12 septiembre, 2011

La república criminal de Los Zetas

Zetania, como podríamos llamarle a este territorio en vías de ocupación, comienza en la presa de La Amistad, en el río Bravo, y se extiende hacia el sur hasta el poblado de Ojuelos, Jalisco, y de ahí al oriente hasta la laguna de Tamiahua.

Pascal Beltrán del Río

Mientras debatimos cómo cayó sobre nosotros el azote de la violencia, si fue culpa del actual gobierno o de los que lo precedieron, y nos ponemos de acuerdo para discutir cuál es la mejor salida de este período oscuro de nuestra historia, el crimen organizado avanza como un ejército de ocupación sobre vastas porciones del territorio nacional.

Puede afirmarse, sin exagerar, que en la región noreste del país, delimitada por el meridiano 101 y el paralelo 21 —una superficie de al menos 300 mil kilómetros cuadrados o 15% de México—, las autoridades formalmente constituidas han casi perdido frente a la banda criminal Los Zetas la predominancia en dos funciones básicas: el cobro de impuestos y el manejo de la seguridad pública.

Zetania, como podríamos llamarle a este territorio en vías de ocupación, comienza en la presa de La Amistad, en el río Bravo, y se extiende hacia el sur hasta el poblado de Ojuelos, Jalisco, y de ahí al oriente hasta la laguna de Tamiahua, en la costa del Golfo de México.

Esta zona, comprendida por los estados de Tamaulipas, Nuevo León, San Luis Potosí y grandes porciones de Coahuila, Zacatecas y Veracruz, comienza a escapar al control del Estado Mexicano.

Muchas de sus carreteras se han vuelto intransitables, pues merodean en ellas asaltantes y cobradores de cuotas de tránsito. Sus cuerpos policiacos, estatales y municipales, colaboran poco o nada con la Federación en el combate al crimen o han sido totalmente cooptados por la delincuencia. La extorsión se ha convertido en un impuesto paralelo, al punto de que el comercio establecido en la región se pregunta qué sentido tiene cumplir con las obligaciones fiscales.

Por la lógica centralista del país —que provoca el desinterés de los medios y el gobierno por lo que ocurre en zonas alejadas de la capital—, en ocasiones hace falta una tragedia como la del 25 de agosto en Monterrey para hacer luz sobre muchos problemas y fenómenos sociales.

La reconstrucción de los hechos en la capital de Nuevo León ha permitido que el país entero conozca a qué grado la delincuencia se ha convertido en poder fáctico en la vida cotidiana de la región.

Como si no hubiera bastado con el asesinato de los alcaldes de Santiago, Nuevo León; Hidalgo, Tamaulipas, y El Naranjo, San Luis Potosí, la banda criminal Los Zetas mostró su fuerza al ordenar el incendio, a plena luz del día, del Casino Royale, en Monterrey, hecho en el que murieron asfixidas o calcinadas 52 personas. Y, casi simultáneamente, el secuestro y homicidio de un funcionario de la Auditoría Superior de la Federación y un contralor local, quienes revisaban el gasto público federalizado del municipio de Xicoténcatl, Tamaulipas.

A la luz de estos acontecimientos, conocí la historia de Alejandro Moreno Baca, defeño de 33 años de edad. Este ingeniero en sistemas, que laboraba para IBM, desapareció en enero pasado cuando viajaba entre Monterrey y Nuevo Laredo, poco después de pasar la caseta de cobro que se encuentra en un punto equidistante de una y otra ciudad.

Los padres de Alejandro han llevado a cabo, por su cuenta, una valiente investigación para hallarlo. Gracias a ella han podido documentar la ineficacia de las autoridades de Nuevo León y Tamaulipas —que están paralizadas ante el crimen organizado o parecen cómplices de él— y el divorcio entre éstas y la Federación para hacer frente a la inseguridad.

A raíz de la desaparición de Moreno Baca, dicen sus padres, han ocurrido varias más en el mismo tramo carretero, así como en la vía conocida como La Ribereña, que une a Nuevo Laredo con Reynosa.

