. Cierto es que la economía ha sido acusada (falsamente) de ser lúgubre, pero en todo caso lo sería de manera más sobria y exangüe que el relato de los experimentos del Dr. Frankenstein. Sin embargo hay algo en la descripción por Mary Shelley de los esfuerzos del imprudente reconstructor de cadáveres de orillas del lago Lemán que me recuerda la creación del euro.

El proyecto de ensamblar en el laboratorio una institución social tan compleja como es una nueva moneda, con la esperanza de que funcione sin tropiezos ni sorpresas, despide vapores de azufre y chispas galvánicas.

Parecía que todo le iba bien a esta nueva moneda artificial, hasta que la reciente crisis financiera la ha hecho tambalearse. ¿Por qué ha fallado el euro tan gravemente en la crisis de 2007 a 2011? ¿Qué valen las propuestas para reparar el euro, especialmente las que piden un salvamento incondicional de las finanzas griegas o la creación de eurobonos o más unidad política y fiscal en la Unión Europea?

Todos sabemos la respuesta a la primera pregunta. El euro se creó como instrumento para conseguir un fin político: una moneda sólida para ahondar la unidad de los europeos. El euro sería una divisa en la que el mundo podría confiar, porque un banco central sostendría su valor evitando que su poder de compra se erosionara con la inflación.

Esa moneda única facilitaría las transacciones de los europeos y les haría más prósperos. Además, los ahorradores del mundo entero estarían dispuestos a comprar deuda de los Estados-miembro y prestar capital a las empresas y familias de Europa con un interés más bajo, lo que contribuiría a su crecimiento.

La condición era que no abusaran del crédito, porque es sabido que la deuda excesiva de los Estados al final se convierte en emisiones inflacionistas de dinero y más dinero. Así el euro se convertiría en bandera y símbolo de la creciente unidad de los pueblos del Continente. En castizo, esto se llama jugar con las cosas de comer.

¿Qué pasó? Pues que abusamos por razones que no hace falta recordar. Como el pago de los intereses y del principal de una deuda depende de que el deudor prospere, la crisis hizo tambalearse la confianza de los ahorradores a quienes seguíamos y seguimos pidiendo dinero. Las cuestiones son, pues, dos: cómo devolver lo debido y cómo conseguir que sigan financiándonos.

Los bonos en circulación de algunos Estados del “Club Méditérannée” tendrían un valor real muy bajo si su precio “se marcase a mercado”. Ello haría tambalearse muchos bancos que los tienen en cartera. Todas las propuestas que corren consisten en mantener un mínimo de liquidez para esta deuda vieja, de tal forma que esos bonos no cayeran a un precio ínfimo.

Por ejemplo, sería posible declarar perpetua la deuda griega y permitir a los helenos que sólo pagaran intereses y no devolvieran el capital. También se podría canjear una parte de esa deuda tronada por deuda garantizada por toda la Unión Europea (en realidad por Alemania) –esos “eurobonos” que no se le caen de la boca a Felipe González, viejo trilero, dicho con cariño–.

O habría que emitir unos “bonos Brady” garantizados por el FMI, por un valor muy recortado de la deuda vieja pero que los tenedores de ésta pudiesen negociar con facilidad, como se hizo con Argentina, Uruguay y Rusia. Todas son “quitas y esperas”, que dan un respiro a los deudores para que el peso de su deuda no les impida volver a crecer, pero todas son quiebras con otro nombre.

Por ahí se podría pasar si los países en dificultades no tuvieran necesidad de más fondos y si las reformas que se les piden los transformaran en economías productivas. Por eso se nos ha pedido a los españoles una reforma constitucional para evitar futuros déficits. Por eso se nos pide a todos los del Club M que reformemos los mercados laborales, recortemos el Estado de Bienestar, vendamos empresas públicas, consolidemos administraciones locales. Todo está en que no volvamos a las andadas. A esto Felipe González, viejo trilero, dicho con cariño, llama fundamentalismo ideológico.

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