La constitucionalización del principio de estabilidad presupuestaria certifica la quiebra intelectual y política del keynesianismo. La política de aumento del binomio gasto-déficit público para estimular la actividad no sólo no ha servido para conseguir ese objetivo, sino que ha situado a la economía española al borde de una crisis de deuda.
Ésta ha sido la moraleja final de un paradigma en el que el abandono de la regla del equilibrio presupuestario ha legitimado el incremento permanente del tamaño del Estado financiado mediante el recurso al déficit.
Desde esta perspectiva, la filosofía inspiradora de la enmienda aprobada por el PSOE y por el PP, acompañada por iniciativas parecidas en otros Estados desarrollados, supone una verdadera revolución en el campo de las finanzas públicas, una especie de caída del muro en tanto se traduce en la destrucción de uno de los pilares centrales del modelo de gestión macroeconómica apadrinado por la socialdemocracia.
En ese sentido, el cambio constitucional aprobado por socialistas y populares tiene un importante significado. Supone el reconocimiento explícito de la necesidad de introducir restricciones institucionales que pongan límites y coherencia externa a las decisiones acerca del tamaño y de la distribución de los gastos y los ingresos públicos.
Ejerce pues una función de control en tanto implica reducir la discrecionalidad gubernamental, su propensión a recurrir al impuesto deficitario; falacia en virtud de la cual se cree posible financiar las expansiones del gasto gratis, es decir, sin subir los impuestos y/o recortar otros programas presupuestarios.
Para ello ha sido preciso que las cuentas del conjunto de las Administraciones Públicas hayan llegado a una situación dramática, resultado de los desastres provocados por la estrategia keynesiana desplegada por el Gabinete socialista, obligado a aceptar la disciplina fiscal porque la alternativa era la bancarrota de España. La lección es clara: una nación no puede sobrevivir con una constitución fiscal que no se enfrenta al hecho esencial de la escasez.
Dicho esto, el equilibrio presupuestario tiene una ventaja fundamental: su simplicidad. Ha sido, es y puede ser comprendido por todo el mundo, y la traducción de los principios tradicionales de responsabilidad financiera privada al campo gubernamental tiende a facilitar su comprensión.
Mecanismos de responsabilidad
Por otra parte, nada exige, según la regla clara de déficit cero, que el gasto total del Gobierno se sitúe en un nivel predeterminado respecto al PIB. Ahora bien, esa norma sirve para hacer conscientes a los gobernantes y a los propios ciudadanos de los costes y los beneficios reales de sus decisiones.
Esto ayuda a disipar los aspectos ilusorios del algo que no cuesta nada, a dotar de mayor transparencia al proceso fiscal-presupuestario y a fortalecer los mecanismos de responsabilidad y control propios del sistema democrático. Al mismo tiempo, se potencia la justicia intergeneracional, ya que se impide o se limita la capacidad de transferir a las generaciones futuras la carga tributaria para financiar los desembolsos presentes.
La enmienda constitucional no recoge una ratio máxima de déficit en porcentaje del PIB por una razón evidente: el objetivo es el equilibrio presupuestario. Ahora bien, llegar a él desde un déficit como el actual requiere una fase de transición cuya especificación no corresponde a la Constitución. Sin embargo, sí se constitucionaliza el montante de deuda para el conjunto de las Administraciones Públicas, cuyo valor máximo de referencia es el establecido en el Tratado de Maastricht, el 60 por ciento del PIB. Esto constituye un ancla, una restricción última para garantizar la estabilidad presupuestaria.
Por otra parte, nada impide que el desarrollo legislativo de la enmienda sea más exigente e incorpore, como sucedió con la Ley de Estabilidad Presupuestaria elaborada por el PP, restricciones mayores a las impuestas a escala europea y, en ningún caso, el endeudamiento del sector público podrá superar el techo impuesto por las instituciones comunitarias. Ahora bien, cuál será ese techo o si llegará a existir nadie lo sabe.
Claves del legislador
Como se ha señalado, el mandato constitucional que exige a las Administraciones Públicas equilibrar los gastos con los ingresos no especifica los medios a través de los cuales se logra esa meta. Esto forzará a que el próximo Gobierno realice una definición legal precisa de la regla presupuestaria si se pretende lograr la confianza de los mercados.
En concreto, los tres puntos fundamentales a abordar por el legislador son: primero, el momento a partir del que el equilibrio presupuestario se convertirá en una regla operativa, lo que supone diseñar el programa y el calendario de reducción del déficit para llegar a esa meta; segundo, incluir un mecanismo de ajuste que debería adaptarse automáticamente de darse una diferencia entre gastos e ingresos por encima del umbral determinado; tercero, definir un sistema de sanciones estable y creíble en caso de que las diferentes administraciones del Estado incumplan los objetivos presupuestarios.
Quizá la mayor duda sobre la efectividad del cambio constitucional como instrumento disciplinante de las finanzas públicas sea la consideración del déficit estructural como la variable de ajuste. Esta fórmula, contenida en el difunto Pacto de Estabilidad y Crecimiento, permite interpretaciones demasiado amplias.
La diferenciación entre el déficit provocado por el juego de los estabilizadores automáticos en un ciclo bajista del generado cuando el crecimiento de la economía alcanza su potencial se enfrenta a un serio obstáculo: la imposibilidad de predecir la evolución cíclica de la economía. Por ello, hubiese sido más eficaz que la limitación constitucional del déficit cero tuviese una periodicidad anual, excepto en situaciones muy concretas de emergencia, excluidas las recesiones, ya que si se acepta el criterio de que los déficit no tienen utilidad para estimular la economía, no tiene sentido tolerarlos en un escenario recesivo.
En todo caso, la enmienda del artículo 135 de la Carta Magna proporciona al futuro Gobierno del PP un ancla legal y política para acometer el proceso de saneamiento de las cuentas públicas españolas, similar e incluso más poderoso que el suministrado en 1997 al Gabinete Aznar por la necesidad de incorporarse al euro. Sin duda, no es la reforma perfecta, quizá podría haberse ido más allá, pero constituye un paso esencial hacia la creación de una constitución fiscal que fomente la responsabilidad de los Gobiernos y frene su tendencia al despilfarro.
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