Uno de los únicos apoyos que han logrado por parte de las autoridades —la incursión encubierta de dos agentes de inteligencia de la Policía Federal en la cabecera municipal de Sabinas Hidalgo, Nuevo León, para tratar de ubicar el vehículo en el que viajaba su hijo— terminó en tragedia, con el asesinato de los investigadores por parte de sicarios locales ayudados por elementos de la policía municipal.

En su peregrinar por esclarecer el paradero de Alejandro, sus padres también dieron con un mudancero que fue retenido en Miguel Alemán, Tamaulipas, luego de ser detenido en un retén. El hombre pasó 36 horas en un hotel abandonado, convertido en centro de reclusión, mientras los criminales averiguaban si realmente se dedicaba a lo que les había dicho.

Durante su cautiverio, el mudancero convivió con una treintena de hombres que también habían sido secuestrados por los delincuentes. Y pese a que hay alguna posibilidad de que Moreno Baca pudiera estar recluido en esa u otra cárcel clandestina, ninguna autoridad ha querido inspeccionar el hotel, que, para colmo, se encuentra al borde de la carretera.

Es fácil concluir que lo que está pasando en el noreste tiene visos de constituir una ruptura de hecho con el Estado mexicano.

La libertad de tránsito y la seguridad de residentes y visitantes están severamente en entredicho en esa región. Las policías locales son ineficientes o, de plano, cómplices. La Federación está en riesgo de ver caer sus ingresos fiscales, si eso no ha ocurrido ya. Y, al menos en Xicoténcatl, Tamaulipas —un lugar no muy alejado de El Naranjo, donde fue asesinado el alcalde Alexander López García hace un año— parece no haber modo de fiscalizar el ejercicio de esos recursos.

Pero Los Zetas, que aún disputan partes de la región con el Cártel del Golfo —apenas antier se supo del asesinato de El M3, líder en Reynosa de ese último grupo—, no se contentan con los territorios conquistados. Información pública indica que ya se han extendido más allá del meridiano 101, a otras partes del estado de Zacatecas, y también hacia el sur, por la Mesa Central y la costa del Golfo de México.

También han incursionado ya en Jalisco. Su presencia en el municipio de Ojuelos es incuestionable. En mayo pasado, los cuerpos de dos maestros secuestrados en esa población aparecieron en el vecino municipio de Ocampo, Guanajuato, un crimen atribuido a la banda. En Aguascalientes y los Altos de Jalisco también hay evidencias de su expansión.

Despreocupados por la opinión pública, la grilla política y el respeto a las leyes, Los Zetas y otros grupos criminales van imponiendo sus condiciones sobre un territorio cada vez más vasto.

El fracaso de los esfuerzos por contener ese avance ha sido rotundo. Se puede discutir si esto ha sido por una estrategia mal diseñada por parte del gobierno federal o por la falta de colaboración de los otros Poderes y niveles de gobierno en esta lucha, pero difícilmente se puede sostener que ha habido buenos resultados.

Mientras tanto, muchos mexicanos discuten ociosamente qué fue primero, si el huevo o la gallina, si la violencia criminal o la estrategia del gobierno federal para enfrentar a la delincuencia.

Es inevitable preguntarse si lo que debiéramos estar debatiendo es cuál es el origen del problema o cuál es la mejor manera de enfrentarlo antes de que nos avasalle por completo. Yo creo que debería ser lo segundo.

Nuestra desesperante tendencia como país de buscar culpables en todo, en lugar de soluciones, se ve reflejada en el cálculo político de los partidos —todos ellos, aquí no hay inocentes— sobre qué posiciones se traducirán en más votos en las elecciones del año entrante.

Quedarnos en la polémica estéril de siempre, dando vueltas a los mismos lugares comunes, no tiene otro destino que apuntalar el avance del crimen organizado y su repertorio de corrupción, saqueo, secuestro, extorsión, terror y muerte.

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