Daniel Morcate
George W. Bush debería tener el pudor de suprimir de la próxima edición de sus memorias, Decision Points, los golpes en el pecho que en ellas se da por la vuelta al redil de Moammar Kadafi. Bush se vanagloria allí de que el carnicero de Trípoli puso sus barbas en remojo tras la captura de Saddam Hussein. No lo dudo. Pero tampoco que el ex presidente nos ocultó zorramente que Kadafi, a cambio de suspender un apócrifo programa de armas de destrucción masiva, negoció y obtuvo la reivindicación de su criminal dictadura a los ojos de los papanatas que entonces dirigían las democracias occidentales. Y lo que es más grave aún: también recibió la desvergonzada cooperación de la inteligencia norteamericana y la británica en la vigilancia y represión de algunos de sus más connotados opositores.
Le debemos este último dato bochornoso a la lectura preliminar de miles de documentos de inteligencia que, en su estampida de Trípoli, dejaron atrás los esbirros de Kadafi. Gracias a esos archivos comprometedores, activistas de derechos humanos y corresponsales están reconstruyendo cómo dictaduras como la china y la venezolana competían con las democracias europeas y la norteamericana a ver quién le extendía la mano más generosa a Kadafi. Los jerarcas chinos, maestros del engaño y el bandolerismo de estado, negociaron con el tirano hasta el último momento ventas de armas y municiones para que sofocara la rebelión prodemocrática. Ahora dicen que lo hizo un fabricante “por cuenta propia”. Esto, en descarada violación de las sanciones que había adoptado la ONU con la renuente aquiescencia de Pekín. Bajo el mando de Tony Blair, la inteligencia británica a su vez ayudó a los matones de Kadafi a vigilar a opositores entre el 2002 y el 2004. Agentes del MI6 inglés incluso le escribieron al carnicero de Trípoli lo que debía decir en un discurso en el que supuestamente renunciaba a fabricar armas nucleares. Y en el colmo del patetismo, Blair le pidió a Kadafi que su reencuentro para fumarse la pipa de la paz fuera en una tienda beduina porque, y cito textualmente, “a los ingleses les fascina y a los periodistas les encanta ese detalle”. El primer ministro, David Cameron, ha ordenado investigar.
Por su parte, el gran adalid norteamericano de la libertad, Bush, quien en sus memorias ensalza su Freedom Agenda, aparentemente autorizó que la CIA entregase a Kadafi a opositores sospechosos de ser “terroristas”. Entre ellos figuraba Abdel Hakim Belhaj, nada menos que el actual líder militar de los rebeldes libios, quien con razón ahora exige una disculpa formal de la CIA y amenaza con demandarla por las torturas que padeció. Los documentos hallados revelan que junto a cada entrega se adjuntaban instrucciones sobre qué preguntar a los detenidos. Human Rights Watch asegura que funcionarios norteamericanos incluso estuvieron presentes en interrogatorios, algo que Washington niega. Y al igual que los británicos, agentes de la CIA pusieron su grano de arena en el discurso en que Kadafi renunció a las armas de destrucción masiva.
Estas extraordinarias revelaciones deberían ser objeto de investigaciones internas en las agencias de inteligencia implicadas y, sobre todo, de audiencias en el Congreso. Un propósito sería determinar el alcance de la complicidad de antiguos y actuales funcionarios de nuestro gobierno con la satrapía libia, aclarar si esa complicidad rindió frutos en la lucha antiterrorista o si, como es de sospechar, era posible lograr los mismos objetivos sin recurrir a métodos tan abyectos. Al llegar a la Casa Blanca, el presidente Obama suspendió estos programas secretos de la CIA, conocidos en inglés por el eufemismo de “ secret rendition programs”. Pero la mejor forma de evitar que se repitan es que los norteamericanos los conozcan en todos sus truculentos detalles.
El descarrilamiento de la inteligencia norteamericana que evidencian los documentos descubiertos en Trípoli es otro efecto deleznable de la paranoia en que nos sumieron los atentados terroristas del 9-11, cuyo décimo aniversario conmemoramos en estos días. Habría que sumarlo a la miopía política y al temerario descuido de la economía que provocó la por lo demás comprensible obsesión de prevenir nuevos ataques. Entender bien lo que ha sido esta triste dinámica es la mejor manera de evitar que siga ensombreciendo nuestro presente y comprometiendo nuestro futuro como nación civilizada y próspera.
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